miércoles, 25 de febrero de 2015

Amor Bajo El Espino Blanco de Zhang Yimou

                                  






Lo primero que recaba a atención de los connaisseurs a ultranza, del cineasta Zhang Yimou, es la carencia en esta cinta de su habitual paleta cromática. El autor ha optado por un estilo donde reina la grisura, los colores apagados, a tono con el entorno opresivo de la dictadura infamante de Mao Zedong. Amor Bajo el Espino Blanco es una película de apariencia liviana, pero inmensa en su humildad, donde encontramos estilemas del autor, como su obsesión por mostrar retazos humanos de la historia y cultura de su país. El argumento se desarrolla durante la tiránica Revolución Cultural china. Una hermosa historia sobre el primer amor; en el concepto menos occidental del término; que está narrada sotto voce. Cocinada a fuego lento, con una sutileza que enervará al espectador palomitero adicto al blockbuster. La imposibilidad de desarrollar su relación en ese entorno opresivo, y la lucha de los jóvenes contra el tiempo que les ha tocado vivir, componen un delicado poema donde los gestos, los detalles mínimos, la naturaleza, confluyen en el cauce de los amantes para regalar una hermosa historia de pasión contenida. La joven Jing debe guardar las apariencias si quiere llegar a ser maestra, observada por las autoridades. Su encuentro con Sun, hijo de un militar de élite, puede complicar la “reeducación” a que son sometidos los elementos sospechosos para el gobierno. Narrada como el fluir de un río sereno, con fundidos a negro y carteles que dividen la narración como si de un poema musical se tratase. 
La aventura de los jóvenes en contra de un sistema opresivo, inhumano y violento, que se disfraza con piel de cordero, es un alegato contra la tiranía con la fuerza del amor. Una oda al coraje por encima de las circunstancias y a la pureza de los sentimientos. El retrato femenino descansa sobre la asombrosa interpretación (sencilla, pero llena de matices, fluida pero con la intensidad de un río desbordado) de la joven Zhou Dongyu, que consigue despertar una empatía sin límites en el espectador. Que siente, padece y sufre ese horror cotidiano que significa habitar un periodo histórico, dónde algún déspota o dictadura arrasan la vida de los ciudadanos. Zhang Yimou aboga por el intimismo más extremo y la interiorización de las vivencias, en la otra orilla de sus anteriores producciones. 
El otrora autor de acrobacias desmesuradas, envueltas en cromatismo desbordante, de una estilización impactante o rebuscada, con coreografías aéreas, brillantísimas danzas y trepidante ritmo, deviene en propuesta encerrada en cuatro paredes o bucólicos escenarios. Desde el esplendor de las épicas batallas de Hero, al colorido preciosista y la poética marcial (con un concepto visual insuperable) de La Casa de las Dagas Voladoras. Desde la recreación histórica recargada de derroche estético en La Maldición de la Flor Dorada, pasando por la sensible y lúcida denuncia sobre la miseria rural en Ni uno menos, hasta la polémica (en lo político) desatada por ¡Vivir! (prohibida en su país) debido a la denuncia que este drama; protagonizado por la hermosa Gong Li; hacía del gobierno chino. El bagaje como cineasta de Zang Yimou ha renovado el género del wuxia, sin perder la capacidad para conciliar lo poético con lo comercial. Sus mejores obras ofrecen un lirismo no exento de militancia como Sorgo Rojo (1987), debut como autor, historia de un difícil romance; de hermosa factura visual; que obtuvo el Oso de Oro en Berlín. Gong Li volvería a ser protagonista en Semilla de Crisantemo, duro retrato de la China de los años 20 y del sometimiento de la mujer al medio social, que obtuvo entre otros la Espiga de Oro de la Seminci de Valladolid. Público y crítica suelen coincidir en designar El Camino a Casa como una de las mejores obras del director. Una vez más, protagonista femenina luchando contra los elementos, alternancia del color y el blanco y negro, melancolía no exenta de acusación social. La marca de la casa. 

Aunque otros se decantan por la sensibilidad elaborada, la estética sugerente y exquisito tratamiento del color, de una cinta como La Linterna Roja, donde la actriz-fetiche Gong Li, vuelve a encontrarse con el trato opresivo para el género femenino, obligada a casarse con un poderoso señor, que ya “posee” tres esposas. Antes de estrenar Amor Bajo el Espino Blanco, el autor se atrevió con un; quizás innecesario; “remake” de la película de los hermanos Cohen: Sangre Fácil. Tras el estrambótico título de Una Mujer, una Pistola y una Tienda de Fideos Chinos, se agazapaba una estilizada versión (vía Godard) de la obra capital de estos reconocidos cineastas. El autor opta por un minimalismo expositivo a la hora de acercarse a la situación social de los protagonistas. Conversaciones. Miradas. Silencios que nos llevan a sentir el ambiente asfixiante, más que la mostración explícita de atrocidades o sevicias. En cuanto a la faceta afectiva, lo que en manos de otros director se hubiera transformado en excusas para mostrar escarceos físicos de mayor intensidad, se traduce en un leve roce de manos, un intento de relación que no culmina o una de las más bellas secuencias del film, donde Sun abraza a Jing utilizando su abrigo como simbólico mundo protector. Es lo más cerca que llegan a estar en un concepto de la vida nada frenético, donde la quietud se aposenta en los actos. No olvidemos que estamos ante cine oriental. Pintura reposada de los afectos, que para algunos espectadores puede orillar peligrosamente la cursilería, pero que no es tal. Es serenidad en el trazo. Es delicadeza expositiva. Tampoco estamos ante una obra complaciente. El sincero epílogo que desbarata el “love story”, nos recuerda la crudeza del entorno y el encarcelamiento emocional de los jóvenes. Zhou Dongyu hace de la impasibilidad su arma interpretativa. No estamos ante un cuadro desaforado y romántico. Estamos ante un lienzo oriental, reposado y señero. Esa aparente carencia de recursos interpretativos oculta un vendaval de emociones contenidas por la época, el entorno y la sociedad. Conseguir transmitir la intensidad de su amor con tan escasas armas y medios, es una empresa estimable. Los colores juegan un papel preciso en la progresión anímica. Marrones, grises, azules matizados y fríos que en el epílogo adquieren luminosidad. 
Música espartana y escasa, audible en algún momento dramático. Quizás el espectador occidental sienta un cierto distanciamiento ante esta forma de sentir la vida, esa devoción hacia la persona amada, esa entrega a la familia para caer en desgracia puede parecer falta de coraje. Pero es justamente todo lo contrario. Los sentimientos se muestran en un delicado ejercicio de belleza y delicadeza. El método del autor de seleccionar actores debutantes y pedirles que sintieran y no actuaran, le permitió una página en blanco donde reinterpretarlos como en caligrafía china. Dejando huella. Armada de una fotografía excepcional (en sus inicios fue director de fotografía) y la banda sonora de Chen Qigang, consigue el difícil equilibrio entre la risa y el dolor, entre la inocencia de los muchachos y la maldad del entorno político. Apreciable el trabajo de los secundarios que aportan matices imprescindibles al guión. No nos equivoquemos, el horror y la perversidad de la dictadura, habitan bajo la piel delicada y sensible de estos amantes improbables y condiciona sus vidas, aunque ellos lo enfrenten con oriental parsimonia. Una hermosa creación de Zhang Yimou. Descubridor de musas como Gong Li o la encantadora Zhang Ziyi, a las que ha arrancado sus mejores interpretaciones. Esperemos que el futuro depare a la joven Zhou Dongyu las mismas opciones.

martes, 24 de febrero de 2015

Lucy. Fállida pirotecnia Bessoniana

                             


La última aportación del más americano de los directores franceses deviene en ridículo thiller scifi, con esforzados intérpretes, desperdiciados entre la pirotecnia y el exceso conceptual, sin que la estimulante presencia de la señorita Johansson, salve del naufragio la incoherencia narrativa y el dislate formal. Desde los ridículos insertos: vía Discovery Channel, hasta la violencia chulesca e innecesaria de producción menesterosa, para desembocar en un final mostrenco y ruborizante. Ni siquiera la presencia icónica de Morgan Freeman; omnipresente en tantas producciones que en aquellas películas donde no forma parte del elenco, el espectador se pregunta si se habrá equivocado y estará en el teatro; consigue salvar o canalizar este despropósito. Desaprovechado también el camaleónico Choi Min.Sik (Old Boy, Mr. Vengeance, Encontré al Diablo) como un malo de manual, sin aristas, perfiles ni opciones de interpretación. El diseño lisérgico de un film, que parece rodado estando en ácido, provoca irritación, especialmente esa ridícula escena con la señorita Johansson convirtiéndose en un ordenador de última generación, como adivina milagrosamente un Morgan Freeman desnortado. Ni funciona como thriller, ni como mensaje seudofilosofico new age. La lluvia de efectos especiales termina por agotar y no oculta un inexistente contenido dentro del envoltorio. Salvando las secuencias de acción pura y dura donde Besson demuestra su dominio del género, el resto del desatino que desemboca en un "deux ex machina" con claros referentes (Scanners, Tetsuo, El Cortador de Cesped) y, por supuesto: Sin Límites de Bradley Cooper, o el Trascendente con Johnny Depp. Aquí el espectador se pregunta si la droga que ha producido esta alteración en la protagonista, también ha sido ingerida por el director. 




El papel de Freeman es el de un prescindible maestro de ceremonias que nos va explicando lo que ya estamos viendo. Esta salida de tono del otrora director de obras como El Gran Azul, Nikita, El Profesional, está arropada musicalmente por su músico de cámara: Eric Serra. Partitura donde la electrónica y los sintetizadores campan a sus anchas en una obra difícil, dado que el argumento no permite desarrollar melodías propiamente dichas al que fue premio César por la banda sonora de El Gran Azul. Destacar la voz femenina coral de Melt Into  Matter. Con la misma formalidad científica que una predicción de la bruja Lola y un guión escrito por Chiquito de la Calzada, los insufribles y prescindibles primeros planos de la protagonista no captarán siquiera la atención de los Johansonfílicos que no desean ver a su musa en aquestas lides. Aventuremos la posibilidad de que Morgan Freeman esté endeudado con alguna mafia, y se vea obligado a aceptar este tipo de papeles surrealistas (en el sentido patético del término).

 Deudora del anime (Elfen Lied) mas desquiciado, este pastiche de filosofia de saldillo, interpretaciones robóticas, carente de pudonor, con Freeman rememorando su Secretos del Universo, deviene un Matrix descafeinado y liofilizado. El resultado hace desear el regreso del director de Angel-A, La Fuerza del Amor, El Quinto Elemento, incluso la relamida Juana de Arco o Transporter. Que se olvide de hacer cameos (es uno de los médicos en la película) y retorne al cine. Aunque sea con sus heroínas de diseño de los 90, implacables y justicieras. No este mejunje descafeinado, que no satisface ni a los numerosos adoradores de Scarlett, y que deja a Freeman preguntándose ¿Qué he hecho yo para merecer esto? La protagonista desarrolla entre otros increíbles poderes (hasta convertirse en una suerte de Dr Manhattan de Allan Moore) la memoria infinita en un giro borgiano a Funes el Memorioso. El espectador deseará acceder al olvido infinito tras su visionado. 


viernes, 13 de febrero de 2015

Penny Dreadful. Bienvenidos al Grand Guignol.

                  

Los Penny Dreadful fueron publicaciones decimonónicas de matiz terrorífico, cuyo precio de un penique bautizó aquellos brumosos fascículos victorianos. Estos “horrores del penique” llevaban la inquietud y la distracción, para enfrentar las inclemencias del mundo real. Algunas zonas londinenses eran entonces infectas cloacas donde la vida humana se desarrollaba en condiciones miserables como refleja Jack London en La Gente del Abismo (1903) y las andanzas reales de Jack The Ripper, no tenían nada que envidiar a estos folletos morbosos, antecedentes de la literatura “pulp”, en una sociedad que se divertía acudiendo a los espectáculos de “Grand Guignol”, donde la hemoglobina era la reina de la función, mientras Sweeney Tood practicaba una modalidad de afeitado; marca de la casa; en un espectáculo apto para una mayoría de analfabetos, a los cuales les estaba vedado el acceso a la poética de la época (Shelley, Keast) o las obras perseguidas del histriónico Oscar Wilde. Penny Dreadful retoma el espíritu de aquellos panfletos sin caer en la tentación fácil del “coctel de monstruos” que tan caro le fue a la Universal. No es una reunión de viejas glorias del fantástico, con el objetivo de derramar líquido carmesí a raudales y recurrir al susto de parvulario. 
Penny Dreadful tiene un reverso tenebroso que va más allá de su externa goticidad, una cara sombría que trasciende los caracteres de los personajes; por una vez no puros arquetipos; para clavarse en el espectador como una saeta inquietante. No en vano toca temas trascendentales (e ineludibles), los incardina en una trama aunque muchas veces vista, regada con el obsequio de una puesta en escena extraordinaria y unos diálogos que destilan filosofía y oscuridad al mismo tiempo. El Londres victoriano recreado con una fidelidad pasmosa, las interpretaciones de Eva Green, Timothy Dalton o Josh Hartnett, son los pilares sobre los que se sostiene este edificio con referencias a la Dime Novel (novela de diez centímos) y que alcanza su cenit en los dos primeros episodios (dirigidos por Jose Antonio Bayona) donde la atmósfera conseguida por la fotografía de Xavi Jiménez es brillante y cautivadora. Imposible no trazar referencias a la Liga de los Hombres Extraordinarios, joya indiscutible de Alan Moore, cuya versión cinematográfica no alcanzó un nivel estimable, sin que por ello sea desdeñable como espectáculo (indiscutible Sean Connery) y evasión de sobremesa. Con este antecedente de historia coral, la productora Showtime (Dexter, Shameless, Homeland) trata de aproximarse a los éxitos de HBO, retomando una galería mítologica de la literatura y el cine. 

El atormentado Dorian Gray, surgido de la pluma del irreverente y excéntrico Oscar Wilde, el Victor Frankenstein pergueñando modos alternativos de existencia; nacido por una apuesta; desde  la pluma de Mary Shelley; o el personaje emblemático de Bram Stoker. Mil veces revisitado, y en escasas ocasiones dignamente reflejado (leáse Noferatu, Coppola o algunos productos Hammer) con respecto a la calidad clásica del original literario. Nada falta en esta enésima revisión de los iconos del fantástico, desde las referencias al Nosferatu de Murnau (vampiros albinos de cráneo despejado) hasta la inclusión de personajes menos gratos como el Lobo Humano, interpretado por Josh Harnett que componen un Olimpo decimonónico, gótico y tenebroso. La trama se sustenta sobre el rostro anguloso y torturado (excepcional Eva Green, con sabor a tiniebla) de Vanesa Ives, la sobriedad clásica de Dalton y la contención de Josh Hatnett en un difícil rol de pistolero, licántropo/exorcista, en el que demuestra una solvencia, no ajena a las labores de dirección. Tampoco faltan a la cita coral de ultratumba el profesor Val Hensing; autor del diario en el Drácula original, Mina, y toda la galería de patronímicos que tan afines  son al “connaisseur” del género oscuro. Producida por Sam Mendes (American Beauty, Camino a la Perdición) y John Logan, el carácter explícito de las exposiciones, los matices sexuales (marca de Showtime) y hemoglobínicos, la convierten en un producto incómodo para su visionado por el espectador sensible. 

Pero no nos equivoquemos, aquí la factura técnica mantiene ausentes los postulados radicales del gore. Esto es Grand Guignol, incluso metaliteratura. El personaje creado por Victor Frankenstein, se gana la vida en un teatro en el que  se representa precisamente este estilo, creado por Oscar Métiener, donde la marca de la casa se apoyaba en miembros cercenados, amputaciones diversas, ojos extraidos (antes de Viernes 13, Freddy y demas zarandajas), y la imprescindible venganza perpetrada por maridos engañados. Esta catarsis a que asistía el espectador, está reflejada en la serie con generosidad de coágulo y amputación. El Grand Guignol no desaparecería por completo. La compañía Thrillpeddlers, con montajes como “Laboratorio de Alucinaciones“ o en el suelo patrio: La Fura dels Baus, con espectáculos como Imperium o XXX, mantuvieron encendida la antorcha de este género nacido para epatar el buen gusto burgués, antecedente de los efectos especiales cinematográficos (vísceras, humo, explosiones) y que la serie recoge con cuidada ambientación. Esta liga extraordinaria formada por el necrofílico Frankenstein, la perturbadora Vanesa, el amoral Gray, el ambivalente Ethan y el torturado aristócrata interpretado por Dalton navega a través de subtramas en los diversos capítulos, donde cada personaje tiene su momento de gloria, para enlazar con la trama principal. Destacar el capítulo dedicado a Eva Green, donde la francesa (Soñadores, El Reino de los Cielos) tiene un trabajo físico brutal que define su posición de soporte oscuro del guión. Algo fallidas las escenas de acción por repetitivas e inanes, requieren de atención para elevar el nivel en la segunda temporada, así como el look y la personalidad de los oponentes, apenas esbozados, frente al potente carisma de Green y sus acólitos. 


La serie adolece de adversarios pujantes y con entidad para ofrecerle densidad al otro lado, y un tempo de adagio que en ocasiones solicita un allegro moderato. Postulados clásicos y pulso narrativo contemporáneo, tascas, callejones sombríos, sórdidos clubes, referencias a los estilemas del género e innovación en el concepto. Un ritmo fluido beneficiaría esta historia que introduce mundos ocultos y alternativos en los orígenes de la industrialización. Shwotime no es nueva en la palestra del Horror Film, ya hace años realizó la controvertida Masters of Horrors, donde algunos de los mejores cineastas (Argento, Takasi Miike) aportaban su granito de arena. Reseñar que uno de los mejores episodios de la serie fue El Fin del Mundo en 35 Milímetros, inteligente parábola, dirigida por Carpenter. Estas publicaciones semanales victorianas están avaladas por la diseñadora Gabriella Pescucci, oscar por La Edad de la Inocencia, arropadas sonoramente por Abel Korzeniowski (Un Hombre Soltero). Abigarrada galería de personajes tortuosos del folklore fantástico y literario, giros sorpresivos de guión, querencia enfermiza por lo gótico, guiños a Jack el Destripador o El Fantasma de la Ópera, dinamitación de los arquetipos. todo esto ofrecen estos “horrores del penique” para arrastrar al espectador al lado oscuro y la insanía. Si los autores elevan el listón en los guiones, mejoran la envoltura del harén vampírico, y lo dotan de suficiente entidad, nos encontraremos ante una serie estimable y disfrutable. Bienvenidos  al lado oscuro.


 

miércoles, 11 de febrero de 2015

LA ISLA MINIMA

                                                    

Uno de los aciertos de La Isla Mínima es adentrarse en territorios olvidados y desconocidos para nuevas generaciones. Jóvenes que habitan en mundos alejados de la realidad social que conocieron sus mayores, un escenario que permanece acechando entre las sombras. Quienes olvidan su historia, están condenados a repetirla. Metáfora fílmica de aquella España garbancera (pero terrible), de una grisura insultante (pero amenazadora y asfixiante) deviene retrato de una comunidad opresiva y de raíz lynchiana, en la que todos tienen algo que ocultar y miran para otro lado. Ambientada en una colectividad vertical, donde los poderes fácticos siguen funcionando a todo trapo, una democracia aún balbuceante, de la que cuelgan flecos del pasado en un entorno obsesivo. Tratada como un personaje más, la marisma irreal, fotografiada espléndidamente por Alex Catalán, (y en los créditos iniciales fotografías de Héctor Garrido), se convierte en una prisión de una poética enfermiza, que unida a los inhabitables interiores produce desasosiego y angustia. Un sesgo polémico ha rodeado esta película: Su semejanza con la notable serie True Detective. Pero la serie de HBO se estrenó posteriormente, y su puzzle se basaba en secretos rituales arcanos y  sectas  ocultas. Las parrafadas de McConaghey bebían de fuentes niestcheianas y el nihilismo más arrebatado, en un mundo con referencias a Lovecraff  y su Círculo (El Rey amarillo, Carcosa) y las opresivas vivencias religiosas en los humedales de Lousiana. 

En La Isla Mínima el bagaje es mucho más social. La trayectoria humana de los dos policías; en este thriller marismeño; les aboca a un decepcionante “todo sigue igual”, en el que se escapan de rositas personajes nefastos de antes y después de la democracia. Javier Gutierrez compone un personaje capaz de devorar mariscos mientras se habla de torturas y mutilaciones (después sabremos por qué), mientras que al principal culpable tan solo lo vemos un instante, durante la constatación de su autoría delictiva (y posterior silencio del policía) cuando le da la mano. Comprobando que los datos que tenían, según la chica testigo, coinciden con éste. Desasosegador epílogo para esta nueva incursión en el thriller del director de Grupo 7, donde la visceralidad es sustituida por secuencias de lentitud contemplativa, la acción por silencios y miradas turbias, cercados por un paisaje inhóspito. Todos los fenómenos atmosféricos y la insalubre marisma, se convierten en conductores de la propia narración. Una investigación abocada al fracaso por la persistencia de estructuras del pasado. Esta es una historia de perdedores (y supervivientes) en contexto autóctono, pero que podría ser igualmente ecuménica. Aunque a nosotros nos haya tocado sufrir las consecuencias de la historia reciente, que revolotea como un cuervo sobre un guión pesimista (y realista). 

Apuntes sobre la emigración, el éxodo rural o el deseo de las chicas de huir a cualquier trabajo, sitúan en una realidad concreta de miseria, una España negra, dominada aún por caciques que ni siquiera hablan con los trabajadores y emplean un tercero para negociar con sus explotados jornaleros. Luz cenital, guión desarrollado a base de flecos que se van dejando sueltos, garrulos no sobreactuados (afortunadamente), los múltiples rostros y la ambigüedad del ser humano. Incluso el poli “bueno” es capaz de ejercer violencia sobre una mujer cuando desea una confesión rápida (el fin justifica los medios) y aquí nada es lo que parece. Los personajes habitan una España profunda donde aún conviven los símbolos de antiguo Régimen con la naciente democracia, donde aún coletean los torturadores de la policía política, donde aún sobreviven los poderes fácticos frente a la naciente libertad. El mayor acierto es pasar de puntillas sobre todo, dibujar una galería bizarra de personajes sin entrar a saco, mostrarnos hilos para llegar a la madeja, dejar cabos sueltos para la imaginación. El cine americano ha hecho mucho daño con sus sicópatas elaborados tipo Aníbal Lecter, que causan falsas expectativas y hacen añorar en todas las películas una subtrama impactante o un final sorprendente. La vida real son estas marismas pestilentes, esos gañanes con faca bandolera, esos sicópatas castizos, patéticos, que mueren de cuatro navajazos sin abrir la boca. Sin tiempo para explicar que en la infancia sufrieron malos tratos o alguna retahíla de reivindicación freudiana. 

Cine negro costumbrista (El Cebo) donde lo mejor son los silencios, la dosificación, lo que no se dice. Aquellas preguntas que siguen sin respuesta. Notable aportación al escaso catálogo nacional del policiaco con fundamento, que goza de escasas referencias (No Habrá paz para los malvados, La Caja 507) en nuestra piel de toro. Obra insólita en el maelstrón de las comedias urbanas, la chorrada conceptual y la pandereta seudoprogre. Máxime si se tiene en cuenta que la zona geográfica donde se desarrolla la trama, hasta la presente había sido víctima cinematográfica de localismos casposos, clichés caducos, costumbrismo rancio, folklore adulterado o un regionalismo mal entendido. Y es en la vertiente telúrica donde sobresale la hermosa fotografía cenital de Alex Catalán (arrozales sombríos, veredas inquietantes, paredes deshabitadas) arropada por la espectral banda sonora de Julio de la Rosa y absorbente dirección artística (Gigia Pellegrini) que transporta a esa comunidad perdida de los ochenta a base de detalles y objetos y vacíos. 


Quizás el epilogo resume el objetivo postrero de la trama. Cuando el policía dibujado por Javier Gutiérrez pregunta a su compañero. ¿Está todo bien? ¿O no? Por supuesto que esta todo bien. Todo el mundo impune y en libertad. Para encajar las piezas del puzzle ya está el espectador. Y es que todo sigue igual, como comprende (y acepta) el joven policía. A caballo entre la crónica negra y el thriller costumbrista, esta obra ofrece lecturas en diversos niveles y argumentos cruzados. Para condenar al cinéfilo a navegar entre las marismas de la duda y la incertidumbre. De aquellas lluvias, vinieron estos lodos.

martes, 3 de febrero de 2015

ANOCHECE EN LA INDIA de Chema Rodríguez

                                





Basada en la historia real de un aventurero que se vio obligado a permanecer en una silla de ruedas, la anécdota permite que Juan Diego saque todo su arsenal interpretando a un antiguo hippie que se dedicaba a transportar personas, y a día de hoy sufre una enfermedad degenerativa. Durante este viaje iniciático con su asistente rumana (Clara Voda) irán encontrándose y compartiendo experiencias y sentimientos. Opera Prima que descansa sobre los pilares interpretativos del decano Juan Diego y la actriz rumana Clara Voda (Si quiero silbar silbo / La Muerte del Señor Lazarescu), cuya mirada enigmática es capaz de transmitir emociones sin palabras. El guionista toma la humorada como arma para superar el dramatismo de las situaciones, elección que el espectador agradece y permite al actor el lucimiento en un personaje adusto, agrio, que ha fabricado su propia fachada frente a la adversidad. Surge esta cinta tras muchas trabas para ofrecer retazos de cine fresco, desarrollado alrededor del carisma y la faceta humana (y sensible) de personajes a quienes la vida no les ha otorgado sus dones. La asistenta tiene un hijo con problemas y un excompañero violento. Ricardo (Juan Diego) es un canalla simpático, que hace del sarcasmo un arma frente al vacío existencial machacando a la sufridora Dana (Clara Voda), que permanece junto a el soportando su acritud con sentimientos encontrados. Chema Rodríguez procede del documental.

 Con Las Estrellas de la Línea; reportaje sobre prostitutas guatemaltecas jugadoras de fútbol; recibió reconocimiento y premios. Sus siguientes trabajos Coyote y El Abrazo de los Peces (2011), emotiva historia personal, asentaron el edificio cinematográfico del autor. En la segunda parte las texturas se vuelven más dramáticas a traves de una road movie, que les traslada hasta La India, donde Ricardo ha contactado con una organización para morir, ante el avance de su enfermedad. Durante el viaje irán destapando sentimientos y rompiendo barreras para desembocar en un final dramático y abierto. 
Se echa de menos el haber sacado más partido a personajes (la chica sueca y el joven que escapa con la furgoneta) paisajes o situaciones. Se centra todo el armazón dramático sobre las conversaciones, riñas y acercamiento de los protagonistas. Tampoco es un alegato a favor de la eutanasia, ni un grito desgarrado. Historia sobre la superación de la adversidad y la necesidad de compartir, que pierde un poco de fuelle en su sección media. Precisaba de mayor precisión en el guión, y credibilidad en los personajes. La banda sonora de reminiscencias folkies está a cargo de los escoceses Marcus Doo & The Secret Family, extraidos del albúm The Magpie Returned the Ring, que aportan el aroma contracultural y hippie a la búsqueda de un pasado que nunca volverá. Sin llegar a ser redonda (algunas desmesuras del guión, escasez de originalidad) es un producto para lucimiento de los dos actores. La verborrea de Juan Diego frente a los silencios de Clara Voda (el ying y el yang). Anochece en la India nos muestra la posibilidad de crear películas dignas, con escaso presupuesto y mucha ilusión, con resultados no redondos, pero prometedores de futuros viajes. Como el que los protagonistas realizan hacia si mismos.

lunes, 2 de febrero de 2015

JAUJA de Lisandro Alonso







Título original
Jauja
Año
2014
Duración
101 min.
País
 Argentina
Director
Lisandro Alonso
Guión
Lisandro Alonso, Fabián Casas
Música
Viggo Mortensen, Buckethead
Fotografía
Timo Salminen
Reparto


Viggo MortensenDiego RomanGhita NørbyMariano ArceViilbjørk Malling Agger,Misael SaavedraAdrián Fondari








El primer largometraje abiertamente ficcional de Lisandro Alonso, es un universo confuso, esotérico, con reminiscencias lynchianas ( secuencia en la cueva), con paisajes, cromatismo y protagonista fordianos, en un ejercicio de estilo sobre el tiempo, las elipsis temporales y otras meditaciones. Argumento que habría encantado al Borges creador de ruinas circulares (o quizás de senderos que se bifurcan), la película de Alonso nos conduce por un alucinado (y amenazador) paisaje. Un paseo por el amor y la muerte. Desde la desasosegadora Picnic en Hanging Rock, el paisaje no presentaba estas connotaciones de inquietante crueldad, que acechan al antihéroe interpretado con excelencia por Vigo Mortensen, y que adquieren matices de fisicidad en este microcosmos de pesadilla, en que el único momento de sosiego que encuentra, es cuando descansa en lo alto de la colina. La odisea del oficial danés, que permite a Mortensen hablar por primera vez en este idioma, es un éxodo interior hacia múltiples lecturas, en un paisaje entendido como amenaza en su quietud milenaria. 

Es, por cierto, éste el primero de los escasos momentos en que escuchamos la banda sonora. Hasta ese instante el único soundtrack de la cinta es el obsesivo y amenazante viento, que habita como un personaje más, en la vida de los protagonistas. Escasa, pero hermosa y eficiente musica, compuesta por el actor y merecedora de halagos. Interpretadas por el guitarrista Buckethead, con piezas extraídas del séptimo álbum del actor llamadado Please Tomorrow. Las obras Sunrise y Moonset son el único pentagrama (aparte de la naturaleza) presente en el film. El director elige la morosidad narrativa como estilo, filmando larguísimos planos-secuencia que espantarán al espectador palomitero o adocenado, incluso el desarrollo fuera de campo de las actividades, mientras la cámara nos muestra un hermoso retazo de paisaje en modo estático. 


En este western patagónico, el paisaje adquiere personalidad propia. El mar, los acantilados, los áridos pedregales donde el espectador sufre con el padre que busca a su hija, la agonía de lo desconocido a tempo lento. Planos pictóricos y meditativos en que los personajes se mueven como en un lienzo, huyendo del primer plano o el montaje adrenalínico, rodeados de un horizonte como ente vivo, que condiciona sus afectos y esperanzas. Dos objetos: un reloj y un soldadito, sirven como puente comunicador entre dos mundos. Jugando con la teoría de la relatividad y la leyenda de Jauja (mítico paraíso terrenal) nos envuelve en un peregrinaje a ninguna parte, angustioso, obsesivo, donde el enemigo es la naturaleza, ese paisaje inhóspito y cruel, que ralentiza el éxodo dilatado del oficial danés en busca de su hija. Hasta que el drama humano entra a saco en el terreno del realismo mágico en la escena de la cueva.  Primera obra de Lisandro Alonso con estrella cinematográfica y acercamiento a lo narrativo (obviamente, sin olvidar lo experimental) en una historia de época que (de soslayo) nos habla del extermino de los indígenas en la época de la Conquista del Desierto en Patagonia. Tras realizar Los Muertos, La Libertad, Fantasma o Liverpool, el argentino narra la huída de ese soldado criollo y petiso con la hija del militar (Mortensen) y la angustia del padre recorriendo paisajes lunares, careciendo de la épica al uso de Centauros del Desierto. 



De hecho el personaje es tremendamente humano, se cae cuando intenta montar; escasamente marcial; le roban el armamento, etc. Pero le sostiene esa voluntad de los héroes fordianos, que le llevará finalmente a un universo paralelo, dónde todo es posible. La trama minimalista culmina en un instante borgiano donde se entremezclan el espacio y el tiempo mediante los objetos antes aludidos. Guión arriesgado (paradojas temporales) fotografía de una poesía desoladora, utilización del sonido (viento, marea) como banda sonora, para mostrarnos un ser humano preso en el paisaje y el desasosiego de la pérdida. No es nuevo en el cine de Alonso este humano éxodo. 




Ya el marinero de Liverpool o el protagonista de Los Muertos vagan errantes. Aunque el sendero de Jauja es mucho más místico y meditativo. Jauja se presenta en dos formatos diferentes según la sala, por lo que algunos espectadores se encontraran con un angosto 4:3, en formato vignette, de setenteros bordes sin esquinas, que reforzará aún más la sensación de irrealidad. La excelente fotografía de Timo Salminen (operador de Aki Kaurismaki) compone paisajes irreales, de un intenso desasosiego. No es esta road movie patagónica un producto de fácil digestión. Dotada de un lirismo cruel, este souther osado, que pasa por el existencialismo de Monte Hellman, no gustará a los espectadores que no consigan atrapar la atmósfera de cuento de hadas desamparado, desasosegante, de expresionista iluminación, con referencias a los lienzos del pintor Cándido López. Nada que no haya sido antes visto en el cine de Lisandro Alonso. La búsqueda del reencuentro familiar en Los Muertos.



 El minimalismo narrativo o estético conseguido en el hombre hachando árboles de La Libertad, retomado en otras latitudes en Liverpool. Todos los estilemas de Alonso se hallan en esta película, la más compleja, del director, con coda final sorprendente y metafísica, de borgeano universo. El enfrentamiento entre la racionalidad europea del oficial con el amenazador paisaje austral, le lleva a abismarse en su soledad pampera, en la búsqueda improbable de la hija en un mundo mineral. Terra Incognita que amenaza con devorarlo y condenarlo al olvido en versión gaucha. El guión de Fabian Casas nace en el hermoso cuadro inicial (Mortessen de espaldas junto a su hija) luz antinatural, pictórica composición donde éste le pregunta que clase de perro le gustaría tener. “Uno que me siga a todas partes”. El extraño animal conducirá después al perdido nómada a la cueva de la anciana y reaparecerá en el epílogo cerrando el círculo de afecto paternofilial. Dilatación del tiempo como en el más puro Tarkovsky, del plano y del contenido. Nada nuevo. Ya el protagonista de Los Muertos remaba durante varios minutos o el marino de Liverpool se alimentaba sin prisas durante una eternidad. Es la marca de Alonso, un indie que roza la técnica documental, narra con intimismo, con personajes en perpetuo éxodo de si mismos, con un ritmo más emocional que cinematográfico. Esta fábula de colores fríos y envueltos en formato de postal antigua, rodada en exteriores habla de la soledad frente a la naturaleza indomable, frente a lo desconocido. Del amor paterno. Y lo hace desde un deleite estético, capaz de extraer la terrible belleza de lo desconocido. De la naturaleza amenazante e indomable. 



Con la excusa anecdótica del país de Jauja, este western ultracrepuscular y desmitificador, nos introduce en la esperanza más allá de toda lógica, teniendo como arma el silencio y la voluntad inconquistable. Un hipnótico viaje al corazón de las tinieblas, realizado tras la frase que guía todos sus actos. La pregunta que la anciana le formula: ¿Qué es lo que hace que la vida funcione y siga adelante? Dos sueños que se confunden en la coda final de esta quijotesca epopeya, donde vale tanto el intentar como el conseguir. Bienvenidos al jardín de senderos que se bifurcan.