lunes, 29 de noviembre de 2021

Frankenstein. La humanidad del monstruo. El Desván Teatro. Muestra Ibérica de de Artes Escénicas. MAE

 

                            


Diversas han sido las adaptaciones del relato escrito por Mary Shelley, nacido de una apuesta en las largas noches de invierno. Fue difícil librarse de la iconografía de la pantalla con respecto al personaje, al que James Whale dotó en 1931 de unas características que definirían las posteriores versiones de la criatura. Unos dones físicos claramente alejados del concepto de la escritora y que, convertían casi en una caricatura, aquel ser que se rebela contra un creador irresponsable y soberbio. No sería hasta la versión cinematográfica de Kenneth Branagh (1994) cuando se recuperaría el concepto original de la criatura: un amasijo de cicatrices y trozos de cadáveres.

Alberto Conejero ha tenido como guía la obra genésica para su adaptación a las tablas. En 1800 la universidad de Ingolstadt (lugar de nacimiento de los Illuminati) poseía gran fama, quizás esto decidiera a la escritora a situar allí el infame experimento del Doctor Víctor Frankenstein en su intento de suplantar la divinidad.

El Desván Teatro ha situado la obra en su ambiente originario. El laboratorio y todos los artefactos poseen un aroma gótico inconfundible que se potencia con el uso de una acertada luminotecnia (Fran Cordero) de matiz expresionista, que potencia los momentos álgidos o sitúa al espectador dentro de la compleja psicología de algunos personajes. Luces azuladas, ocres, contraluces, cementerios con niebla que potencian la escenografía angustiosa de Diego Ramos.

La criatura nace de la notable interpretación de Alfonso Alonso con declamación y timbre de lo más adecuados para el personaje, capaz de expresar los matices de sufrimiento, ofuscación y profunda metamorfosis que solicita este ser repudiado por su “padre”.



Educada sólo en el odio, la criatura sin nombre trata de potenciar sus sentimientos y afecto, algo que le es negado por su creador. Alberto Amarilla compone un investigador que navega entre la soberbia del Prometeo que roba el fuego a los dioses y las tribulaciones y dudas de quien juega con fuego. El uso de los artefactos permite, acertadamente, convertirlo en cadalso, laboratorio, cementerio o puerto, Los instantes escultóricos son de una siniestra belleza, potenciados por el excelente vestuario de Sol Curiel. Coreografías como el instante grupal en el cementerio son de una profunda e inquietante belleza y de un enfermizo romanticismo. Noelia Marló, rica en tonalidades, regala una interpretación plena de frescura para su Elizabeth Lavenza.

La música (Álvaro Rodríguez Barros), se imbrica adecuadamente en la dramaturgia con suaves e inquietantes arpegios e instantes de cuerda con lúgubres efectos. El uso del espacio escénico es plural y acertado, sacando provecho a todas las perspectivas, rincones y posibilidades del aparataje y el escenario.

La obra disecciona ante el espectador dilemas éticos y eternos. Atemporales como la inteligencia artificial o la posibilidad de crear o clonar vida. El deseo del hombre de ser libre, descubrir los secretos de la muerte y la vida, el juego con el orden natural, la responsabilidad o la culpa.

Víctor Frankenstein ha creado su propio Génesis: una criatura a su imagen y semejanza.

Este “Frankenstein” de El Desván Producciones es una recomendable, certera y respetuosa adaptación al teatro de la obra señera de Mary Shelley, que recrea; con precisión quirúrgica; todo el universo nacido aquellas gélidas noches de invierno en Villa Diodati. Hoy convertidos en leyenda.



 

Ficha Técnico – Artística

Dirección. Antonio Castro Guijosa.
Dramaturgia. Alberto Conejero (a partir de la novela de Mary W. Shelley)
Diseño de producción.
 Domingo Cruz.
Actores. 
Alberto Amarilla, Alfonso Delgado, Noelia Marló, Francisco Blanco, Gonzalo Validiez y Ángela Carrero.

Diseño de espacio escénico. Diego Ramos

Diseño de vestuario. Mónica Tejeiro

Composición musical. Álvaro Rodríguez Barros

Iluminación. Fran Cordero

Ayudante de dirección. Juan Vázquez

Diseño gráfico. Alberto Rodríguez

Realización de vestuario. Sol Curiel

Realización de escenografía. Talleres el Molino

Coordinación técnica. Nicolás Sanchez

Administración y producción. Rosario González

Comunicación. Toni Escobero

Fotografía. Esther Patricia Grande e Ivan Ortiz de Frutos

Fotografía cartel. Luis Saguar

Técnico de sonido. Jose Manuel Espinosa (Espi)

 

 

 

lunes, 15 de noviembre de 2021

XXXIV FESTIVAL INTERNACIONAL DE JAZZ DE BADAJOZ. Gonzalo Rubalcaba y Aymée Nuviola

 

                        


 

Todo un acierto de la organización del Festival incluir el dúo formado por la cantante, pianista y compositora, Aymée Nuviola y  el pianista Gonzalo Rubalcaba. Aymée y Gonzalo fueron nominados al Grammy en la categoría de mejor álbum de jazz. Y puro jazz fue lo que se escuchó entre las tablas del López de Ayala. Jazz que surgía desde la garganta poderosa de la cubana con amplio diapasón, capaz de abarcar el tempo más intenso en la timba bailable hasta delicadas baladas, donde el terciopelo de su garganta modula espacios jazzísticos, apoyándose en la soberbia técnica de Gonzalo Rubalcaba, pleno de matices en los instantes vocales y con técnica desatada en los pasajes instrumentales.

La digitación del pianista es limpia, sobrecogedora. Los alardes técnicos van unidos a una expresividad sorprendente. Rubalcaba es músico enciclopédico, improvisador señero con amplio conocimiento de los estándares estadounidenses y sus dobleces, pero capaz de hibridar ambos mundos, de destilar el sonido isleño, misturado con sus conocimientos foráneos.

A lo largo del concierto dejó patente su cristalina velocidad, esa velocidad tatumiama que no pierde precisión al atacar la tecla. En sus interpretaciones se pueden apreciar realces del clasicismo tantos años estudiado con flecos del bopper más puro. Cuando se entremezclan con el aroma afrocubano, el resultado es una catarata de fragancias musicales. Frente a la cantante, practica la contención, la casi ocultación, solapando la tecla a un segundo plano, para revivir en la sección propia y regalar un derroche de técnica, versatilidad, sentimiento (y simpatía) en fraseos intensos y sublimes.



La mistura entre la tecla acariciada y el terciopelo de la garganta de Aymée es de una profunda belleza. La interpretación de la cantante es puro sabor, son en estado puro. Enriquecida por los matices jazzy de Rubalcaba, forman un intenso tapiz de sentimientos, colores y humor. Aymée domina el escenario con señorial presencia, plena de matices. Sabe cómo llegar al público y domina la escena, ya sea en una interpretación canónica, ya sea recreándose en la improvisación más desatada, sonera y salpicada de cubano humor.



Se  merienda el bolero, se lleva de calle al público con La Bemba Colorá o se arranca con unas Lágrimas Negras que quitan el hipo. Luce una tesitura media-grave de gran profundidad, no demasiado amplia, pero cálida y potente, capaz de jugar con improvisaciones vocales (lalaleos). El registro es capaz de abarcar plurales estilos, dado su versatilidad. Pero lo más destacado en Aymée Nuviola es la carnalidad del verbo, la intensa palpitación en la interpretación, la emoción que se derrama. Ese caleidoscopio de sabores, formas y vivencias ¿Qué público habría aventurado que en un festival de jazz iban a acabar cantando y bailando?

Todo un acierto de la organización de este XXXIV Festival de Jazz. Palabras mayores.

 


domingo, 14 de noviembre de 2021

Satanás, de Marino González Montero. La trilogía Oscura

 

                            


 

Marino González Montero es autor poliédrico. Su labor literaria abarca la poesía, el relato (Premio Setenil. 2004). Pero también navega con holgura por las versiones de clásicos grecolatinos, versos flamencos o estudios sobre características arquitectónicas o antropológicas extremeñas. Por no olvidar su faceta de editor (de la luna libros) o codirector de la revista literaria La Luna de Mérida.

Concluye con este Satanás (de la luna libros. 2021), la oscura trilogía imaginada por Marino González Montero. Una conclusión tan  aritmética como la coda de una partitura. Un epílogo lógico (dentro de la ilógica), racional (dentro la irracionalidad) y congruente, dentro de ese; casi teatro del absurdo; que compone la tríada dramática del almaraceño. “Satanás” conserva todos los estilemas del autor, todas las obsesiones e inquietudes antropoespirituales que ya apuntaran maneras en Muerte por Ausencia o Laberinto, anatomía del presente,  proféticas entregas de esta cronología del absurdo humano.

Los personajes son trasuntos de sí mismos. Espejos en esta narrativa circular que nos devuelve una y otra vez al abismo de lo incógnito, a las tribulaciones y zozobras básicas del ser humano. Hombre y Mujer son atemporales, navegan por las tres obras como espectros buscando respuestas, buscando su anagnórisis. El reconocimiento de algo que han perdido, los motivos y claves de estos encuentros nada casuales. El personaje ausente de la primera, se carnaliza en la diosa Tyche de la segunda, para culminar la trilogía con un personaje omnisciente que conoce todo acerca de Hombre y Mujer, pero los necesita desesperadamente.

Este Satanás oscila entre un pobre diablo (si se me permite el juego de palabras) y un Demiurgo  que lleva observando a la humanidad desde el principio de los tiempos. La humanización del personaje llega de ese sentido del humor marinomontesco, que introduce chascarrillos casi expresionistas, juegos de palabras inteligentes y respetuosos para el espectador connaisseur, anglicismos, referencias mitológicas frente a lenguaje coloquial. Una alquimia verbal y dramática que hace que estas obras salgan al mundo con vocación de culto.

Los textos de esta umbría trilogía siempre dejan escuchar una corriente subterránea, algo soterrado, oculto bajo el disfraz del olvido que surge con fuerza inasible e implacable. El pasado de los personajes que vuelve. Las acciones de antaño que no se pueden ocultar siempre y se desbordan con la intensidad de un volcán, cambiando las vidas y ejerciendo de catarsis necesaria y anhelada.

Para construir su universo disparatado (a la vez que grave), surrealista (a la vez que certero), jocoso (a la vez que espinoso), el autor maneja; con lúdica filosofía; elementos de la Commedia dell´ Arte, frases de elevada lírica, juegos de palabras, reminescencias de Sartre o Beckett, o distraídos anglicismos para conseguir destilar esa mistura entre drama y tragedia que es la marca de la casa. Lo tragicómico aquí nos conduce hacia las obsesiones más elementales, las angustias más básicas. Los miedos y tribulaciones del ser humano. El triángulo dramático ahora cierra el círculo de esos personajes que, siempre desconocen el significado de su presencia en esos escenarios parcos, expresionistas, simbólicos y oníricos en los que tienen que descubrir su purificación.

Este Satanás deviene un protagonista potente, señero y algo sufridor en el gran teatro del mundo. Con sus ágiles diálogos, su ironía extrema y su profunda humanidad. Porque lo que les ofrece el ángel caído a Hombre y Mujer es recuperar sus orígenes. En base a un texto soberbio, elaborado con precisión de orfebre, este “satanito” les dona a los hombres su propia humanidad frente al avance imparable de la deshumanización.



Insiste Marino González Montero en complicar la vida a los compositores con rimas imposibles, con textos casi  inmusicables. Plenos de referencias a la antigüedad clásica, filosóficos o certeramente bordes, que dificultan la partitura notablemente, pero mantienen ese matiz tan propio del autor de jugar con el musical como una baza más de su universo disparatado e irreverente.

Un cosmos que ha sellado con esta última entrega del triángulo umbrío, donde Satanás como un moderno Prometeo les retorna el fuego a los hombres con la forma de la dignidad y la razón. Un espíritu de lo oscuro que; paradójicamente; viene a donarles la luz. No en vano otro de sus nombres es Luzbel (portador de la luz) Ya me estoy contaminando del irreverente humor marinomontesco...

lunes, 8 de noviembre de 2021

Presentación del Himno del Instituto de Badajoz (1932)

 



La presentación del “Himno del Instituto de Badajoz”; compuesta por Bonifacio Gil, con letra de José Mª Ruano, es el fin de una aventura en base al deseo de conmemorar el 175 aniversario del Instituto de Badajoz. En las actas de las sesiones del Claustro (1931/32) se rastrearon noticias referentes a la realización de dicho himno, que había sido solicitado por un grupo de alumnos al compositor y músico militar y sobre la creación de un Orfeón escolar. La búsqueda de Ángel Zamoro (Ex director del Instituto Zurbarán), fructificó con el hallazgo de una reseña periodística de la época.

La noticia, localizada en el periódico La Libertad de 1 de Diciembre de 1932, narraba la realización de una velada literaria donde se interpretaría dicho himno por parte del Orfeón de la Asociación de Estudiantes de Bachillerato. Un catedrático de dicho Instituto, el poeta José Mª Ruano, constaba como el autor de la letra. La idea de restauración del manuscrito incompleto, localizado en el conservatorio Bonifacio Gil, llevó a la elección de Jerónimo Gordillo Hernández, profesor de Composición y Jefe de Estudios a quien la directora del Centro, María del Rosario Mayoral Núñez, encargó el arduo empeño. La conservación del manuscrito debe agradecerse al bibliotecario del Conservatorio, Sixto Torres.

La parte literaria consistió en añadir algunos versos a los compases faltantes.

Jerónimo Gordillo


El manuscrito estaba elaborado a lápiz, con escritura de plica a la derecha, pleno de tachaduras y notas provisionales, lo cual hace pensar que se trata de una de las versiones genésicas. Jerónimo Gordillo ha trasladado el original a una edición restaurada de una voz única, en su propio pentagrama, con acompañamiento de piano. El mismo ponente comentó la dificultad técnica en algunos segmentos para adecuar la partitura.

Para la edición de la obra se ha empleado del programa GNU LilyPond, con más de veinte años de existencia, a cuyo equipo de desarrollo pertenece Francisco Vila Doncel  (Doctor por la UEX y profesor del Conservatorio)

La presentación de este importante evento se realizó en la sede de la Real Sociedad Económica de Amigos del País.

Francisco Vila


El himno, al uso de la época comienza casi como una fanfarria militar, manteniendo el espíritu de matiz marcial en sus primeros segmentos, reposando en el tronco central, para retomar como estribillo el inicio. El verso está compuesto por cuartetas heptasílabas y hexasílabas, de añejo sabor como era propio de la época. Los versos añadidos se han mimetizado con el estilo y se imbrican con fluidez dentro de la obra.

El Himno fue interpretado por el Coro del Conservatorio Superior de Música “Bonifacio Gil”; dirigido por Sara Garvín, con el  piano de Saúl Salguero Pérez







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domingo, 7 de noviembre de 2021

El último duelo. Amarga victoria

 

                                                         


 

No cabe duda de que Ridley Scott se ha posicionado como el gurú del cine histórico con sólidas bases, capaz de situarse en el intimismo de Los Duelistas, o navegar por la épica de Gladiator y El reino de los cielos.

El último duelo es la paleta histórica de un paisaje y una época (con todo lo que ello conlleva), un paseo por el amor y la muerte bebiendo de las fuentes de aquel icónico “Rashomon” donde Kurosawa jugaba con las perspectivas de los personajes y que influenció en posteriores incursiones. Como el western “The Outrage” (Cuatro Confesiones. 1964), por no hablar de las influencias del maestro en Tarantino, Singer, Tykwer o Zhang Yimou. Este efecto polinizador incluso alcanza a Minnelli (Cautivos del mal. 1952) o al Altman de Gosford Park. 2001.

El director se ha basado en un hecho real para desarrollar el guión. En Normandía, el caballero Jean de Carrouges gobernó varias propiedades al servicio del conde Pierre D´alençon. Pasó a la historia por luchar en uno de los últimos duelos judiciales permitidos por el rey y el Parlamento contra el escudero Jacques Le Gris. El último duelo verdadero fue en 1547. Los caballeros que llevaban el bacinet y el grueso jac sobre la cota y el rondache fueron Guy Chabot de Jarnac que se enfrentó a François de Vivonne.



Scott  ha hecho a conciencia los deberes. La cronología, así como la mayor parte de los hechos, diálogos y situaciones están tomados de obras como “Chronique du Religieux de Saint-Denys”, traducido por Steven Muhlberger  o las crónicas (Cuentos) de Jean Froissart, los registros del Parlamento de París o las notas del abogado de Le Gris, Jean Le Coq.  Todo ello pasado por el tamiz del ensayo del especialista en historia medieval Eric Jager (basado en fuentes primarias) del mismo título.

La definición de personajes es certera e icónica. Adam Driver (Jacques Le Gris) es un libertino, hedonista y (para más inri) un ordenado eclesiástico. Esto le permite el acceso a unos conocimientos (latín, lectura, etc) que tan sólo poseía la Iglesia en el Medioevo y que, a lo largo del film, utiliza largamente para su beneficio.



Jodie Cormer, que ya dio muestras de cómo desarrollar un personaje emblemático en la serie “Killing Eve”, es Marguerite de Carrouges, una mujer culta, capaz de organizar, sacar adelante y convertir en fructíferas todas las posesiones. La otra punta del triángulo es el señor de Carrouges (Matt Damon), casi un gañán, algo tosco y más obsesionado con el honor y la propiedad que con la expresión de afectos conyugales. Un irreconocible Ben Affleck construye un noble ceremonioso, pagado de sí mismo y de porte aristocrático. El aspecto formal de Carrouges parece extraído directamente del Heston de El señor de la guerra (Franklin J. Schaffner. 1965),  la estética y el pathos se mantienen mucho más cercanos a Los señores del acero (Paul Verhoeven. 1985), que a aquellas producciones hollywoodienses donde la mujer era poco más que un ornamento, una dama secuestrada o la acólita del señor. Virginia Mayo en El Talismán aguarda, apática, el rescate por parte de sus fieles. Los caballeros del Rey Arturo está teñida de un torpe e ingenuo romanticismo y Rebeca es juzgada por hechicería (otro de los roles medievales de la mujer) en Ivanhoe. Existe una coincidencia entre estas dos opciones cinematográficas tan disímiles en sus conceptos y sus estéticas ante la que no se puede pasar de largo por su perversidad conceptual: la suerte de las mujeres quedaba decidida por “el juicio de Dios”.

El epílogo de El último duelo es decepcionante por mucho que nos empeñemos en buscar victorias pírricas en el mensaje, como veremos a continuación. El trato que se da a las mujeres protagonistas es casi instrumental, al servicio de un guión donde los protagonistas absolutos son masculinos. No nos equivoquemos. El poder está en las manos de un sistema heteropatriarcal, un poder que “produce placer” y entonces, no hay crimen.



No hay mayor monstruosidad que dejar la verdad en manos de un enfrentamiento donde la suerte, la pericia y diversas circunstancias deciden las vidas de unas personas. El destino de Margerite depende de la habilidad de su esposo para la lucha, no de una decisión divina. No hay verdadera victoria en el triunfo en la palestra de Carrouges. De hecho parece moverse más por el honor y la aprobación popular que por un apasionado sentimiento por su esposa. Durante la secuencia del triunfo, mientras se baña en la aclamación de las multitudes, alguien desde el estrado tiene que recordarle que su mujer está encadenada todavía.

La película omite situaciones como la ceremonia que convierte a Gris en caballero, para que pudieran estar en igualdad o los testigos que presentó y declararon que se encontraba muy lejos el día de la violación. No era de extrañar, ya que la legislación medieval prescribía castración, cegamiento o ahorcamiento para los perpetradores. El marco legal llegaba a reconocer la violación en trabajadoras sexuales o incluso de personas intoxicadas.

Pero la realidad era distinta. El castigo no se aplicaba en la mayoría de los casos o se les imponía una simple multa. El acceso de las víctimas al juicio era arduo y complicado, por no hablar de los acuerdos financieros o la terrible solución de matrimonio con el violador. Ante la imposibilidad de demostrar que se había luchado con todas sus fuerzas y resistido o la necesidad de que los vecinos hubieran oído los gritos, todo se hacía mucho más duro y arduo para la mujer.


Incluso se recomendaba acudir a la aldea más cercana para mostrar el daño causado, los desgarros y la sangre (sic).

Los jueces afinaban todo lo posible buscando cualquier confusión en la declaración para invalidarla. No podía diferir ni el más mínimo detalle. A una niña de 11 años que equivocó el día de la semana en que se produjo la violación la sentenciaron a pagar daños y perjuicios y se libro de la cárcel debido a la edad. Otra mujer del siglo XIII, llamada Rose fue encarcelada durante dos años, después de denunciar la violación, ya que no pudo definir la fecha. Los casos más gravosos eran los de embarazos posteriores, ya que la mentalidad heteropatriarcal creía que tan sólo gozando durante el acto (frui per unionem carnalem) era posible procrear. El recién nacido tan sólo debía concebirse dentro de la “honesta copulatio” Pese a ello hubo mujeres que se atrevieron a denunciar esta terrible violencia. No obstante la voluntad didáctica del director, denota una cierta incredulidad en la capacidad del espectador. En un ejercicio erróneo de pedagogía, sobre el cartel de “La verdad de Marguerite”, se desvanece el final. Queda tan solo “la verdad”.

Mucho más terrible era la creencia de la imposibilidad de embarazo durante la violación. Si esta se producía, los ínclitos jueces daban por sentado que la mujer había “disfrutado” durante el acto. En la mentalidad de la época para producirse en embarazo la mujer debía experimentar la Petite Mort (poética forma francesa para definir el orgasmo), de lo contrario no había embarazo. Este término, acuñado en el siglo IX, es referido varias veces a lo largo del film. El interés del varón en el hecho de que la mujer alcance el clímax se debe únicamente a un interés reproductivo y de linaje. Incluso la madre del protagonista se inmiscuye en tan íntimos momentos.

Los instantes del juicio constituyen algunos de los momentos más humillantes y vergonzantes da la película. El testimonio sobre sensaciones íntimas, las preguntas capciosas de los clérigos reacios a dar la razón a la mujer, la búsqueda del menoscabo de la denunciante, son filmadas por Scott con maestría, consiguiendo mostrar la infamia y la injustica del mundo en que debían sobrevivir luchadoras como Marguerite.



Damon construye el personaje con solvencia. Un tipo que consigue una cierta empatía con el espectador. Pese a sus básicos y elementales conceptos del mundo, el honor o la propiedad. La guinda del pastel es cuando le dice a Marguerite que “Mañana me voy a jugar la vida por vos”, pero olvida el pequeño detalle. Si es derrotado, su esposa será desnudada, humillada y quemada en la hoguera. También obviaba que él se jugaba la vida constantemente por otras causas menos importantes.

El otro “detallito” es que los juicios por violación, como el representado en el film, se llevaban a cabo, no contra la afrenta y la violencia a la mujer, sino contra la honra y la “propiedad” de la casa de Carrouges. A este efecto recordemos esa secuencia final donde el populacho aclama al héroe “por la gracia de Dios”. Un héroe mucho más interesado en los aplausos efímeros, los beneplácitos reales, las recompensas y los honores. Este “día de la marmota “medieval, no es la victoria que se nos ha tratado de vender desde algunas posturas. El hecho de que el marido le pregunte a su esposa si es la verdad lo que le cuenta cuando le confiesa el violento asalto, ya nos indica el camino que vendrá. Marguerite, valiente, osada sin duda, una mujer de inusitado coraje, no es más que una pieza de ajedrez en este juego donde confluyen el heteropatriarcado, el poder de la iglesia en la época y  los desniveles sociales. Una partida entre el ombliguismo de Carrouges y la injusticia conceptual para los más débiles que se respiró en Europa durante siglos. Marguerite es una posible víctima de la ordalía en el caso de que su “defensor” no de la talla.

El entorno que rodea a Marguerite es de un oscurantismo salvaje. Desde la confesión de Pierre le Gris, que dice al sacerdote que cometió “adulterio”; lo cual supone consentimiento por parte de la víctima; hasta la contestación que le da al abogado eclesiástico cuando el pregunta si hubo resistencia. “Se resistió un poco, como es costumbre”. Vomitivo. Pero el mayor segmento de oscuridad procede del propio entorno de Margerite, con una suegra que le confiesa que a ella también la violaron y no fue a molestar a su señor “que se ocupaba de cosas más importantes”. La falta de sororidad de las mujeres que rodean a Marguerite es terrible. Hasta su mejor amiga la traiciona.



Ridley Scott consigue narrar ágilmente, sobrevolando sobre la densidad a que se prestan algunos instantes y la peligrosa reiteración de los flash-backs que hace peligrar el ritmo narrativo circular y penaliza el interés. El director dirige una sinfonía de violencia y suciedad moral, una paleta mugrienta sobre un Medioevo inmundo física y espiritualmente. La capacidad para mezclar momentos íntimos y pequeños instantes con la parafernalia épica, dota de un ritmo narrativo que hace corta la duración del film. Aunque algunos fondos mate no se mezclan con el primer plano real de forma cómoda y los CGI de multitudes, se presentan algo toscos. Incluidas las sangrientas salpicaduras obtenidas digitalmente.

La oscuridad envuelve las secuencias, con una certera iluminación de velas (Dariusz Wolski), que recuerda el Barry Lyndon de Kubrick, en contraste con los asfixiados grises azulados de los exteriores. La iluminación nos guía por las situaciones e interior de los personajes. La banda sonora  (Harry Gregson-Williams) alterna el intimismo en algunos pasajes con la épica dramática que se crece en el tercio final.   

Las escenas bélicas se resuelven sin partitura. Tres temas centrales desarrollan a los personajes. Marguerite se lleva la mejor parte con “Celui que je Désire”, un aroma espiritual que funciona como referencia. El tema se desarrolla según la situación, puede ser minimalista, desolador o delicado, dependiendo del momento.

La obra tiene un aroma occitano utilizando modos medievales.

 Las notas dedicadas a Jean de Carrouges son rotundas, enfatizando el carácter épico del personaje. La oscuridad es la partitura de Jean Le Gris, emulando aullidos. Corresponde a una mentalidad fría, mecánica, carente de empatía. 

 Las interpretaciones son notables, destacando el control gestual de una enorme Jodie Cormer, capaz de transmitir tan solo con una mirada, plena de modulaciones y sutileza, o las tablas soberbias de una Harriet Walker como madre marchita, llena de sabiduría interpretativa. Adam Driver dibuja un personaje lleno de luces y sombras. Un hombre culto, cuyo conocimiento no le libra de las lacras conceptuales de su mundo, hasta el punto de hacerle creer que está viviendo una especie de juego cortés con su víctima. De hecho muere convencido de que fue cosa de dos.

Ben Affleck dibuja una parodia de sí mismo. Un papel casi alimenticio, pero necesario para el desarrollo de la narración, con el que quizá se cargan demasiado las tintas con el fin de proyectar el rechazo del espectador hacia el esperpéntico rol ¿Bacanales medievales para el duque ligh-Sade? Affleck consigue captar cierta simpatía hacia su personaje dentro de su villanía.



El gañán perfilado por Damon es arrogante, victimista, rencoroso y ególatra. Cree que el mundo le debe algo y vive en consecuencia.

La propuesta de Scott no es otra que la de una “amarga victoria” remedando el título de la soberbia película interpretada por Bette Davis (1957). Una victoria llena de sinsabores, ya que ha dependido de la suerte, de la habilidad de su esposo-propietario  y es coreada por la misma canalla que estaría celebrando su quema en la hoguera si su paladín hubiera resbalado “según el deseo de Dios”.

A sus 83 años, Ridley Scott sigue estando en forma (aunque las aseguradores opinen lo contrario), es capaz de crear mundo holísticos, táctiles, vívidos  con una artesanía soberbia. De crear una cosmovisión, donde sus estilemas: el humo, la parafernalia, las ubicaciones, son secundarios frente a la  mostración de pasiones humanas universales.

Las escenas bélicas rescatan el lado operístico del director. Son certeras, de intensa coreografía, salvo en escasas tomas, donde el efecto Greengrass nos somete a movimientos de cámara en los que no sabes que está pasando. Especialmente memorable es todo el segmento del duelo, donde la ultraviolencia se convierte en una carnicería. Nada más lejano de las propuestas hollywoodienses sobre esta era oscura. En el paisaje moral señorea la grisura tanto como en la espléndida fotografía. No hay nada catártico en el resultado del sangriento evento.

No hay ninguna epifanía. Tan sólo, una amarga victoria.