lunes, 30 de mayo de 2016

Cuaderno de la Luz Dormida. Placido Ramírez Carrillo Ediciones Beturia. 2016

                        




El último poemario del vate puebleño ronda los territorios de la nostalgia, como casi todo el corpus su obra. No en vano su cita de Rilke y esa “patria del hombre que es la infancia”, siempre retornada (siempre añorada), es un certero dardo en mismo vórtice del ser humano. Los poemas de Plácido Ramírez tienen sabor a médula, a sustancia de hombre. Están habitados de añoranza (no de autocompasión), envueltos con las dentelladas de la vida (no de cicatrices egotistas), del instante “habitado” (nunca del recuerdo amnistiado). Por que si algo destila la palabra del poeta es “universalidad”. Y lo hace en el sentido ecuménico del término. Porque su palabra certera es válida para todas las épocas, para todos los países, para todos los tiempos.
                            
                   El silencio busca palabras 
                    en un abismo de luz.

La imagen arrebatada del autor es la búsqueda primordial del hombre, desde que somos bípedos que anhelan descubrir su origen. Y lo hace escarbando en la materia más esencial: el devenir, la añoranza de los perdido/recobrado, el encuentro de sí mismo en el otro, la pulsación inmisericorde del tiempo.

            Todos los relojes se han parado,
            también el tuyo y el mío.

Otros bardos hubieran escondido su aflicción en el engranaje de la confusión dialéctica (el tema lo solicita), el andamiaje de la afectación y el edificio de la algarabía. Estos temas universales se prestan a ello, y a metafísicas citas que más que poesía, semejan sesudas tesis doctorales en Filosofía. Plácido Ramírez Carrillo convierte la (aparente) sencillez en su arma más certera. La brevedad del verso en ariete. La exactitud del verbo en mensaje contundente.

               …para decirnos una larga lista de nombres olvidados,
      y apellidos,
      que se repiten una y otra vez   
      en el libro secreto de la historia.


Hay melancolía en los versos, pero la herida siempre es aliviada con el bálsamo de la memoria, la incertidumbre aplacada con la melodía de la esperanza. Toda la obra del poeta es un cántico permanente a lo que ya no está y a lo que permanece porque un día existió. No hay nada más hermoso que esas referencias constantes a lo amado. A lo ya vivido como motor de lo venidero, a lo anhelado como arma de futuro. Los versos de Plácido son azulados, lluviosos, plenos de amaneceres, jirones de luz, geografías soñadas (y evocadas), instantes habitados, calles y plazas huérfanas de luz, anhelantes de la presencia amada. La metáfora es certera, lacónica, como un hacha afilada. No se precisa más cuando las pasiones presentadas son universales, y la huella que deja es terriblemente humana.
    Y me duermo luego soñando con los versos dulces de tu boca…

Imposible decir más con menos. Este minimalismo de tardes azules, retratos amarillentos y luces dormidas, constituye el arma contundente del poeta para acometer los abismos comunes a todos los hombres, los rincones inexplorados. Para asaltar esos laberintos de la memoria, elaborados en un material tan sensible que el escritor lo refleja tras la fiesta:

Por la tarde la fiesta termina
con una joven voz que nos trae melodías
de un ayer que se escapa entre los dedos.

Tiene Plácido Ramírez un denso ramillete de versos en su mochila. Desde aquel “Vereda”, nacido en 1982, “Ensayo de la Metáfora” (2006), “Añoranzas” (1991). Los títulos de sus obras ya avisan que vamos a transitar el territorio de la infancia recuperada, de los primeros compases añorados, de lo venidero que nos retorna lo ya existido. En estos menesteres el cantor de Puebla de la Reina es un árbol señero, un peregrino solitario que comparte sus paisajes, que sueña una palabra que “se hace llovizna adolescente”.Son 38 senderos poéticos henchidos de vida, plenos de esperaza (que no está reñida con la nostalgia), oferentes de futuro (que tampoco lo está con el recuerdo), en un creador que cada vez destila más la palabra. Que a cada libro exprime en su alambique de alquimista (y algo titiritero, sin duda) la supremacía total de la palabra, la cadencia del verbo, la síntesis del vocablo. Menos es más. Este podría ser el lema heráldico que figurase en el escudo nobiliario de Plácido Ramírez. Un acercamiento a la desnudez del hombre derramado, a la silueta en tránsito desde la infancia (siempre evocada) hacia la persona plena, hecha de retales de experiencias y pinceladas de instantes. Un poemario destilado en el alambique del paso del tiempo, del transcurrir de las estaciones.
                                      
Seré contigo un poema largo
y navegaré por el mapa de tu cuerpo…

De este modo nos invita a navegar con él, en ese mar inmisericorde (y adictivo) que es el territorio de la poesía. Una travesía para la que todos no son aptos; exigente y vocacional; durante la cual es fácil encontrar escollos y cantos de sirena. Quitarle a la palabra las capas innecesarias, el oropel superfluo. Deshabitarla de escollos. Dejarla desnuda en su origen, en su sentido primitivo. Devolver a la palabra a su infancia original. Al paraíso perdido de su niñez. Eso es poesía. Y de esto, Plácido Ramírez sabe un rato.

 


      



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