LA CARNE Y EL DEMONIO. THE FLESH AND THE FIENDS.1960
No es demasiado atrevimiento afirmar que nos encontramos ante la mejor película de un director que dedico la mayor parte de su tiempo a la productora Hammer, especializándose en cintas de terror, acordes con la estética manierista y el cromatismo barroco de esta industria londinense. Curiosamente esta joya olvidada no fue desarrollada por la anterior. La productora Triad se hizo cargo del proyecto, rodando en los estudios Shepperton, contando con uno de los actores fetiches de Hammer: el versátil Peter Cushing. Las diferencias estéticas y conceptuales viajan desde en ese blanco y negro con vida propia; pleno de claroscuros; que nos regala Monty Berman, hasta la explicitud de la violencia. En esos mismos años Hammer desarrollaba sus películas de vampiros con Christopher Lee, donde la crueldad era ejercida por seres sobrenaturales o contra ellos. Pero este estilo; con abundancia de hemoglobina y estética decadente; no llega a ser más que una tímida y titubéante aproximación a la barbarie, frente a la visceral (y brutal) violencia efectiva, ejercitada por los dos sociópatas. Esta constituye la segunda aparición de estos personajes en el cine. El doctor Knox ya había protagonizado El Ladrón de Cadáveres, basada en una obra de Robert Louis Stevenson. En esta memorable película el profanador de tumbas era Boris Karloff, aunque estaba remotamente inspirada en los hechos reales, no se ajustaba con fidelidad a la historia Cushing; protagonizando sobriamente a un científico imperturbable; volcado en la medicina por encima de todo, aparece como el personaje sobre el que gira la trama, pero los verdaderos protagonistas son los profanadores de tumbas. Donald Pleasance; otro habitual de la escena hammeriana; y el teatral George Rose, componen dos magníficos truhanes. El primero es la personalidad dominante; con ramalazo sicópata y sádico; el segundo, desgrana un oligofrénico de naturaleza dependiente y sumisa. La perversión de Burke y Hare; los tristemente famosos ladrones de cadáveres; se presenta ligeramente asociada al miserabilismo de su entorno, como resultado de un modo de vida.

Dotada de un montaje clásico, un desarrollo de ritmo trepidante, una fotografía certera y guiada por interpretaciones notables de todos los intérpretes, La Carne y el Demonio es una reivindicable obra de las que ya no se hacen. Sorprenden las licencias, teniendo en cuenta la época en que se rueda el film. En las escenas del burdel, el director consigue colocar estratégicamente desnudos integrales, que la censura sólo podría detectar con los modernos reproductores y sus funciones de adelante/atrás/paro. Por aquellos años la Hammer comenzaba tímidos atisbos de sexualidad, sublimándola con insinuantes vampiresas.
La violencia mostrada en pantalla es terrible, y explícita.
Recordando; la secuencia en que Burke trata de matar a un deficiente mental; observado por los ojos febriles de Hare, a la película de Hitchcoch Cortina Rasgada, donde se alarga la dificultad del asesinato para desasosiego del espectador. Coincide en el tiempo esta obra con “La sangre del vampiro” (1958), de Henry Cass, y “Jack the Ripper” (1959), de Robert S. Baker y Monty Norman, para dejar a la posteridad tres notables producciones del thriller y el terror. La historia de los dieciséis asesinatos cometidos por la dualidad de tarados, ha tenido otras revisitaciones cinematográficas: El Doctor y los Diablos de Freddie Francis, o Burke & Hare (2010), de John Landis, aunque nunca se ha conseguido recoger tan magistralmente el pútrido entorno (moral y físico) como en las nebulosa fotografía de ese Edimburgo sobrenatural, en la película de John Gilling, que dedicó sus últimos ocios, a practicar la pesca en España.
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