
La radiografía
de un primer amor; dionisíaco y elegíaco al tiempo; aderezada con leves retazos
de aventuras adolescentes, gravita con entidad propia sobre el resto de
flashback que se ofrecen casi de guarnición (o Macguffin) para el primer plato
de este chef a contracorriente. Paúl Dédalus, el protagonista de la historia,
no es un primerizo en la ficción cinematográfica. Ya en 1996, este Dédalus
(casi un alter ego) aparecía en Comment je me suis disputé… (ma vie sexuelle). El
personaje de Esther podría tener reminiscencias (en modo nínfula) de aquella
Emmanuelle Devos, que protagonizara la precuela. Tiene este plato un sabor a
“NouvelleVague”, a un primerizo Jacques Rivette, pleno de elipsis, de rupturas
argumentales, de experimentación outsider y estructura laberíntica, con
balbuceos casi de improvisación en la sala de montaje. Retoma el director a su
actor-fetiche, un impasible Mathieu Amalric, que nos conduce a través de su
viaje iniciático en una era pre-internet en la que los adolescentes cool escriben
misivas (o las leen directamente a cámara) como retrato de una generación.
“Tres
Recuerdos de mi Juventud”, es una creación claramente “française”, con todo lo
que esto conlleva frente al espectador. Un retrato de vida bohemia, en
narración “interrutpus” y con querencia de la elipsis. Un tríptico vital con relación
epistolar, utilizando la banda sonora de forma casi no perceptible, pero
imprescindible y ecléctica banda sonora
que mixtura el mundo clásico con el pionero del “funk” George Clinton ,
dinamitando géneros y lógica narrativa. Esta herida del primer (y quizás único) amor
de Dédalus, le acompañará toda su vida hasta la eclosión final, como en una
catarsis a destiempo y casi inútil. Narración de remembranzas y nostalgias, con
reminiscencias del “tiempo perdido” proustiano (o del Anthony Doinel o el
estudiante de Georges Pérec en “Un Hombre que Duerme”) y ¿porqué no, del
Roquentin protagonista de “La Naúsea”. Este film esta impregnado de la
querencia del imaginario francés por el artista/intelectual/amante y el amor
desbordado, anegado por la corriente. Un amor mayor, si cabe, al concepto mismo
del sentimiento arrebatador e idealizador que a la realidad del objeto amado.
Sin obviar el ramalazo sado-anímico de que se nutre el protagonista: “En
general me molesta la inteligencia en las mujeres. Me parece demasiado vulgar”.
Caldo de cultivo para la dependencia emocional de Esther y el enriquecimiento
del ego depresivo y atormentado de Paul Dédalus.
El director muestra en breves
pinceladas el devenir del tiempo, la caída del Muro de Berlín, los hombres
pájaro de Pentecostés, durante los estudios de Antropología, la mención a
Trosky en el piso donde lo acogen, etc. Citas que le sirven como referencia de
una generación y al mismo tiempo de linea temporal narrativa.
Gran trabajo de
fotografía (Irina Lubtchansky), de amplia paleta cromática que arranca lo mejor
de la gestualidad (o inexpresividad) de los juveniles rostros o la abrupta
geografía facial de Amalric. Obra desprejuiciada; y con algo de circense
trapecio; mixtura de aliento
bergmaniano y comedia satírica con
evocaciones de Joyce (el protagonista de Ulises y Retrato del Artista
Adolescente se apellida Dedalus), conduce al espectador a un sendero donde el
amor es una herida de fuego candente que nunca acaba de cerrarse. Un Mathieu
Amalric excepcional, secundado por jóvenes promesas. Un poema emocionante,
envuelto en apariencia de “matroskas” y capas sucesivas, que nos habla sobre la persistencia de la memoria,
sobre aquello que nunca nos abandona, sobre la debacle del mundo adulto incursionando
en el amor adolescente. Ese equipaje que estamos condenados a llevar de por
vida, aunque hallamos perdido las maletas, y el verbo ya no sirva para expresar
nuestra alma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.