“Trois Souvenirs de ma Jeunesse”, es una pasional producción francesa, donde esta presente esa querencia del autor (Arnaud Desplechin) por el personaje literario y la sombra alargada de Truffaut. El francés no se corta a la hora de desectructurar la narración o de marchar contra el guión, con profusión del uso de la máscara (y viñetas) para destilar estados de ánimo, con narrador omniescente o recurriendo al actor dirigiéndose a cámara en el más académico distanciamiento “brechtiano”. Las peripecias evocadoras del personaje (excelente y sobrio Quentin Dolmaine) pasan por una infancia sin cariño paterno, una; casi aventura de espías en la guerra fría; para desembocar en el nudo gordiano de su vida: su arrebatada relación con Esther, a la que da vida una sorprendente y joven Lou Roy-Lecollinet. La elección narrativa de Desplechin es como una ruleta rusa que distancia del discurso al espectador no entregado, o al adocenado acostumbrado a la duración estándar de una película y el “tempo” palomitero. Su sendero al margen de lo convencional, sorprende (o aleja) al neófito espectador de este amor “fou” contracorriente.
La radiografía de un primer amor; dionisíaco y elegíaco al tiempo; aderezada con leves retazos de aventuras adolescentes, gravita con entidad propia sobre el resto de flashback que se ofrecen casi de guarnición (o Macguffin) para el primer plato de este chef a contracorriente. Paúl Dédalus, el protagonista de la historia, no es un primerizo en la ficción cinematográfica. Ya en 1996, este Dédalus (casi un alter ego) aparecía en Comment je me suis disputé… (ma vie sexuelle). El personaje de Esther podría tener reminiscencias (en modo nínfula) de aquella Emmanuelle Devos, que protagonizara la precuela. Tiene este plato un sabor a “NouvelleVague”, a un primerizo Jacques Rivette, pleno de elipsis, de rupturas argumentales, de experimentación outsider y estructura laberíntica, con balbuceos casi de improvisación en la sala de montaje. Retoma el director a su actor-fetiche, un impasible Mathieu Amalric, que nos conduce a través de su viaje iniciático en una era pre-internet en la que los adolescentes cool escriben misivas (o las leen directamente a cámara) como retrato de una generación.
“Tres Recuerdos de mi Juventud”, es una creación claramente “française”, con todo lo que esto conlleva frente al espectador. Un retrato de vida bohemia, en narración “interrutpus” y con querencia de la elipsis. Un tríptico vital con relación epistolar, utilizando la banda sonora de forma casi no perceptible, pero imprescindible y ecléctica banda sonora que mixtura el mundo clásico con el pionero del “funk” George Clinton , dinamitando géneros y lógica narrativa. Esta herida del primer (y quizás único) amor de Dédalus, le acompañará toda su vida hasta la eclosión final, como en una catarsis a destiempo y casi inútil. Narración de remembranzas y nostalgias, con reminiscencias del “tiempo perdido” proustiano (o del Anthony Doinel o el estudiante de Georges Pérec en “Un Hombre que Duerme”) y ¿porqué no, del Roquentin protagonista de “La Naúsea”. Este film esta impregnado de la querencia del imaginario francés por el artista/intelectual/amante y el amor desbordado, anegado por la corriente. Un amor mayor, si cabe, al concepto mismo del sentimiento arrebatador e idealizador que a la realidad del objeto amado.
Sin obviar el ramalazo sado-anímico de que se nutre el protagonista: “En general me molesta la inteligencia en las mujeres. Me parece demasiado vulgar”. Caldo de cultivo para la dependencia emocional de Esther y el enriquecimiento del ego depresivo y atormentado de Paul Dédalus.
El director muestra en breves pinceladas el devenir del tiempo, la caída del Muro de Berlín, los hombres pájaro de Pentecostés, durante los estudios de Antropología, la mención a Trosky en el piso donde lo acogen, etc. Citas que le sirven como referencia de una generación y al mismo tiempo de linea temporal narrativa.
Gran trabajo de fotografía (Irina Lubtchansky), de amplia paleta cromática que arranca lo mejor de la gestualidad (o inexpresividad) de los juveniles rostros o la abrupta geografía facial de Amalric. Obra desprejuiciada; y con algo de circense trapecio; mixtura de aliento bergmaniano y comedia satírica con evocaciones de Joyce (el protagonista de Ulises y Retrato del Artista Adolescente se apellida Dedalus), conduce al espectador a un sendero donde el amor es una herida de fuego candente que nunca acaba de cerrarse. Un Mathieu Amalric excepcional, secundado por jóvenes promesas. Un poema emocionante, envuelto en apariencia de “matroskas” y capas sucesivas, que nos habla sobre la persistencia de la memoria, sobre aquello que nunca nos abandona, sobre la debacle del mundo adulto incursionando en el amor adolescente. Ese equipaje que estamos condenados a llevar de por vida, aunque hallamos perdido las maletas, y el verbo ya no sirva para expresar nuestra alma.
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