

El espectador hubiera agradecido un poco de “dixieland” por aquí, un poco de charleston por allí, pero el director nos coloca un anacrónico rap en medio de una orgiástica celebración.
El guión parece concentrarse mas en los aspectos dionisíacos, que en las vivencias humanas. Si, hay una dolorosa historia de amor, pero ya estaba ahí en el libro y con matices muchos más sutiles y delicados. La concepción kitsch (y no carente de osadía) del director pergueña un entorno imposible, que realza con grandilocuentes movimientos de cámara, en un ensayo sobre la megalomanía (la del personaje y la del mismo cineasta), que no deja indiferente. El Gran Gastby, nos recuerda a uno de esos malabaristas que ofertan un número sorprendente y revolucionario, para a continuación vendernos humo y decepción. En el plano visual, el producto es impecable y personalísimo (de esto no hay duda), las interpretaciones solventes y notables. Di Caprio; cada vez más actor; compone un Gastby humano, alterado, que no acaba de encontrar su lugar en el mundo. Ha construido su vida sobre un sueño de amor.
Carey Mulligan (soberbia
en “An Education”), regala una interpretación deliciosa y contenida, como la
amada que no merece los afectos de Gastby, ya que en el epílogo se revela
embustera, traidora y conformista. Tobey Maguire es un actor interesante, como
ya ha demostrado, pero esa autosuficiencia de anuncio de dentífrico, que
derrama durante el metraje, termina ahogando los buenos momentos. Otro de los
escollos del guión es el aura de misterio que rodea al personaje, para que las
expectativas no lleguen a cuajar, dejando a Di Caprio totalmente desnortado, o
el escaso aprovechamiento de un decorado como “El Valle de las Cenizas”, para
elaborar una tesis sobre desigualdades sociales, ocultada por el espectáculo de
fuegos artificiales.

Flota sobre el film una sensación de ajeneidad,
donde el barroquismo visual devora la densidad dramática, donde los
sentimientos y pasiones demostrados, son extraños y chirrían sobre todo en los
momentos mas intensos (véase la discusión en el hotel, cuando Gastby pierde los
papeles). Situaciones de las que se podía haber extraído un coeficiente
escénico superior. El director ofrece una ópera manierista y excesiva, en la que; utilizando símiles musicales; el coro
no deja escuchar las arias. Se echa de menos ese lamento individual y catártico.
El desencanto de esa “Generación Perdida” que Fitzgerald abanderó junto con
otros enormes escritores (John Dos Passos, Ezra Pound, Ernest
Hemingway, John Steinbeck), se echa de menos el canto de cisne de esa sociedad
que esta a punto de sumergirse en el Crack del 29, mientras ahoga en excesos su
angustia vital. De una juventud desencantada envuelta en vapores de jazz y
ginebra. Aquí los árboles no dejan ver el bosque. El enfoque visual y plástico
(sobre todo la anacrónica banda sonora, aunque intercale notas de Gershwin),
parece dirigido a ganarse un público adolescente, con reclamo de un antiguo
ídolo teen, reconvertido en gran
actor, en lugar del crítico retrato de la alta sociedad estadounidense que
concibiera Fitzgerald. La moraleja de esta fábula se disuelve cuando desaparece
el envoltorio y el interior aparece carente de la densidad necesaria, pese a
algunos momentos apreciables, nacidos del talento de los actores. Critica ácida
al “sueño americano”, Gastby resulta ser un vulgar trapichero, que roza la
ilegalidad en sus negocios.
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