No es demasiado atrevimiento afirmar que
nos encontramos ante la mejor película de un director que dedico la mayor parte
de su tiempo a la productora Hammer, especializándose en cintas de terror,
acordes con la estética manierista y el cromatismo barroco de esta industria
londinense. Curiosamente esta joya olvidada no fue desarrollada por la
anterior. La productora Triad se
hizo cargo del proyecto, rodando en los estudios Shepperton, contando con uno
de los actores fetiches de Hammer: el versátil Peter Cushing. Las diferencias estéticas y conceptuales viajan
desde en ese blanco y negro con vida propia; pleno de claroscuros; que nos
regala Monty Berman, hasta la explicitud de la violencia. En esos mismos años
Hammer desarrollaba sus películas de vampiros con Christopher Lee, donde
la crueldad era ejercida por seres sobrenaturales o contra ellos. Pero este
estilo; con abundancia de hemoglobina y estética decadente; no llega a ser más
que una tímida y titubéante aproximación a la barbarie, frente a la visceral (y
brutal) violencia efectiva, ejercitada por los dos sociópatas. Esta constituye
la segunda aparición de estos personajes en el cine. El doctor Knox ya había
protagonizado El Ladrón de Cadáveres,
basada en una obra de Robert Louis Stevenson. En esta memorable película el
profanador de tumbas era Boris Karloff,
aunque estaba remotamente inspirada en los hechos reales, no se ajustaba con
fidelidad a la historia Cushing; protagonizando sobriamente a un
científico imperturbable; volcado en la medicina por encima de todo, aparece
como el personaje sobre el que gira la trama, pero los verdaderos protagonistas son
los profanadores de tumbas. Donald Pleasance; otro habitual de la
escena hammeriana; y el teatral George
Rose, componen dos magníficos truhanes. El primero es la personalidad
dominante; con ramalazo sicópata y sádico; el segundo, desgrana un oligofrénico
de naturaleza dependiente y sumisa. La perversión de Burke y Hare; los tristemente famosos ladrones de cadáveres; se
presenta ligeramente asociada al miserabilismo de su entorno, como resultado de
un modo de vida.
En las primeras escenas, los compinches aparecen como unos
pícaros con aires de grandeza, que hasta ese momento malviven a base de engaños
y fullerías, pero sin traspasar ciertos límites. Es durante el asesinato
inicíatico, cuando tras la mirada febril y enfermiza de Hare, (formidable
Pleasance) surge el sicópata que se agazapaba en sus entrañas. En estas calles ponzoñosas, magistralmente
tratadas como un personaje más, todo es insania y ausencia de ética. La
posadera (esposa de Burke), tras superar los escrúpulos iniciales, se vuelve
cómplice de los asesinatos, preocupándose únicamente por la mala imagen que
puede dar su establecimiento, si alguien
ha visto entrar a la mujer, cuyo cuerpo caliente yace sobre la cama. La
verdadera historia de estos asesinos decimonónicos, que vendían los cadáveres
frescos para los estudiantes de anatomía, causo verdadera psicosis en la época,
llegando los parientes a dormir encima de las tumbas durante días. Aunque el
profesor Knox no deja de sospechar acerca del origen de los cadáveres, no hace preguntas y muestra un profundo desprecio ante la frialdad y amoralidad de los
carroñeros. El argumento paralelo corre a cargo del alumno del profesor (John Cairney) y su relación con la díscola y
alcohólica prostituta interpretada por Billie
Whithelaw, unos años antes de
aparecer en La Profecía. Las
siniestras callejuelas, manejadas con bajo presupuesto; pero con genialidad
visual; adquieren vida propia. Regalando un ambiente de opresión y sordidez,
donde la nocturnidad, los adoquines, las tabernas, crean seres inhumanos que
habitan en la noche, en un claroscuro magistral y feérico. En esta fábula
pervertida nada es lo que parece, el epílogo apenas nos deja atisbar la
responsabilidad del médico (a pesar de su predecible redención) como mecenas e
instigador de los sociópatas. En el otro
borde del abismo se nos hace comprender que
las ciencias y la salud humana se
han beneficiado de la existencia de personajes como éste catedrático, que sitúa
la ciencia por encima de otras consideraciones.
Dotada de un montaje clásico,
un desarrollo de ritmo trepidante, una
fotografía certera y guiada por interpretaciones notables de todos los
intérpretes, La Carne y el Demonio es una reivindicable obra
de las que ya no se hacen. Sorprenden las licencias, teniendo en cuenta la
época en que se rueda el film. En las escenas del burdel, el director consigue colocar estratégicamente desnudos integrales, que la censura sólo podría detectar con
los modernos reproductores y sus funciones de adelante/atrás/paro. Por aquellos
años la Hammer
comenzaba tímidos atisbos de sexualidad, sublimándola con insinuantes vampiresas.
La
violencia mostrada en pantalla es terrible, y explícita.
Recordando; la secuencia en que Burke trata de
matar a un deficiente mental; observado por los ojos febriles de Hare, a la
película de Hitchcoch Cortina Rasgada,
donde se alarga la dificultad del asesinato para desasosiego del espectador. Coincide en el
tiempo esta obra con “La sangre del vampiro” (1958), de Henry Cass, y “Jack
the Ripper” (1959), de Robert S. Baker y Monty Norman, para dejar a la
posteridad tres notables producciones del thriller y el terror. La historia de
los dieciséis asesinatos cometidos por la dualidad de tarados, ha tenido otras
revisitaciones cinematográficas: El
Doctor y los Diablos de Freddie Francis, o Burke & Hare (2010), de John
Landis, aunque nunca se ha conseguido recoger tan magistralmente el pútrido
entorno (moral y físico) como en las nebulosa fotografía de ese Edimburgo
sobrenatural, en la película de John Gilling, que dedicó sus últimos ocios, a
practicar la pesca en España.
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