
El sacerdote, los
sábados realiza exorcismos mirando la torre del castillo, que dicen construyó
el diablo, para que las brujas no puedan realizar el Sabbat. La Tía Casca tienta a la joven con un vestido para
la fiesta a cambio de un favor: que cambie el agua bendita por otra que ella le
dará, para que pierdan poder las oraciones y puedan volver a juntarse con el
macho cabrío. Este será el inicio del fin para todos.
La narración está llevada con pulso y la historia de la joven
atraída por el lado oscuro, roza límites imposibles en épocas anteriores. En
especial durante la celebración dionisíaca del Sabbaht, donde las expresiones
orgiásticas de las participantes, tienen connotaciones de sensualidad que los
antiguos censores habrían disfrutado eliminando. La elección de Enriqueta Carballeira (toda una veterana de Estudio 1) como sobrina del párroco, que de la inocencia pasa a formar parte de la cohorte
demoníaca, es acertada. Su rostro refleja la inocencia primeriza y el éxtasis
de la transformación. No tan acertada es la alternativa de actores no
profesionales, seleccionados entre el agro profundo, rostros de querencia pasoliniana,
cuya presencia y movimientos escénico no acaban de cuajar.
Certera la
ambientación del miserable predio donde habitan, y del nada prometedor entorno
rural, de pizarra y barro. El episodio adolece del mismo defecto que los otros:
la chirriante y televisiva utilización de los temas musicales. No se trata de
su falta de calidad, en casi todos los capítulos son eficaces, acordes con el
contenido y la época. Pero se utiliza un volumen elevado en instantes que no lo
precisan, y pecan de machaconería e insistencia. La Bruja
resulta un estimulante producto, por el apoyo de secundarios de la pequeña
pantalla como Jose Orjas (Mosén Gil) o Luis Marin (Juan). La fusión de las
Cartas Quinta, Sexta y Octava del romántico literato, han dado lugar a un guión, que sin
llegar a memorable, se deja ver, gracias a la eficiencia de los interpretes.
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