jueves, 27 de noviembre de 2014

Vanitas de José J Morales



Vanitas
Año 2012
Director José J. Morales
Reparto
David Bendito, Carlos Pontini, Juan Diego Delgado, Ayala Etxebarri, Jimmy Shaw, María José Jiménez
Género Drama | Película de episodios


La primera dificultad  ante un producto como Vanitas, es mantener una actitud abierta del tipo “están bien los planos”, “las interpretaciones son naturales” o justificaciones: “búsqueda de un cine sin subterfugios”, “un paso más allá del Dogma”. Lo cardinal de esta película, es que el espectador pasa parte del metraje preguntándose qué es lo que realmente está viendo. Nacida con vocación de cortometraje primerizo en versión extendida, con ramalazos de culebrón, unas gotas de pulp castizo y envoltorio de bizarrada total. Actores no ya naturales, sino cotidianos, como de ir a comprar el pan a las tiendas del barrio, en una trama compuesta de varias capas que se entrecruzan (o atropellan) y cada una de las cuales habría dado (eso sí) para alguna entretenida serie televisiva, puliendo guión y tirando de protas con carisma. Algunos de los momentos de diálogo llegan a ser irritantes, por lo artificioso y la carencia de enjundia (emmm. Hummm, ammm) suele ser los sonidos que sustituyen el timing fílmico. La fotografía, seguramente encargada a un fanático del gotelet, semeja las grabaciones amateur de la boda de nuestro primo. Abuso de primeros planos y medios. Titubeos y balbuceos varios. Se agradece el detalle de que no hayan tirado de cámara en movimiento. Esto hubiera completado la sensación de trastorno intestinal que se siente al ver esos “asentos mesicanos”, de los supuestos narcotraficantes. Y es que no se priva de nada: secuestro de adolescente, redes de narcos introducidos en el país, servicios secretos con trapos sucios, periodista investigando todo esto y algo más. Por esto asombra (y este es el factor positivo) que una vez acostumbrado a las pedestres interpretaciones, la caligrafía ágrafa de la cámara, el sonido con eco en las habitaciones y las interminables conversaciones de sofá para rellenar, la película se deje ver. Los autores confiesan que trataban de hacer una película con el guión que fuera y en las circunstancias que fuera. Queda patente que consiguieron su objetivo con nota. Compinchados con esta troupe de amiguetes, que en fines de semana pergeñaron este dislate, donde las tres historias se imbrican en el último tercio. Y este es quizás el punto más fuerte, un guión que de haber sido más desarrollado y pulido habría dado para mucho más. Es la redención que salva este producto (que en algunos instantes recuerda las películas parvularias de Ed Wood); pero sin al aura de culto; de ir directamente al cajón de los retales. Esta película ha sido premiada como mejor película  en le segunda edición del Festival de cine Jose María Nunes.

La Biblioteca de los Muertos. Glenn Cooper



Glenn Cooper es un licenciado en Arqueología y Medicina, reciclado en creador de Bets-Sellers, oficio de resultados más lucrativos que el primero y menos estresante que el segundo. Su saga de los extraños monjes pelirrojos ha vendido millones de ejemplares. Utilizando recursos habituales en este tipo de literatura alterna varias épocas históricas en la trama, con un enlace común. Desde la Bretaña del  siglo VIII, hasta la actualidad pasando por la Europa de la Segunda Guerra Mundial. Policías, monjes medievales o el mismísimo Churchill, se pasean por este thriller de lectura leve y resultados acomodaticios. La literatura fast food, ha adquirido unas características clónicas, que son del agrado del lector de este tipo de creaciones. Los esquemas se repiten, con pequeños cambios, y la fidelidad del lector nunca se ve sorprendida por introducciones foráneas que alteren su ritmo digestivo de lectura. Son libros que entretienen si uno se deja llevar por la marea. El truco en esta variedad de lectura, consiste en no hacerse demasiadas preguntas de tipo técnico o lógico. Aunque es cierto que algunos autores manejan con soltura determinados parcelas de conocimiento, por haber ejercido profesiones afines, o por mor de una  investigación exhaustiva (Grisham y sus thrillers judiciales, Noah Gordon en su saga sanitaria, Douglas Preston con sus detectives) la mayor parte de las aportaciones al género, parten de una idea brillante para evaporarse a mitad del camino. 
Este es el caso de estos monjes escribanos compulsivos, que van dejando constancia en sus pergaminos, de fecha y hora del nacimiento y muerte de todos los humanos que han existido y existirán. El argumento entretiene, se lee fácilmente, ya que utiliza otro de los lugares comunes del género: la escritura cinematográfica. Capítulos rápidos en forma de guión, muchos diálogos y dejando en suspenso cada espacio temporal en el siguiente, para atrapar al lector. Los más exigentes tan sólo encontrarán un pasajero entretenimiento, con vocación de continuidad, y de saga millonaria. El final se antoja algo precipitado. El  deseo de continuar la historia, quedaba patente en este volumen. Una simple, descafeinada y entretenida lectura cuando se está disfrutando de un mojito bajo el sol y no queremos que las neuronas trabajen en otra dirección.



miércoles, 26 de noviembre de 2014

Carmen de Lubitsch en Jazziberia. Filmoteca de Extremadura.

FICHA TÉCNICA
Título original: Carmen (Gypsy blood en EEUU)
[Muda]
Año de producción: 1918
Duración: 80 minutos.
Director: Ernst Lubitsch
Guión: Grete Diercks, Norbert Falk, Hanns Kräly
Productor: Paul Davidson
Fotografía: Alfred Hansen
Reparto:
Pola Negri (Carmen)
Harry Liedtke (Don José Novarro)
Leopold von Ledebur (Escamillo)
Paul Biensfeldt (García)
Paul Conradi (Don Cairo)

Un piano de cine. Músicas e imágenes fundidas o la posibilidad de sentirse como los pioneros que contemplaba a  Buster Keaton trepando  edificios y los Keystone Kops, persiguiendo a Charlot, bajo los acordes de un pianista perdido en la penumbra de la sala. Es una de las escasas oportunidades para degustar un espectáculo de estas características. Tan sólo recuerdo un Nosferatu en Sevilla, con banda acompañante, o los días de infancia en el cine de los Maristas con piano a pie de pantalla. Los músicos: Arsénio Martins (piano) y Mateja Dolsak (saxofón) desgranan una partitura donde la música incidental y la descriptiva se llevan la palma (algo obvio en el cine silente) sin olvidar piezas no descriptivas de gran belleza, como la melodía que acompaña a Carmen comprando en el mercado, o el pentagrama para la escena en Gibraltar. La imaginería de Lubitch para este film abarca todos los tópicos de las estampas costumbristas, en una Andalucía preñada de gitanas con rizos en la frente, bandoleros y toreros que caminan  por la calle vestidos de luces, con montera y ¡con el estoque! Una Sevilla de postal decimonónica, con reminiscencias de la ópera de Bizet (trágico final  en las puertas de la plaza de toros, el personaje de Escamillo la llegada de la guardia, etc.) pero vía Merimée en su texto original. La Carmencita, como denominan a la protagonista es una hembra recial de armas tomar. Hay pinceladas del futuro toque Lubitch, un germen del futuro director de obras memorables como Ser o no Ser (To be or not to be) o Ninotchka. La copia que se estrenó con el título de Gypsy Blood (Sangre Gitana) en EEUU, parece ser la que visionamos, acompañada de estos dos instrumentos que acercaban a los personajes mediante un leitmotiv, o describían las situaciones anímicas, mixturando aires  esencialmente andaluces o flamencos con expresiones jazzísticas. Un difícil trabajo resuelto con solvencia por este dúo. El mal estado de las copia pide a gritos una restauración, y unos subtítulos en español para el espectador que no hable inglés, le ayudarían a seguir detalles de la trama. Lubitch rodó esta película  con 26 años tras su éxito Los Ojos de  la Momia.  La protagonista es Una de las primeras vamp de la pantalla, Pola Negri, cuyo matiz sexual, es incomprensible a ojos actuales. 
Hay pinceladas de humor en este Lubitch primerizo, pintoresquismo en escenarios y vestuario y las escenas de muerte adquieren connotaciones de un expresionismo incipiente. Carmen es una mujer fatal, de armas tomar y que busca su propia supervivencia en un mundo dominado por hombres bragados. La escenas de lidia no están excesivamente conseguidas, debido a su dificultad técnica, y la Sevilla presentada no refleja la realidad ni  humana, ni arquitectónica. Añadir que  secuencia del baile de la protagonista semeja más un campamento de zíngaros. Todo parecido con algún palo flamenco es pura coincidencia. Carmen es la crónica de una muerte anunciada, en esa España de tópicos, honores ultrajados, machismo galopante. El destino de una mujer como La Carmencita, está escrito en las palmas de la mano donde ella lee el futuro (otro topicazo). La interpretación de Pola Negri es correcta y consigue una protagonista llena de vitalidad, intrigante, sin escrúpulos para enfrentarse al mundo, pero que arrastra la fatalidad consigo. Queda la sensación de recortes en el metraje, dada la falta de conclusión o precipitación de algunas escenas. Es lo que sucede con estas cintas tan antiguas, lo que hay es lo que tienes, y es difícil saber el metraje inicial o las escenas que pueden haberse perdido,  O si están  circulando en otras copias. Cumpliendo con perfección su papel los dos músicos hacen confluir el discurso sonoro con el cinematográfico, imprimiendo carácter a los personajes con las notas, definiendo situaciones y emociones. Utilizan la polisemanticidad de la música en todas sus vertientes para establecer signos sonoros. Asociaciones semántico -convencionales como palos flamencos  en escenas Andaluzas o folklóricas, asociación por analogía, descripción con percusión en escenas de masas y asociación de carácter estético: timbres, colores, rapidez para definir personalidades y situaciones. Una experiencia novedosa que debería ser más frecuente para dar la posibilidad de visionar obras a las que de otra forma es difícil que se acerquen incluso los cinéfilos más recalcitrantes, pero que con el atractivo de la música permite que pervivan estas grabaciones, como la presente que se desarrolló en las instalaciones del Centro de Ocio Contemporáneo.





lunes, 24 de noviembre de 2014

Mas Grandes que el Amor. Dominique Lapierre





La noticia leída por Dominique Lapierrre en un diario de Nueva York sobe el hogar abierto por la Madre Teresa de Calcuta en Manhattan, para acoger los enfermos de Sida, es la señal de salida para una de las aventuras humanas, médica y científica, más apasionantes de la historia. Quizás el libro más importante de su amplia trayectoria de divulgación. Es la narración, a ritmo trepidante, de cómo llamó a las puertas de los laboratorios de investigación; reconstruyendo paso a paso; la aventura diaria de estos luchadores contra lo desconocido. Es la crónica humana de héroes anónimos en las calles de la India, vestidos de batas blancas o del sari de las misioneras de la Madre Teresa, de los primeros enfermos, enfrentándose a un miedo desconocido en el horizonte del hombre, de su valor y sufrimiento. Es la cronología, narrada de forma magistral dentro de ese género denominado literatura periodística, de la lucha del hombre contra la adversidad y el reconocimiento de la generosidad, el sacrificio y la intuición humana, en este combate contra un  enemigo desconocido. La caza del agente provocador de aquellos extraños y desconcertantes síntomas en personas sanas, supuso un desafío extremo para los investigadores. En esos momentos, aquella enfermedad; hoy en día convertida en crónica gracias a las investigaciones y sacrificios de aquellos hombres y mujeres; era un completo y letal enigma que desafiaba al portador de la misma, en una eterna paradoja: el virus necesita un huésped para sobrevivir, pero al tiempo lo destruye. Durante esta conmovedora lectura, también se mezclan factores como la ética, el poder de las multinacionales farmacéuticas, la envidia y el orgullo que también parasitan profesiones tan profundamente humanas como las que se implicaron en esta aventura. Una enfermedad que los iluminados calificaban como peste. El desconocimiento y la especulación periodística llevaron a denominarla el “cáncer rosa”, debido a que las primeras víctimas formaban parte de la comunidad homosexual o a encontrar un teórico “paciente cero”.  La falsedad de esta asignación ha quedado demostrada, al descubrirse que se trató de una manipulación informativa oportunista. La pluma magistral y experimentada de Lapierre, alterna en capítulos apasionantes los distintos factores que colaboran en la lucha contra el retrovirus. 

Los luchadores de a pie, en las calles, en los hogares y hospitales, el apasionamiento de los investigadores, dispuestos a toda costa a aliviar a la humanidad de ese dolor, los intereses crematísticos, el enfrentamiento entre franceses y estadounidenses por la patente. Luces y sombras en un drama humano que se lee con apasionamiento. En estas páginas una muchacha de la casta de los intocables, descubre que puede ayudar a los demás sin sentirse una paria, un milagroso e infalible doctor chino, queda perplejo ante un enigma que le supera. La mezcla de historias confluye en un hechizante tour de force contra el sufrimiento que hace a todos los protagonistas más grandes que el amor. La maestría en el campo del reportaje novelado le venía de largo al periodista, que conoció a su colaborador en otras obras (Larry Collins) durante el servicio militar. Esta cooperación ha dado; juntos o por separado; algunos de las mejores obras de esta emocionante especialidad literaria. Desde la intrahistoria de la salvación de París durante la 2º Guerra Mundial en ¿Arde París?, pasando por la biografía de El Cordobés (O llevarás luto por mí), la denuncia dramática (Era Medianoche en Bhopal) a la historia de los habitantes del miserable barrio de chabolas de La ciudad de la Alegría, de cuyos beneficios en derechos de autor destinó la mitad para ayudarlos. No olvido al  autor a los desheredados de este país, a los que siguió ayudando con obras de irrigación y colectas. Como no se olvida este libro tras su lectura, dejando un poso en el espíritu, un cierto amargor por no sentirse parte de estos héroes que combaten en dolor, y un dulce sabor, porque ellos existen pese a todas las adversidades y siguen  surgiendo personas Más Grandes que el Amor.


viernes, 21 de noviembre de 2014

Concierto Tributo God Save The Queen. Palacio de Congresos. Salamanca





No puedo ser objetivo en este tema. Avisados quedáis. Si queréis un análisis desapasionado, buscad algún artículo especializado. Esta es la perspectiva de un fan. Mucho más personal, pero infinitamente menos universal. Tendréis que perdonarme. Dicho esto, comenzamos la revisión del concierto tributo God Save The Queen.
Comenzaré con un dato curioso, para que comprendan mejor lo que mencionaré después. El subtítulo que acompaña al Concierto Tributo, tiene mucho sentido. Es el nombre de la última canción de uno de los discos más famosos de la banda (A night at the opera) y la canción elegida para el término de sus conciertos. Además, representa a la perfección la despedida final del concierto que se imita.
1986. Wembley. Queen dispone del legendario estadio para ellos solos. Y dejan para la historia el que está considerado como uno de los mejores conciertos de la historia de la música moderna. De ahora en adelante todo lo referente a este concierto se referirá a la gira God Save The Queen, pues el objetivo del tributo es imitar de principio a fin el que quizá fue su mejor actuación en vivo (esta referencia se la debo a una buena amiga que me acompañó). Sentados estos antecedentes, podemos iniciar la revisión.
No son Queen. Dejémoslo claro desde el principio. No son las tres octavas. No es uno de los bajos más originales del rock. No es un batería asombroso con voz de pito. Y no es la guitarra que nos ha legado, algunos de los solos más complejos de guitarra que se hayan compuesto (eso sí, bajo la sombra de gigantes: véase Jimy Hendrix, George Harrison…). Queen no volverá a ser Queen, lo imite quien lo imite.
Sabiendo esto ¿qué sentido tiene acercarse a la gira organizada por estos músicos? La razón es sencilla: no son ellos, pero disponen de los medios y habilidades para durante un rato, invitarte a creer que sí lo son. Y para todos los que no nacimos en la época propicia para verlos, es un pase a viaje en el tiempo. Un regreso al futuro mal explicado. Y una oportunidad única.
Pablo Padin hace de Freddy. Y se mueve, se agita, provoca, señala, se acaricia con lascivia, pone morritos, se pega a lo sadomaso con un arte y una capacidad de imitación asombrosa. Los gestos corporales, la manera de moverse, es lo mejor de su actuación. No se puede decir lo mismo de la expresión de sus gestos faciales. Aunque ganaron en fuerza y energía a medida que avanzó en el concierto, es otro tipo de cara. No es la mirada desafiante. Y su personalidad intenta adaptarse con mucha dignidad (se nota que es más timidillo) a un showman que sobre el escenario no tenía límites (al bajar, se descubría que era un fachada convincente, pero fachada en parte). A pesar de esto la mímica aprendida a base de mucho trabajo se ve reflejada en su manera de desplazarse por el escenario y de hacerte sentir que está ahí. Que ha resucitado. Y que canta.  Y canta muy bien. Podría haber tenido sólo una voz parecida. O copiar bien sus registros. Pero su voz se parece y además tiene mucha potencia y armonía. Más allá de la actual imitación, es una voz con mucho potencial. Y tiene momentos que alcanza registros altos y muy complicados. Sin despeinarse. Lo dicho, un lujo.

 
La escenografía impecable. Está todo. Las luces. Los trajes. Los instrumentos. Los cambios de indumentaria. Los falsos finales del concierto. La inefable peluca de Bryan May (masa de rizos, peluca francesa empolvada, extraída de alguna turbulenta escena de Eraser Head). Lo dicho. Todo. Hasta los falsos y protuberantes pechos para imitar la mujer aspirando la casa en “I Want to Break Free”. Otro regalo para la vista.
Luego están Francisco Calgaro (Bryan May), Matías Albornoz (Roger Taylor) y Ezequiel Tibaldo (John Deacon).  Su actuación es correcta. Tocan todos los temas sin problemas. Y convierten la resurrección en memorable. Los temas suenan igual que los originales en vivo. Hasta se le permite a Calgaro tener sus minutos de gloria, tocando los solos de Bryan May (cosa loable por otro lado, porque el original tenía alguna clase de retorcido mecanismo en los dedos). Pero Pablo (Freddy) se los come. Uno podría decir: “eso también pasaba en los conciertos de la banda”. Sí y no. Que Freddy tenía carisma, era egótico en el escenario y tenía mayor afición por las atenciones del público que por los modelitos horteras y las fiestas salvajes; es incuestionable. También que lo hacía todo en razón a su entrega por sus seguidores. Por ofrecer el mayor espectáculo posible. Pero el resto de la banda tenía su carisma en el escenario y eso se pierde. Vale que Bryan nunca fuera el rey de la fiesta, pero sus movimientos extraños, como de algún siglo pasado y su concentración alucinada en la guitarra pasarán a la historia. John Deacon era ese genio rezagado. Ha dado algunas de las mejores melodías a la banda y a la historia de los bajos. Pero se quedaba atrás con su manera arqueada y atípica de tocar las cuerdas del bajo. Con su camiseta de muchacho de ocho años. Y tenía su encanto. Y también sus momentos de gloria, cuando sus compañeros le dejaban salir al frente del escenario a lucirse. Me dejo a Roger Taylor para el final, porque lo de este si es una pena. Si había otro miembro con una gracia y carisma únicos, era Taylor. Pandereta en mano. Agudos salidos de un malvado apretón escrotal. Y una poca vergüenza, me parece, más sincera que la del cabecilla. No se quedaba ensombrecido, allí sentado a la batería. Aún quieto, parecía moverse con sus compañeros, alimentar el espectáculo desde su posición. Todas estas cosas sí se pierden. Pero ya avisamos que esto era otra cosa.
Un regreso al pasado. Una oportunidad de creer durante un segundo que estuviste allí, cuando ellos estuvieron vivos. Una oportunidad de escuchar tus canciones favoritas en vivo. Y de que se te pongan los pelos de punta. En directo, tienen canciones que sobrecogen. Interpretadas con una calidad que te hace perder la babilla. Por nombrar unos ejemplos: “Save Me” debe ser uno de los momentos más conmovedores del concierto. Jamás pensé que pudiera sonar tan bien en directo. “Who Want to live Forever” te pone los pelos de punta, emociona y quieres llorar. “The Show Must Go On” un preludio épico a “I Want It All”. “Somebody to Love” prepara la coordinación del público hasta el momento único en que todas las manos se coordinan en la coreografía de Radio Ga-Ga (imitando un momento histórico, en que coordinaron los aplausos de miles y miles de personas). O atreverse a tocar Bohemian Rhapsody en directo (ni la banda se atrevió nunca, por las complejidades técnicas del momento de los coros). Me he saltado muchas, pero no hay espacio y resulta innecesario. Transmiten. Emocionan. Te hacen vibrar. Y te sientes en un viaje en el tiempo. Con todo eso ya merece el dinero de la entrada. Y si no, al menos, puedes disfrutar una reconstrucción fidedigna, meticulosa y muy humilde de lo que fue aquella banda legendaria.
Queen no ha muerto. Nos quedan sus canciones. Sus vídeos. Lo recuerdos de quienes los vieron mientras vivían. Y un legado musical eterno. Queen no morirá. Igual que Beethoven o Michael Jackson, por citar figuras famosas, tampoco. Alguien sacará una recopilación, un concierto tributo, una rareza de estudio que no vio la luz. O se volverá a hablar de ellos y punto. Porque marcaron un hito en la historia. Porque emocionaron a miles de personas. No a todas. Pero sí a miles de ellas. Y la capacidad de transformar algo subjetivo, como el arte, en afición universal, es un talento propio de los músicos. Y si esos músicos conforman uno de los grupos más creativos, habilidosos y carismáticos de la historia, su leyenda perdurará puede perdurar para siempre.
Me gustaría cerrar con una frase. Habla por sí sola y seguramente explique mucho mejor de lo que yo pueda hacerlo, la existencia de este tributo a la banda. Con estas palabras de Freddy Mercury me despido:
“No seré una estrella de Rock. Seré una Leyenda”.

                          Luis Collado.

Rafael Sanz Lobato. Exposición Fotográfica en Cáceres


 
 
Rafael Sanz Lobato consigue atrapar el instante y acercarlo a la eternidad a través del visor de su cámara. Por que por encima de los condicionamientos técnicos, el manejo de la luz y la profundidad de campo, el obturador, las aberturas, lo que queda es la profunda huella personal que el autor imprime a sus criaturas en papel fotográfico. Y esto es algo en lo que la técnica nunca iguala al talento. En los años de postguerra un grupo de fotógrafos documentalistas tratan de buscar su propio camino, aproximándose a un realismo, no exento por ello de creatividad y de aportaciones de autor. No hay que olvidar que el paisaje que atrapan está condicionado por los márgenes del visor, es decir apartado de su contexto completo, diseccionado. Procesado por las obsesiones y pasiones de cada autor. Por ello el reflejo documentalista lo es en la medida en que la realidad pasa por el tamiz del fotógrafo y es sublimada, hasta alcanzar el concepto de arte o belleza, algo que en el original utilizado, quizás ni siquiera habitara. La visión fotográfica, transforma la realidad y obtiene de ella matices desconocidos al ojo que carece de lente y objetivo. El costumbrismo se transforma en Rafael Sanz Lobato en una suerte de surrealismo, los festejos tradicionales y religiosos, quedan anclados para siempre en un mundo fantasmagórico e irreal. Esos cielos brumosos, con mujeres habitadas de luto, esas bestias a punto de ser rapadas envueltas en una neblina irreal, la niña de blanco contrapunteada por el bulto oscuro de una anciana sin rostro.


 
Resulta obvio que para el espectador que contemplaba la misma escena en esos momentos, el mundo no se desarrollaba en los mismo parámetros. Que esas tonalidades extraordinarias sólo existían en la visión del artista, formaban parte de su intramundo. Si realizar una fotografía de calidad es una misión harto difícil, el documentalismo se lleva la palma en cuanto a la dificultad de captar el instante. No hay tiempo para luces de estudio, para calibrar detalles. Si además, el resultado es un profundo estudio antropológico, de amplio calado humano y social, detrás se esconde una percepción especial del entorno que solo tienen algunos privilegiados.




Los paisajes del autor destilan poesía, sus bodegones fascinan, e invitan a la contemplación de esas naturalezas muertas de una composición técnicamente apabullante. Pero son los retratos donde la inspiración del autor imprime su sello a los modelos, extrayendo de ellos una complicidad para captar el instante de expresión que los refleja sin distracciones, sin coartadas humanas. Este artista  fue galardonado con la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes en 2003 y es Premio Nacional de Fotografía en 2011. Reconocimiento para una generación olvidada cuya deuda aún no ha sido reconocida. Artesano del laboratorio, impregna sus imágenes de la España Negra, de una España profunda, rural (vía Baroja) que mantiene sus rituales intactos, transmitidos por generaciones. Sanz inmortaliza esos rostros de una nación de liturgias formales, de formas externas, anclada en el pasado. Ciertamente el espectador se asombra al ver las fechas de las fotografías, la aridez de los  paisajes humanos, que nos retrotraen a décadas anteriores. Instantes mágicos que captan la mirada de mujeres invadidas de luto, de rituales etnográficos. Sanz Lobato ha convertido en eternas, unas historias ya olvidadas, envueltas en un claroscuro magistral. La composición y el plano, revelan el talento visual de este creador, pero al mismo tiempo, su percepción poética del entorno, su respeto por los protagonistas, ofrendan una sensibilidad capaz de transformar lo cotidiano en un suceso mágico. Un regalo para los ojos y el espíritu.
 

 



Al Nacer el Dia. Festival de Cine Inédito de Mérida en Badajoz



Dirección: Goran Paskaljevic

Reparto: Mustafa Nadarevic, Predrag Ejdus, Nebojsa Glogovac y Meto Jovanovski

Título en V.O.: Kad Svane Dan

Año: 2012 Fecha de estreno: 21-02-2014

Duración: 90 min.

Género: Drama

Color o en B/N: Color

Guión: Filip David y Goran Paskaljevic

Fotografía: Milan Spasic

Música: Vlatko Stefanovski


Nos llega esta película gracias al trabajo del equipo del Festival de Cine Inédito de Mérida,

que con vocación ecuménica, ha decidido extender sus alas y abarcar nuevos horizontes. Los agradecidos espectadores a los que se posibilita el visionado de estas películas, lo disfrutarán sin conocer el trabajo y constancia que requiere cualquier tinglado de estas características. Agradecer también a Caja Badajoz, permitir la exhibición en ese impresionante salón . Un saludo cinéfilo.


La llegada de una carta al profesor jubilado Misha Brankov, es el inicio de un conmovedor drama humano. Un paseo por el amor y la muerte, por la historia y el recuerdo. Por los afectos perdidos y los no encontrados, una parábola sobre la manipulación del ser humano y su lucha eterna contra la adversidad. El viaje iniciático hacia sus orígenes, le sorprende en el ocaso de su vida, tras la jubilación. Cuando los hombres creemos que todos los capítulos están escritos. El profesor de música comienza a preguntarse por su verdadera identidad, una identidad robada por la vesania y el odio, que le ha privado de su legítima vida. Una partitura hallada en la caja; encontrada en los terrenos del antiguo campo de exterminio; inacabada por su verdadero padre, que murió en el campo. Esta partitura se convierte en su Ítaca particular, en búsqueda de sus orígenes. La anécdota argumental deviene parábola sobre la facilidad de manipulación del ser humano, testimonio de su fragilidad, y nos regala un viaje por la emoción y la esperanza. Mustafa Nadarevic, interpreta a su personaje sotto voce. Su mirada interrogante y sus gestos comunican con maestría, lo que no habría podido  transmitir con gritos, dolor o convulsiones. Es este mapa humano de emociones tan intensas, pero tan contenidas, de sufrimientos tan diversos, pero tan asumidos, lo que crea una bola en el estómago del espectador y le mantiene pegado al asiento, deseando que el profesor complete su ciclo vital hacia la felicidad. Pero nada es complaciente en este film (como en el mundo real), y lo que en manos de otro director hubiera sido un dechado de buenas intenciones de los músicos a los que solicita ayuda (entre otros su hijo) con apoteosis final y fanfarria happy end, se convierte en un doloroso fracaso, en un sendero hacia la decepción. Al Caer el Día nos muestra el paisaje después de la batalla. 
Un lienzo donde tan sólo resta el dolor. Un lamento manejado visualmente con maestría en los tiempos. Con una dirección de actores envidiable y certera, ya que todo el peso de esta crónica conmovedora en gris (que no sensiblera), descansa sobre las miradas y diálogos de eficientes (y desconocidos) interpretes, de un calado humano impactante. Estamos ante una película hermosa en la crudeza, que hace de la sobriedad escénica su arma más poderosa. Que consigue imbricar en la trama humana, lo que en inicio parecía ser un macguffin hitchconiano, una mera excusa para el desarrollo del argumento, pero que se convierte en parte palpitante y viva: la partitura inacabada de su padre. Y es esta presencia de la música como un protagonista más, que nos es presentada ya en la primera y magistral secuencia, dónde no se puede contar más con menos recursos técnicos. En breves pinceladas se nos pone en antecedentes de la Exposición  Universal, la sensibilidad del profesor, su entorno, su ingenuidad, el cariño que le prestan. Y lo más importante, sirve de aviso para navegantes de que toda la; preciosa y eficiente; banda sonora va a ser diegética. Va a formar parte, a tiempo real, de las vidas y sensaciones de estas  personas castigadas por la vida, y evolucionando con ellos. El guión escrito en colaboración con el dramaturgo Filip David, está basado en una experiencia real. David y sus padres vivieron la historia en primera persona durante la invasión de Belgrado.

 Goran Paskaljević se va convirtiendo en el director de la memoria de los que son olvidados. Sus largometrajes han participado en festivales de cine como el de Cannes, San Sebastián, la Berlinale o la SEMINCI. Es el director que mayor número de espigas de oro de este último festival atesora, con un total de tres. Conocedor de los estragos de los regímenes totalitarios, su primera película fue prohibida por los comunistas. Se convirtió en un cronista del ser humano, un abanderado de la memoria histórica, que rompe el molde separándose de autores como Kusturica, Žbanić o Tanović. La visceralidad, el sufrimiento, la cólera ante la ingratitud de la historia son sus armas fílmicas. Esta no es sólo otra película sobre el Holocausto. Se transforma en parábola humana, cuando la violencia se repite en la boda de la hija de sus amigos gitanos. Como en un espejo pervertido, el odio y la violencia siguen reflejados. No aprendemos de nuestros errores. Hay que volver la mirada al pasado. Pero no para el rencor, para crear un futuro. El director nos habla de la persistencia de la memoria como algo doloroso, un proceso que hay que padecer, como una catarsis para alcanzar la pequeña parcela de felicidad que nos reserva la vida. Y lo hace en planos a ritmo de adagio, lentos, despaciosos, recreándose en la contención; acierto  interpretativo; incluso en los momentos de dolor más intenso. Todos los estilemas del cineasta serbio están presentes en la pantalla. Austeridad narrativa. Personajes que viven un cambio en sus vidas. Emociones abruptas. Desgarro vital. Cromatismo cálido (ocre, amarillo, marrón). Énfasis en los silencios. Memoria como motor de futuro. Hiperrealismo. Las escenas de sueños están tratadas como un cuento, sin caer en lugares comunes, ya que sólo  tratan de transmitir la nostalgia de aquello que se ha perdido, sin nunca haberse conocido. Por ello la cámara pasa de soslayo por los camiones "chupa almas", como se les denominaba sarcásticamente, y que fueron los primeros experimentos, antes de industrializar la muerte humana. Como una fábula melancólica, plena de esperanza; pero al tiempo desgarradora en su irrealidad; finaliza el metraje. Un aliento de vida en medio del desencanto. La partitura que invoca y homenajea a los muertos, es interpreta y respetada, únicamente (una vez más) por los desheredados. Por los olvidados de la tierra. En una secuencia hermosa y terrible a la vez, que remueve las tripas del observador. Los otros (el director de orquesta, la directora del coro) representan los acomodaticios ciudadanos serbios (o de cualquier nacionalidad) a quienes no interesa el pasado, para no cambiar su estable presente. Aunque la más hermosa melodía, es el rostro del profesor de música, melancólico, perplejo, expectante. Un mapa de emociones humanas. Arropado por esa hermosa zambra; compuesta por Vlatko Stefanovski; que vuelve sobre sí misma en continuo ritornello, para mantenernos aferrados a la esperanza.
Mientras exista la música, estaremos vivos. Sobran las palabras



jueves, 20 de noviembre de 2014

Killer Joe de William Friedkin


La primera secuencia es toda una declaración de intenciones. La cámara se introduce en un hogar (tan desestructurado como los protagonistas). El hijo mayor (Emile Hirst); tarado y toxicómano; llama a la puerta, en medio de una tormenta precursora. En el interior, un travelling nos muestra ropa amontonada, vajilla sucia de varios días y abundante mugre. Es el sórdido mundo que aguarda al espectador. La madre, que abre la puerta, con el pubis refrescándose al viento; un padre calzonazos (y casi oligofrénico), jeringuillas, una discusión ultraviolenta, insultos, amenazas, violencia gratuita. En su habitación, tumbada, en camisón como la Lolita de Sue Lyon, se encuentra la ninfúla Dottie. Ajena, aparentemente a todo lo que  le rodea, escucha los gritos. Una profusión de relámpagos y truenos, vaticinan una tormenta aun mayor. En escasos instantes la depravación de los  personajes se ha definido como motor de ese micromundo, que produce asfixia y arcadas, a partes iguales. Un microcosmos, que comienza a imprimarnos de la grasienta amoralidad de esta América profunda, a partir de los primeros diálogos. Con una trama negra, en torno al asesinato de la exmujer, para cobrar el seguro, está servida la excusa para vertebrar discusiones intensas y revulsivas, impregnadas de insania y pestilencia. La repugnancia que inspiran los personajes es directamente proporcional al desarrollo del argumento. El sicario contratado para llevar a cabo el asesinado (excelente Mattew McConaughey) es un policía sicópata de una frialdad repulsiva, que ante la falta de fondos, solicita como alternativa de pago a la; hasta entonces angelical; Dottie. La dirección de actores, llevados hasta el extremo en las secuencias es uno de los aciertos de este film. Una de esas extrañas criaturas de celuloide que el espectador no sabe si desea volver a visionar. La pequeña Dottie, es ofrecida en pago al gélido asesino a sueldo, como víctima inocente, en un principio. Pero los giros de tuerca llevarán a esta atípica nofamilia; reflejada en espejos deformados; a un cataclismo que supera todas sus expectativas. Rodada casi por completo en interiores, dado su origen teatral, los escasos exteriores son un respiro para escapar a esa atmósfera opresiva con olor a fritanga, amoralidad, y aberración. Una realidad alternativa, donde integridad y moral, son palabras desconocidas. Killer Joe, se revela como un depravado, buscando la juventud, en su cita con Dottie, donde descubrimos que la cándida y virginal ninfa (June Temple en estado de gracia) no es lo que parece. 

El hermano tarado es perseguido por prestamistas a los que debe dinero. La espiral de violencia crece en una de las escenas de mayor tensión. Entre risas y chistes, el mafioso recuerda instantes felices. De modo inocente, bromea y ríe con la víctima, previamente a la brutal paliza que ambos saben, va a recibir. La aceptación de la brutalidad y el envilecimiento como algo cotidiano, forma parte indivisible de este nauseabundo paisaje sureño. Cuando los planes económicos no salen como se esperaba, y se dan cuenta que han sido manipulados, la debacle ya no tiene marcha atrás. Los personajes devienen marionetas en manos de un funesto destino. Perdedores, desahuciados de sí mismos que en una catarsis final, desarrollan  una escena llena de violencia (interna y externa) con lucimiento del policía sicópata (McConaughey) de la inmensa Gina Gershon (Showgirls) y el resto de elenco. Siempre eficiente, Tomas Haden Church, nos regala un marido redneck, (paleto), consentidor, estulto y abofeteable. El inexistente paraíso, explota en una vorágine destructiva. Una escena terrible, vomitiva, tras la cual las alitas de pollo nunca nos parecerán igual. Es esa violencia asumida, latente, que impregna el paisaje, como una respiración enfermiza, fría como un témpano, lo que erosiona la visión del espectador de estómago delicado. Esa capacidad de explotar dentro de la violencia más sádica y enfermiza para volver en un instante a la ¿normalidad? de una cena familiar desestructurada (y degradada). Killer Joe es un thriller pervertido, que bebe directamente del Pulp más sórdido y el humor negro más infame. Un paseo por la miseria y la abyección que alcanza el ser humano, cuando carece de valores de referencia. 

Retorcida fábula sobre la infamia en sus diversos estratos. Se sostiene; tan atípica y perturbadora arquitectura; sobre la entrega interpretativa y la malsana brújula que guía el argumento como un mecanismo de relojería hacia la debacle final. No hay redención posible en ese final abierto, donde la degradación campa a sus anchas. No hay salvación en esa inmolación colectiva de la ética y la humanidad. William Friedkin, ha dirigido esta degradante y retorcida parábola sobre la miseria que podemos llegar a alcanzar. El director de French Connecction y El Exorcista, domina la puesta en escena. Consigue extraer de los actores toda la perturbadora insania, que requiere esta pieza de cámara pervertida. McConnaughey; ya había dado muestras en Magic Mike; dé su deserción del  producto alimenticio, y su (posible) redención de la comedia blanca, sosita y palomitera, se crece en un personaje infame, que irradia inquietud con su presencia y reacciones imprevisibles. Esta historia es la disección visual de unos depravados perdedores. Negra. Negrísima. Salpicada por el humor, aún más negro, de Joe y sus códigos morales alternativos. Trufada de sus oscuras; e imprevistas; reacciones. Antes de las tormentas, desencadena el abanico de la educación y los buenos  modales. Quizás el film acusa un cierto desequilibrio en el montaje, alternado precipitación con lentitud, o cierta demora al inicio del metraje, indolencia a la hora de captar al espectador. Propuesta incatalogable e incómoda, que recupera al autor de Vivir y Morir en Los Ángeles, para resolver con solvencia el encorsetado origen teatral del texto, el regusto televisivo y lo surrealista de algunas situaciones. Es hora de recuperar al abanderado del cine policiaco en exteriores o el terror gótico, oculto durante los últimos años. Ha elegido para hacerlo un producto chocante, sin esquemas, que juega con los códigos del cine negro y la literatura Pulp de Jim Thompsom, pero los dinamita con esta familia de instinto salvaje y el humor negrísimo que destila. Metáfora envilecida de un capitalismo bestial y la deformidad de la realidad que gravita a su alrededor.
Killer Joe, es uno de esos celuloides que nos harían cavilar antes de recomendar su visionado a terceros. El personaje de McConaughey suele ir acompañado de planos detalle, para escapar de la raigambre teatral del argumento, y los exteriores aportan un poco de oxígeno a esta opresora e intranspirable atmósfera sureña. La extraña (e insana) atracción que la bipolar Dottie, con su postiza candidez, ejerce sobre  los protagonistas, origina la vuelta de tuerca donde culminará este Grand Guignol de la América profunda. El guión del experimentado Tracy Letts (autor de la obra teatral y del guión de Vivir y Morir en Los Angeles) y ganador de un Pulitzer, no deja respiro en esta trama frenética, desesperanzadora. Auténticamente destroyer. Verdadera patada en el rostro del espectador. Esta sombría parábola sin moraleja; pasó comprensiblemente; de forma expeditiva por las salas de exhibición, reflejando breve estadía en cartelera. La irritante y discordante banda sonora, contribuye a la sensación de malestar integral.  Esta crónica de animales heridos, semeja una hibridación de un Tennessee Williams pervertido con El Demonio Bajo la Piel. Los hermanos Coen, mixturados con un Tarantino pasado de rosca. Pero deviene mucho más sucia y oscura. Estrenada en Venecia con una, comprensiblemente, tibia acogida, recibió en EE UU la calificación  NC-17, calificación impuesta no pensando en la terrible violencia (soterrada y de la otra) sino en los desnudos ¡intolerable! de los protagonistas que atentan contra el orden y las buenas costumbres ¡Faltaría más!

lunes, 17 de noviembre de 2014

El Molino y la Cruz

Título V.O.: The Mill and the Cross Año de producción: 2011
Distribuidora: Aquelarre
Género: Drama
Director: Lech Majewski Guión: Michael Francis Gibson

Música: Józef Skrzek Fotografía: Lech Majewski, Adam Sikora
Intérpretes: Michael York (NicolaesJonghelinck), Rutger Hauer (Pieter Bruegel), Charlotte Rampling (Mary)





Los primeros veinte minutos de esta narración, ejercen de involuntaria criba sobre el espectador. Los amantes del blockbuster y el cine predigerido, huirán despavoridos ante estos planos pictóricos sin palabras, que narran con precisión quirúrgica; sin necesidad del verbo; la cotidianidad histórica y humana del entorno, o describen los personajes, los oficios, con una maestría exquisita. La luz de Vermeer en los interiores. Luz cenital y cruda, nebulosa, en los exteriores, y una declaración de intenciones acerca del plano, de la secuencia como metanarración, utilizando tonos cálidos en la paleta cromática, como si de un lienzo naciente se tratara. El director Lech Majewski, (The mill and the cross, Metaphysics, Angelus, Prisioners of rio) introduce a los protagonistas del cuadro "Camino al Calvario", de Pieter Bruegel el Viejo, en la pantalla. Una historia que transcurre a ritmo de adagio, que carece de precipitación, se recrea en la luz y las sombras, en las angulaciones y movimientos de la cámara, dentro de un bucolismo teñido de tristeza y melancolía. La ocupación española de Flandes (1564), de matices bárbaros y sangrientos, con mercenarios felones, es el telón de fondo de un film, que nos  presenta el amor a la pintura como eje. Simbolizado en un viejo molino y la realización del cuadro por parte del Bruegel (Rutger Hauer). 


Los personajes forman parte del mismo cuadro que se va creando a lo largo del metraje, en una gestación dinámica, donde se diluye la realidad y la creación en la brocha del autor, desconociendo si los personajes realmente alientan, o son gestados y tan sólo viven para el lienzo. Memoria cromática de una partitura de lo cotidiano. Narración dónde lo sublime del proceso artístico, se amalgama con las atrocidades y la barbarie, envueltos los interiores en la luz palpitante que penetra por las ventanas. Pintura y simbolismo se confunden, con un mensaje que el personaje de Michael York, condensa en su pregunta a Bruegel: ¿Eres capaz de detener el tiempo? El arte como capacidad de inmortalizar el instante. Es el proceso de gestación del lienzo, paso a paso, el motor que conduce el argumento, que no parece ser sino una excusa al servicio de la majestuosidad creativa, de la composición de los planos, en un estatismo de vocación pictórica, que confunde la historia representada en la obra del pintor, con la diegética, contada en el instante fílmico. El espectador es el ojo que observa, la mirada para la cual esta realizado el lienzo (y también la película) en una paradójica vuelta de tuerca. El realizador utiliza la cámara como instrumento para ir dando pinceladas al proceso creativo. No es nueva en el cine esta devoción por el material pictórico. Ya lo encontramos en Los Sueños de Kurosawa, La Ronda de Noche, del inclasificable Greenaway; (adalid del cine pictórico), Goya en Burdeos, de Carlos Saura, La Joven de la Perla, La Kermesse Heroica (1935), de Jacques Feyder, o Todas las Mañanas del Mundo. Sin olvidar las influencias de  Edward Hopper o Francis Bacon. Hasta culminar en el metalenguaje fílmico de El Sol del Membrillo, de Victor Erice, paisaje inhabitado y experimental. En algunas secuencias el espectador se encuentra con auténticos Tableaux Vivants, que nos remiten a la pintura flamenca. Cierto que esta aproximación se realiza con técnicas modernas (croma, digital), pero no por ello devienen menos artesanales o estéticas, jugando con atmósferas, tonalidades y composición, para recrear lo pasado con los medios del presente. Quizás se pueda acusar al director, de un cierto estatismo o academicismo formal a la hora de dar rienda suelta a sus criaturas. De no insuflar algo más de sangre y pasión en los corazones de estos protagonistas icónicos, cuya humanidad echamos de menos en algún instante. Hay escasos diálogos en el film, algo en lo que Lech Majewski ya tiene experiencia. Su anterior película “Glass lips” (2007) dura 100 minutos y no tiene diálogos ni palabras. Majewski parece condenado a ser un director de culto con escasa promoción fuera de los festivales internacionales. 
El mismo argumento tiene una concepción pictórica. Son cuadros individuales, unidos por el nexo común de la realización de la obra de Bruegel. El Molino y la Cruz, también tiene el merito de rescatar en un sobrio y correcto papel; a Rutger Hauer, el antaño replicante-poeta de Blade Runner. Revisita un rostro vinculado a papeles como Portero de Noche o Stardust memories, la etérea Charlotte Rampling, que aún conserva la belleza y atmósfera mórbida de antaño. Otro actor recuperado es Michael York (La isla del Doctor Moureau, La Fuga de Logan), señero e imperturbable en su rol de coleccionista de arte, que posee en su salón el cuadro de Bruegel: La Torre de Babel. Rompiendo las convenciones narrativas, casi con ausencia de guion, Majewski pergeña un producto que no deja indiferente ( en todos los sentidos), con varias capas de lectura, jugando con la profundidad de campo, con un destinatario bien definido. Apasiona visceralmente, o invita al bostezo y la fuga de soslayo. No hay medianías.