Sumergirse
en el prólogo de esta aventura literaria de José Manuel Villafaina, nos regala
un aroma metateatral, amén de un sinfín de anécdotas reales y suculentas.
Algunas, sospechadas. Otras, auscultadas en los mentideros de nuestra Villa y Corte.
El cosmos revelado por este dramaturgo pacense, narra las vivencias, intrigas y
sinsabores del cómico constreñido por los poderes fácticos, por la estulticia
secular de los jactanciosos, y el poderoso caballero quevedesco titulado “Don
Dinero”. Mundologías que servirían de argumento para una ácida sátira del Darío
Fo más desatado. El universo (real y cotidiano) que muestra Villafaina; tanto
en la introducción, como en las obras editadas; haría las delicias de
Pirandello y su “antiteatro”. La falsedad de las relaciones humanas, el juego
de máscaras derrochado por los personajes reales, superan cualquier ficción
escrita para la galería, Todas las vanidades mundanas procesionan por estas páginas.
Pesebreros; rumiando en la cuerda política reinante; mendicantes anímicos,
menesterosos intelectuales. Pícaros de menor cuantía, hidalgos de miga de pan
en la pechera. Toda una variada “Corte de los Milagros”, latente y tan
identificable, que dificultaría su representación.

Una
obra como “Historias de Filemón”, dada su cercanía a personajes reales, tiene
una difícil traslación al escenario. “Historias de Filemón”, destila una
temática similar al “Parnaso Literario”; otra obra irrepresentable por razones
obvias; de Bartolomé Collado, su compinche en correrías nada edificantes
(culturales). No en vano estas apostasías contra el poder cultural establecido,
se gestaron en la tertulia literaria denominada humorísticamente como “Maldita”. Allí, literatos exiliados de las prebendas oficiales; trataban de
construir un espacio (semanal y cultural) sin débitos con los gestores públicos.
Caldo de cultivo de creadores “freelance”. Autores apestados para los cenáculos
administrativos. Filemón irrumpe como un “alter ego” incomodo, como una mosca
cojonera de las tramoyas que se gestan en despachos y canonjías, descubridor de las nefastas
corruptelas entre bambalinas. Sevicias administrativas
de las que el ciudadano no llega a tener conocimiento. El autor presenta este “Filemón”
como un ensayo satírico. “Inspirado en hechos reales”, como los telefilmes de
mediodía. Pero en este caso; lacerantes y aún sangrantes; por tratarse de
componendas y picarescas llevadas a término mediante el uso de fondos públicos,
a espaldas del espectador/ciudadano.
El
“churro” metafórico que porta el payaso con patines, simboliza toda esa casta
de mediocridad que se eleva merced a las marionetas y titiriteros de la
política. Metafórico bufón de esa querencia por el postureo (tan cara a esta
generación). El personaje encarna el pernicioso vicio de la apariencia, raíz de
todos los males culturales. La escena final, con el artisteo pugnando miserablemente
por obtener el jamón serrano, mientras
la oscuridad se cierne; lenta y certera; sobre el mundo cultural, deviene parábola;
latente y dolorosa; de una realidad que supera todo lo imaginado en la creación
literaria. Un entorno hostil, en el que el autor cree “imposible llegar a la edad de la razón”.
En
“El Traje Nuevo del Emperador”, el dramaturgo utiliza las referencias del
Infante Don Juan Manuel, Andersen y Cervantes para crear una divertida sátira
para todos los públicos. Al son de murga carnavalesca (pacense sin duda), el
país de Pomponia descubre con indignación la fatuidad de sus gobernantes. La
estulticia de quienes se creen poseedores del saber, de aquellos que viven de
la apariencia y la arrogancia más iletrada Sin excluir; con verbo clásico y
certero; una ácida crítica a la banalidad de las pompas mundanas. Altamente
recomendable para su representación ante un público infantil, con mensaje de
redención final y divertido análisis de la realidad actual, donde los
pomponianos se burlan de aduladores, plumíferos, y variada fauna de adefesios,
entre un claro homenaje a las carnestolendas. Pero Villafaina tiene para Tirios
y Troyanos, para repartir estopa a tanto leguleyo, a tanto abanderado de la
mediocridad, a tanto espadachín del absurdo. Por sus obras desfilan el
menesteroso, el tiralevitas institucional, el mediocre que a golpe de “dar la
brasa” y amiguismos varios, consigue que le publiquen un olvidable y pordiosero
opúsculo, especulando que ya ha pasado a
las Antologías Literarias. Son personajes vivos, palpitantes, de una fisicidad
reconocible.
La
siguiente pieza podría devenir esperpento valleinclanesco en su génesis. Aunque
tratándose de aquestos predios, la astracanada sería el género más exacto para
definir el surrealismo de la historia. Me refiero aquí a la intromisión de los
“de arriba” en el hecho cultural. A la osadía flagrante del zascandil que
irrumpe, como elefante en cacharrería; en el mundo del arte. José Manuel
Villafaina narra como el tradicional “Auto Sacramental”, que se representaba
tras la cabalgata de Reyes Magos, fue borrado del mapa vía politicastros de turno. La
metamorfosis del gusano no devino mariposa, sino sapo iletrado con un desfile
esperpéntico donde el “panem et circenses” se convirtió en publicitaria
panoplia de marcas comerciales, a golpe de caramelos. La historia de cómo algún
rústico suprimió a golpe de decreto un acto cultural de ese nivel; que
archivaba una tradición medieval; define a los indoctos personajes que
participaron en la turbia trama, y supera el argumento de cualquier comedia
negra. No dispuesto a rendirse ante la infecundia cultural del entorno, el gurú
de la crítica teatral, contactó con el poeta Bartolomé Collado; decano de la
poesía extremeña; para responder a las manipulaciones políticas con el noble ejercicio
de la cultura. De esta colaboración surgió “La Estrella de Belén”, una obra de
verbo clásico, respetuosa con la tradición, sin huir de diálogos incómodos,
fruto de la investigación del autor en astrología, geografía, etc, que dotó a
la aventura de densidad dramática y un corpus señero. Cumplióse el refrán: “Nadie
es profeta en su tierra”. Las instituciones iletradas y los fantoches corporativos,
dieron la callada por respuesta en un alarde de gallardía y pasión
cultural. El auto, compuesto en once
cuadros, fue reconocido por expertos como Miguel Ángel Teijeiro Fuentes;
profesor de literatura de la Universidad de Extremadura y autor de “Cervantes:
Camina e Inventa”, “El Teatro en Extremadura en el Siglo XVI”, entre otras
obras. También recibió mediante misiva la felicitación del Cardenal Paul Poupard,
presidente del Pontificium Consilium de Cultura del Vaticano: “En la obra el
ritmo fresco y acompasado de contenido bíblico, conjuga admirablemente piedad y
expresión literaria”. Todo ello pese a tratarse de diálogos nada complacientes, que abordan temas espinosos corrientemente evitados por la teología literaria
al uso. Esta ignominia de involucionismo cultural que arrancó de cuajo una
manifestación tradicional y popular; amén del bochorno histórico de los
perpetradores; supuso la manifestación más flagrante de la permeabilidad y orfandaz del hecho cultural frente a la arbitrariedad de gestores tiralevitas.
Gerentes de chaqueta indecisa al
servicio de intereses adulterados. Ellos y todos sus acólitos, monaguillos y palmeros de las subvenciones oficiales desfilan por estas páginas como una comparsa de mediocridades.
En
“El Coquí Enlatado” aparece la nostalgia de un autor cosmopolita, viajero
irredento, que aprecia el terruño donde le acogen. Un texto que durmió en un
cajón a la espera de ser rescatado por Diana Carmen Cortés, estrenándose en el
Centro Social de la barriada de “El Gurugú” y en el colegio OSCUS. Aunque la
versión final, tristemente llegó con la constatación de que Puerto Rico se
había deteriorado, convirtiéndose en colonia “de facto”, donde las corruptelas,
la deuda externa, el desempleo campan a sus anchas. Nada nuevo bajo el sol. Con
la inspiración del croar del coquí; rana cantarina y símbolo cultural del país;
esta obra para niños y adultos habla sobre la posibilidad de redención. Una
historia de amor, con posos de espiritualidad, que no rehuye el hachazo frontal
al colonialismo, al servilismo y los poderes fácticos. Con utilización de
vocablos comunes a la bella isla. Un hermoso y didáctico cuento, preñado de
referencias donde aparecen peculiaridades autóctonas como el guaraguao, el pitirre o el pequeño coquí. También se
utiliza el particular y rico léxico popular con expresiones como “rajado”,
“p’arriba”, “compay”, “flamboyán”, etc. Tres payasos (Le, Lo, Lai) que
simbolizan la bandera nacional, exteriorizan un cuento con un profundo mensaje
social y humano.
Villafaina
le adeuda a la platea su permanencia como cronista de pompas y fatuidades profanas.
Le adeuda horas de insomnio, sedente ante el teclado (o ante el tintero).
Alguien debe seguir dramatizando tanto clientelismo cultural, tanta endogamia
literaria, tanto amiguismo pesebrero. Así sea.
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