
Tratándose de una de aquellas películas que, tangencialmente, se acercaban al pujante neorrealismo; de forma epidérmica más que como proposición cultural; resulta notorio el juego de metalingüística que propone en uno de sus diálogos.
Chamberlain, el estraperlista, lleva al cine a su mantenida.
- ¿Por qué no me llevas al cine? Echan una psicológica.
- Eso ya está pasado. Ahora lo que se lleva son las películas neorrealistas.
- ¿Y qué es eso?
- Problemas sociales, gente de barrio…
A la mantenida no le convence que se anden mostrando las miserias, siendo tan bonita la vida de los millonarios, y se lo hace saber.
De todo esto hay en “Surcos”. Patios de vecinos, invadidos de chiquillería jugando a las tabas, al escondite, que adquieren densidad dramática, mocosos que derriban a los vecinos cuando pasan a su lado. Olor de pucheros, personajes anónimos y cotidianos, miserabilísimo, supervivencia. La corrala es el centro de vida donde los personajes se hacinan y sueñan con un futuro mejor. Recién llegados de la vida campesina, los protagonistas (evadidos de un cuadro de Zuloaga) creen que van a resolver todos sus problemas en la capital. Impagable las secuencias iniciales, en el metro y las calles, portando las gallinas en una canasta, increpados egoístamente por los viandantes, que se burlan de su procedencia y los tratan como “paletos”, sin plantearse la renuncia a sus raíces a que se ven sometidos.


Huida del folklorismo rancio, sí, pero a cambio de incardinarlo todo en los parámetros ideológicos del yugo y las flechas. De buscar las esencias nacionales con el enfrentamiento entre la pureza racial del campesinado y ese nido de liberalismo, pernicioso marxismo y burguesía corrupta, que representaban las grandes urbes. Los campesinos protagonistas aparecen como víctimas, engatusados por su hijo, que vive en la ciudad; ejemplo de sociedad “decadente” frente al noble campesinado, de rancio abolengo, costumbres religiosas y austeridad. No se reflexiona sobre el problema real de una infraestructura deficiente en la sociedad rural (y aquí se aproximan peligrosamente a los postulados del Régimen) y destila una interpretación ideológica de la emigración. Enfrentada conceptualmente a otra película del mismo año “Alba de América”, de Juan de Orduña, paradigma de la cinematografía imperialista rancia y manipulada, que abanderaba CIFESA. Alba de América, se enfrentó al rechazo de su calificación como de “interés nacional”, protesta encabezada por Vicente Casanova y los sectores más conservadores de esta industria. Surcos es la película fundacional e icónica del realismo español. Por ello ha recibido alabanzas y críticas, algunas de una inexactitud dependiente de la ideología del firmante. Teorías que la consideran una película disidente, por su mostración de una realidad de paredes desconchadas, desarraigo, delincuencia no voluntaria, hasta el vituperio, presentándola como crítica manipuladora de la “monstruosidad” burguesa, donde el hombre vuelve a su Parnaso campesino a recoger felizmente sus cosechas.
Un campesinado sano, atávico, que defiende la Cruzada y el modus vivendi hispano. Nada de esto es exacto y la conclusión fílmica (tanto la censurada, como la permitida) son de una negritud asoladora. La posibilidad de rodar “Surcos” le llega a Nieves Conde cuanto perpetraba el rodaje de “Balarrasa”, prototipo del cine religioso de la época. Al cineasta le pareció una historia arnichesca, aunque con la intervención de la pluma de Torrente Ballester, la alejaron del sainete y el entremés de Carlos Arniches, para desembocar en los aspectos sociales, humanos y dramáticos que deseaba para la película. Saltar de un argumento sobre un legionario tuercebotas, amigo de la pendencia, mujeriego que encuentra la redención como misionero en Alaska y contiene todos los estilemas de la época, arropado por una “troupe” excepcional de secundarios (Luis Prendes, Eduardo Fajardo, Dina Sten) no se presentaba como una tarea fácil. Balarrasa contiene los tópicos al uso, enfundada en un envoltorio de cine negro, guiada con sabiduría por Fernando Fernán Gómez y que esconde bajo sus soflamas, sensiblería y latiguillos moralizantes una visión oscura de la sociedad con hambrunas, estraperlo y olor a rancio. Llama la atención en Surcos (y en tantas otras obras de la época) la calidad dramática y profesionalidad de los actores de reparto. Eran intérpretes de raza. Dicción correcta, proyección controlada de la voz, actitud, naturalidad (no esa mal entendida naturalidad actual, de actores escapados de series juveniles que mascullan, o susurran desde el inframundo parrafadas sin ritmo ni emoción) y; sobre todo; profesionalidad. El elenco: Maruja Asquerino, Marisa de Leza, Félix Dafauce o Luis Peña, conforman una sociedad creíble, humana, respiran y se alimentan de interpretación. Nada que ver con los tiempos actuales. Surcos tuvo que enfrentarse ideológicamente a una cinematografía de ultramar, de espadones toledanos, mostachos impostados, falsos episodios nacionales a gloria del Imperio, conquistadores envueltos en un aura gloriosa. Frente a estos, nos muestra el hacinamiento infantil en los pasillos y escaleras de la corrala, la miseria humana y la supervivencia a toda costa. Cuando a Pili (Maruja Asquerino) se le cae la cestita con la que vende tabaco de contrabando, los chiquillos y el resto de vecinos se abalanza para robar en lugar de ayudarla.
Esta es una historia de perdedores, nada complaciente, extrañamente premiada en Certámenes Cinematográficos, frente a la calificación eclesiástica de “Película Gravemente Peligrosa”. La historia va narrando un fracaso personal detrás de otro, con momentos francamente humanos y sensibles. El padre (Manuel Pérez), aldeano desnortado; cuyo único hábitat ha sido su terruño; es enviado a vender golosinas y tabaco. Su naturaleza bondadosa le hace cometer el error de dar gratuitamente una golosina a uno de los chiquillos (faltos de higiene y alimento) qua pululan por el parque. Instantes después se encuentra rodeado de multitud de infantes que gritan y piden productos gratis. La algarabía llama la atención de un guardia urbano que le detiene y le requisa la mercancía. De vuelta a casa, avergonzado y humillado, es reprendido por su mujer, sintiéndose como un pez fuera del agua. Escenas que nos retrotraen a la obra maestra del kammerspielfim “El Último”, de Murnau, donde el portero del hotel era degradado a servir en los lavabos. También es empleado en una fundición (de reminiscencias infernales) donde dice que a “recuperar un trabajo de hombre”, termina desmayado en una eisensteniana secuencia (ver La huelga), a causa del calor y el ritmo endiablado. El campesino es despedido. Un ladrón roba la mercancía del hijo en un parque, cuando este le persigue, el resto del público se abalanza sobre lo que queda como aves de rapiña. Una visión nada complaciente de una España en la que “empieza a amanecer”. Pero no nos engañemos, incluso los personajes que se nos antojan más cercanos, y cuya bonhomía nos conmueve, están marcados por las lacras de la sociedad en la que viven. Resulta impactante la facilidad para golpear a las mujeres y el hecho de que ésta lo acepten como algo habitual (madre incluida) o que nadie afee la conducta a los maltratadores, dentro del clima misógino imperante en el cine de la época. La censura masacró el que pudo ser uno de los finales más impactantes de aquella cinematografía: El estraperlista Chamberlain, arroja el cuerpo de su colaborador Pepe (Francisco Arana) desde un puente sobre un nuevo tren, que lleva a otra familia lugareña a la ciudad. Ellos regresan al pueblo abochornados, avergonzados. La hija escapa del tren, para volver por voluntad propia a una vida de depravación.
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Maruja Asquerino |
Los sacrosantos garantes de las buenas costumbres y los valores consolidados no podían permitir tamaño dislate femenil, o que se sospechara la migración masiva del campo a la pecaminosa urbe por razones vitales. Esta mutilación malogró una obra que hubiera resultado redonda. Pero la ceguera de los censores no alcanzó a comprender la crudeza moral del epílogo alternativo, donde los padres, tras enterrar al hijo; muerto por querer mejorar económicamente; regresan al pueblo con la única obsesión del “que dirán”. Estampa de una España negra, oscurantista, con olor a cerrado, vacía de ilusiones y asfixiada por el entorno social. Hay algo de Divina Comedia en este “descenso ad ínferos” de una familia media de posguerra.
La hija se convierte en mantenida de “El Chamberlain”, el capo estraperlista, bajo la promesa de una carrera artística. Esta es una de las subtramas más impactantes del guion, ya que el aura de que algo pernicioso va a suceder, inexorablemente, se apodera de la atmósfera desde la presentación de la inocente hija Tonia (Marisa de Leza) y la posterior oferta para convertirla en cupletista, dinamitada por el propio Chamberlain para atraparla en sus redes. Impactante radiografía de un segmento humano que exiliado de su territorio vital, sufrió el rechazo de aquella Ítaca a la que acudían llenos de sueños, para encontrar el repudio o el fracaso. A lo que contribuyó no poco la dictadura, dando instrucciones para rechazar a los campesinos que llegaban a las grandes capitales; mientras mantenía una actitud servil con el turista; o vigilando la salida de emigración en la frontera. Surcos es la abanderada de un cine moderno, frente a la ranciedad moralista o el folklorismo propagandista vigentes en la grisura de una sociedad que sobreviene a duras penas. Adelantada a su tiempo, valiente y humana, con interpretaciones notables, abrió paso a cineastas posteriores como Berlanga o Bardem. Lienzo nada complaciente de los años del racionamiento, queda la duda sobre que tipo de película se habría conseguido realizar, disfrutando de la libertad que tenían los neorrealistas italianos para narrar sus propias miserias.

Una mujer que elige libremente su destino; que no parecía gustarles a los guardianes de la moral. Y que sólo nos dejó para la imaginación uno de los epílogos más valientes de la época. Queda la satisfacción de que, ante las fauces de los cancerberos, se les coló este film avanzado, ninguneando el encargo del almirante Carrero Blanco para propaganda del corrupto Régimen: Alba de América. Historia de cartón piedra, lánguida y bostezable a partes iguales. El panfleto carpetovetónico, no podía competir con el cine que nacía con Surcos, y que venía para quedarse. La pequeñas vendettas que se efectuaron sobre los implicados en la película, no sirvieron para engañar a un público que ya comenzaba a tener madurez y criterio. La patochada histórica fue ninguneada en su exhibición comercial. El realismo social se abría camino, pese a las generosas prebendas del Estado con sus cineastas pesebreros y demás acólitos. La jungla hostil, soterrada, que en realidad era aquella sociedad, se mostraba en toda su crudeza, camuflada bajo la excusa del “interés social”. Los perpetradores de este tipo de dislates de exaltación hispana deberían haber emigrado; al igual que lo hicieron los protagonistas de Surcos; hacia algún paraíso perdido. Para nuestra vergüenza, se quedaron algunos años más. Y para nuestra desgracia.
Curiosidades cinéfilas.
Gonzalo Torrente Ballester, aseguró que “poca gente sabe que yo soy el autor único del guion de Surcos, aunque se figure lo contrario en los títulos de crédito.
Dentro de la metalingüística integrada en el texto, se nos presente una realidad social, común a todas las épocas, de boca de la mantenida de Chamberlain. "No sé qué gusto le encuentran a sacar la miseria. Con lo bonita que es la vida de los millonarios”. El propio Torrente Ballester, comenta en uno de sus escritos que a la gente no le interesaba ver “pobrezas y fracasos” y que “prefieren la película americana, de suntuosos interiores, automóviles despampananantes y vestimentas exquisitas”. No hemos cambiado demasiado.
Durante la huida de Pepe que se esconde tras un muro. En la oscuridad, pueden visionarse muy borrosamente los actores de una película americana que se proyectaba, Joan Bennett, Spencer Tracy. Elisabeht Taylor. Cualquier cinéfilo reconocerá El Padre de la Novia
Uno de los alborotadores que revientan la actuación de Tania, pagados por Chamberlain, para conducirla a la prostitución, es José Guardiola, el cantante.
El teatro donde debuta (y fracasa Tonia) no es otro que La Latina.
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