martes, 24 de octubre de 2017

Rocío Márquez y Fahmi Alqhai. Diálogos de Viejos y Nuevos Sones. Encuentro de dos mundos. IX Ciclo de Música Actual

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Para un adorador; convicto y confeso; de las composiciones de Marin Marais o Monsieur de Sainte-Colombe, además de irredento admirador (o talibán sin redención) del enciclopédico Jordi Savall o el iconoclasta Harnoncourt, encontrarse frente a un programa que mixtura la hondura de la onubense Rocío Márquez, con el gambista Fahmi Alqhai, es una placentera sorpresa. Ya de entrada, para quien conozca el terreno, la cantaora debe enfrentarse al gran desafío que proviene del timbre dulce y melancólico del instrumento, con poderosos y profundos bajos, bastante alejado del sonido cristalino, vitalista, nasal, rico en armónicos y brillante de la guitarra flamenca.


Todas esas dudas santomasianas se disipan cuando los dedos ágiles y expertos del violagambista atacan los siete trastes del barroco instrumento, para dar la entrada a la voz certera y el talante revolucionario de la onubense. “Mi son que trajo la mar” acaba con el fundamentalismo y todos los prejuicios que pudiera tener el espectador sobre este atípico “ensemble”. Cantes de ida y vuelta, flujo y reflujo, encuentro de dos mundos, donde los instrumentos desconstruyen ¿o están construyendo? en una dualidad arriesgada y hermosa, sugerente y osada. Es difícil apartar la vista de esta valquiria rubia de voz clara, habitada en elegante vestido rojo, tan aterciopelado como su voz. No en vano la galanura de la cantaora no sólo habita su la garganta. Se encuentra en su amplio arco melódico, en  sus virajes delicados y certeros, en su recreo en los graves. También está en la búsqueda de un nuevo espacio visual, alejado de volantes y faralaes, mientras guajira, vidalita y “marchenera” colombiana se hermanan con las cuerdas de tripa y el son exacto del cajón flamenco.


Teresa de Ávila navega por el escenario en forma de bambera pastoreña. Ese palo que surge de aflamencar el cante de columpio (vía Niña de los Peines). Una de las letras más hermosas del áureo siglo, a compás de doce tiempos,  surge de la voz rupturista de Rocío Márquez con unos hermosos arreglos, donde nos narra que “vive sin vivir en ella”. Al fondo la percusión certera de Agustín Diassera. La “Bambera de Santa Teresa” va caldeando el ambiente, preludiando esa preciosa “Nana sobre El Cant dels Ocells”, donde los niveles de iconoclastia alcanzados harán chirriar a los puristas de ambos mundos. En esta canción popular catalana (versionada por Pau Casals) la cantaora alcanza registros de gran intimismo. No lo hubiera creído. Si alguien me hubiera contando que algún día iba a ver un gambista ejecutando con la viola plantada en la más estricta postura del flamenco revolucionario, que fomentaran guitarristas como Paco de Lucía: la caja sobre el muslo, la pierna aflamencada, atravesada sobre la otra. Un recital de heterodoxia. 



Ejercicio de enorme dificultad, teniendo en cuenta el tamaño del instrumento. Pero lo mejor estaba aún por llegar.  Fahmi Alquai no sólo remeda los juegos posturales del guitarrista flamenco. Con depurada técnica ataca falsetas, imita “picados”, remeda “alzapuas”, reproduce modos y maneras impensables en el barroco instrumento. El tañedor acomoda la métrica flamenca al quinceavo siglo. Solo le falto “trinar” o tremolar sobre la prima, algo que se me antoja harto difícil debito al grosor de la cuerda de tripa que (como es habitual en los instrumentos de época) precisó de varias afinaciones a lo largo del recital. A su sombra, Rahmi Alqhai se afana en el pizzicato, dota de corporeidad las piezas con hermosos bajos armónicos.


En Las Mañanas de San Juan se hibrida lo antiguo con flamencos melismas, con los aires de la serranía onubense, con los fandangos valientes, con alosnero coraje, recordando la cuna del fandango.
Después es el momento del barroco, del italiano esplendor en letra de Carlo Milanuzzi,  pasado por el tamiz de la hondura. “Si dolce  è ´l Tormento”. Monteverdi y sus “ostinato” están presentes con uno de sus madrigales más hermosos, que popularizara el contratenor Philliphe Jawrosky. Ahí es ná. Una choquera arrancándose por Monteverdi. El resultado es de una dulzura inesperada en compás de 3/ 8. Una obra a caballo entre el Renacimiento y el Barroco (en el original, escrita para soprano, y bajo continuo) que eriza los vellos y exige delicada estética a los instrumentistas, para la interpretación de esta “seconda pracctica”, que se enfrentaba la estructura polifónica contrapustistica. Una interpretación plena de matices, que demuestra la versatilidad de Rocío Márquez.


Pero es en el tramo final del concierto cuando la cantaora saca todo su poderío para sobreponerse a tan intensos acompañantes, cuya ejecución llega a eclipsar la voz en algún instante. Esos “canarios” tan al uso en el XVIII, con retazos de La Argentinita, ese romancero (Monja contra su voluntad)…
Es aquí donde surge toda la raza. El territorio único donde las heridas de cal en las esquinas onubenses, la sal de la caleta gaditana, el sevillano olor a azahar e incienso procesional (sublime encadenamiento de ayes) se apoderan del escenario en la ancestral seguiriya (columna vertebral de lo jondo). Aires de trágicas peteneras con su aura supersticiosa (¡Ay! Don Antonio Chacón). Aquí, a la cantaora le nacen todos los matices de esa paleta cromática que habita en su garganta. ¿Y que decir de la percusión de Agustín Diassera? El choquero se afianza al compás, vivo, palpitante, con textura de amaneceres. Siempre en un (aparente) segundo plano (como debe de ser). Cuando apenas se aprecia la percusión es que el trabajo se está haciendo bien, como un organismo que respira, sin consciencia, pero sin poder sobrevivir si se detiene el compás.



Después llega el acabose, las orejas y la vuelta al ruedo (en taurino símil). Rocío Márquez se arranca con una extraordinaria y respetuosa versión (un último anatema para los puristas) de Angelitos Negros. Una canción inspirada en la hermosa iglesia de “San Luis de los Franceses”, donde comenzó esta aventura en la Bienal de Sevilla. Una vez más flujo y reflujo. Sones de ida y vuelta. Sublime encadenamiento de ayes. Quintaesencia de la jondura. O la música que adquiere vida propia, exenta de etiquetas, clasificaciones entomológicas y se ciñe al puro arte. A lo visceral, a lo palpitante. Como palpitantes son los dedos sabios de los hermanos Alqhai, las flexibles muñecas de Diassera o la cálida y enciclopédica voz de Rocío Márquez.

Están muy bien el quejío, el duende y el embrujo. Está muy bien hablar de voces laínas, redondas o afillás. Pero si van unidos a la cátedra y al estudio arrancarán al flamenco del folclorismo rancio y el cante de taberna, del cenáculo arcaico, para elevarlo a los altares. Aunque donde más se les abren las carne a los talibanes de ambos mundos; con sonoro rasgado de vestiduras; es ante el conocimiento enciclopédico que estos músicos poseen en sus distintos campos. En la sabiduría que habita en estos diálogos interraciales. Todo un acierto de la Sociedad Filarmónica de Badajoz, el abrir las puertas del Festival a los nuevos aires de estas aventuras enriquecedoras.











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