viernes, 21 de noviembre de 2014

Concierto Tributo God Save The Queen. Palacio de Congresos. Salamanca





No puedo ser objetivo en este tema. Avisados quedáis. Si queréis un análisis desapasionado, buscad algún artículo especializado. Esta es la perspectiva de un fan. Mucho más personal, pero infinitamente menos universal. Tendréis que perdonarme. Dicho esto, comenzamos la revisión del concierto tributo God Save The Queen.
Comenzaré con un dato curioso, para que comprendan mejor lo que mencionaré después. El subtítulo que acompaña al Concierto Tributo, tiene mucho sentido. Es el nombre de la última canción de uno de los discos más famosos de la banda (A night at the opera) y la canción elegida para el término de sus conciertos. Además, representa a la perfección la despedida final del concierto que se imita.
1986. Wembley. Queen dispone del legendario estadio para ellos solos. Y dejan para la historia el que está considerado como uno de los mejores conciertos de la historia de la música moderna. De ahora en adelante todo lo referente a este concierto se referirá a la gira God Save The Queen, pues el objetivo del tributo es imitar de principio a fin el que quizá fue su mejor actuación en vivo (esta referencia se la debo a una buena amiga que me acompañó). Sentados estos antecedentes, podemos iniciar la revisión.
No son Queen. Dejémoslo claro desde el principio. No son las tres octavas. No es uno de los bajos más originales del rock. No es un batería asombroso con voz de pito. Y no es la guitarra que nos ha legado, algunos de los solos más complejos de guitarra que se hayan compuesto (eso sí, bajo la sombra de gigantes: véase Jimy Hendrix, George Harrison…). Queen no volverá a ser Queen, lo imite quien lo imite.
Sabiendo esto ¿qué sentido tiene acercarse a la gira organizada por estos músicos? La razón es sencilla: no son ellos, pero disponen de los medios y habilidades para durante un rato, invitarte a creer que sí lo son. Y para todos los que no nacimos en la época propicia para verlos, es un pase a viaje en el tiempo. Un regreso al futuro mal explicado. Y una oportunidad única.
Pablo Padin hace de Freddy. Y se mueve, se agita, provoca, señala, se acaricia con lascivia, pone morritos, se pega a lo sadomaso con un arte y una capacidad de imitación asombrosa. Los gestos corporales, la manera de moverse, es lo mejor de su actuación. No se puede decir lo mismo de la expresión de sus gestos faciales. Aunque ganaron en fuerza y energía a medida que avanzó en el concierto, es otro tipo de cara. No es la mirada desafiante. Y su personalidad intenta adaptarse con mucha dignidad (se nota que es más timidillo) a un showman que sobre el escenario no tenía límites (al bajar, se descubría que era un fachada convincente, pero fachada en parte). A pesar de esto la mímica aprendida a base de mucho trabajo se ve reflejada en su manera de desplazarse por el escenario y de hacerte sentir que está ahí. Que ha resucitado. Y que canta.  Y canta muy bien. Podría haber tenido sólo una voz parecida. O copiar bien sus registros. Pero su voz se parece y además tiene mucha potencia y armonía. Más allá de la actual imitación, es una voz con mucho potencial. Y tiene momentos que alcanza registros altos y muy complicados. Sin despeinarse. Lo dicho, un lujo.

 
La escenografía impecable. Está todo. Las luces. Los trajes. Los instrumentos. Los cambios de indumentaria. Los falsos finales del concierto. La inefable peluca de Bryan May (masa de rizos, peluca francesa empolvada, extraída de alguna turbulenta escena de Eraser Head). Lo dicho. Todo. Hasta los falsos y protuberantes pechos para imitar la mujer aspirando la casa en “I Want to Break Free”. Otro regalo para la vista.
Luego están Francisco Calgaro (Bryan May), Matías Albornoz (Roger Taylor) y Ezequiel Tibaldo (John Deacon).  Su actuación es correcta. Tocan todos los temas sin problemas. Y convierten la resurrección en memorable. Los temas suenan igual que los originales en vivo. Hasta se le permite a Calgaro tener sus minutos de gloria, tocando los solos de Bryan May (cosa loable por otro lado, porque el original tenía alguna clase de retorcido mecanismo en los dedos). Pero Pablo (Freddy) se los come. Uno podría decir: “eso también pasaba en los conciertos de la banda”. Sí y no. Que Freddy tenía carisma, era egótico en el escenario y tenía mayor afición por las atenciones del público que por los modelitos horteras y las fiestas salvajes; es incuestionable. También que lo hacía todo en razón a su entrega por sus seguidores. Por ofrecer el mayor espectáculo posible. Pero el resto de la banda tenía su carisma en el escenario y eso se pierde. Vale que Bryan nunca fuera el rey de la fiesta, pero sus movimientos extraños, como de algún siglo pasado y su concentración alucinada en la guitarra pasarán a la historia. John Deacon era ese genio rezagado. Ha dado algunas de las mejores melodías a la banda y a la historia de los bajos. Pero se quedaba atrás con su manera arqueada y atípica de tocar las cuerdas del bajo. Con su camiseta de muchacho de ocho años. Y tenía su encanto. Y también sus momentos de gloria, cuando sus compañeros le dejaban salir al frente del escenario a lucirse. Me dejo a Roger Taylor para el final, porque lo de este si es una pena. Si había otro miembro con una gracia y carisma únicos, era Taylor. Pandereta en mano. Agudos salidos de un malvado apretón escrotal. Y una poca vergüenza, me parece, más sincera que la del cabecilla. No se quedaba ensombrecido, allí sentado a la batería. Aún quieto, parecía moverse con sus compañeros, alimentar el espectáculo desde su posición. Todas estas cosas sí se pierden. Pero ya avisamos que esto era otra cosa.
Un regreso al pasado. Una oportunidad de creer durante un segundo que estuviste allí, cuando ellos estuvieron vivos. Una oportunidad de escuchar tus canciones favoritas en vivo. Y de que se te pongan los pelos de punta. En directo, tienen canciones que sobrecogen. Interpretadas con una calidad que te hace perder la babilla. Por nombrar unos ejemplos: “Save Me” debe ser uno de los momentos más conmovedores del concierto. Jamás pensé que pudiera sonar tan bien en directo. “Who Want to live Forever” te pone los pelos de punta, emociona y quieres llorar. “The Show Must Go On” un preludio épico a “I Want It All”. “Somebody to Love” prepara la coordinación del público hasta el momento único en que todas las manos se coordinan en la coreografía de Radio Ga-Ga (imitando un momento histórico, en que coordinaron los aplausos de miles y miles de personas). O atreverse a tocar Bohemian Rhapsody en directo (ni la banda se atrevió nunca, por las complejidades técnicas del momento de los coros). Me he saltado muchas, pero no hay espacio y resulta innecesario. Transmiten. Emocionan. Te hacen vibrar. Y te sientes en un viaje en el tiempo. Con todo eso ya merece el dinero de la entrada. Y si no, al menos, puedes disfrutar una reconstrucción fidedigna, meticulosa y muy humilde de lo que fue aquella banda legendaria.
Queen no ha muerto. Nos quedan sus canciones. Sus vídeos. Lo recuerdos de quienes los vieron mientras vivían. Y un legado musical eterno. Queen no morirá. Igual que Beethoven o Michael Jackson, por citar figuras famosas, tampoco. Alguien sacará una recopilación, un concierto tributo, una rareza de estudio que no vio la luz. O se volverá a hablar de ellos y punto. Porque marcaron un hito en la historia. Porque emocionaron a miles de personas. No a todas. Pero sí a miles de ellas. Y la capacidad de transformar algo subjetivo, como el arte, en afición universal, es un talento propio de los músicos. Y si esos músicos conforman uno de los grupos más creativos, habilidosos y carismáticos de la historia, su leyenda perdurará puede perdurar para siempre.
Me gustaría cerrar con una frase. Habla por sí sola y seguramente explique mucho mejor de lo que yo pueda hacerlo, la existencia de este tributo a la banda. Con estas palabras de Freddy Mercury me despido:
“No seré una estrella de Rock. Seré una Leyenda”.

                          Luis Collado.

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