domingo, 14 de enero de 2024

PENNY DREADFUL. ÚLTIMA TEMPORADA

 

PENNY DREADFUL,. EL CANTO DEL CISNE OSCURO. ULTIMA TEMPORADA

  

Gótica, oscurísima, atávica, laberíntica. La obra del guionista John Logan (Gladiador, El Aviador, Skyfall) llega a su inevitable epílogo, dejando en el espectador un sabor agridulce, un cierto aroma a premura y una gran pesadumbre, debido a lo inevitable del desenlace. Acierta esta temporada en la inclusión de nuevos personajes, en el desarrollo de las subtramas que, a nivel visual, adquieren la riqueza fílmica del contraste visual y argumental. Sirva como ejemplo ese extraordinario episodio “A Blade of Grass”, donde se produce la transición de una persecución wensteriana a través de un luminoso desierto almeriense; que haría las delicias de John Ford; para introducirnos en el bizarre más desquiciado durante la orgía hemoglobínica en la mansión de Dorian Gray, y culmina entre las paredes acolchadas de un frenopático del cual no salimos en el resto del metraje. Curiosamente este episodio, que se apuntala sobre la interpretación desaforada de Green, en contraste con la aparente levedad de un enorme Rory Kinnead, está enriquecido por una de las mejores aportaciones de esta temporada: Patty Lupone (Doctora Seward).
         



 La sobriedad interpretativa de esta actriz, que ya elevaba el listón en uno de los mejores episodios de la temporada anterior (la iniciación en la cabaña del bosque), es el alfa para el omega de la perfomance de Eva Green. Aunque en aquella ocasión el personaje recreado por Lupone era una antepasada del actual. Los aciertos de la puesta en escena han sido una de las marcas de clase de estos “Penny Dreadful”, que como aquellos panfletos que se vendían por un penique, han llevado el terror a los incondicionales.
Entre escenas bizarras, diálogos brillantes, interpretaciones entregadas (Eva Green. Billie Pipper, escapada de la cabina del Dr Who), frente a la sobriedad como arma para  veteranos como Thimothy Dalton, Patty Lupone, Wes Studi, Hellen McCrory, incluso el aparentemente desangelado Dorian (el cantante Reeve Carney), compone un personaje totalmente coherente con su situación, atrapado en el hedonismo eterno, pese al escaso juego que le da la dramaturgia. Su relación con la, también cantante, Billie Pipper, está teñida de una bizarría y un erotismo enfermizo.


La inclusión de la jovencísima Jessica Barden (Tamara Drewe, En la Mitad Oscura, Lejos del Mundanal Ruido), tiñe de un sensualidad insana y de alto voltaje, la mansión del inmortal personaje creado por Oscar Wilde, interpretando a Justine ¿un homenaje velado al marques de Sade? Penny Dreadful ha cautivado por su poesía oscura, el respetuoso homenaje a iconos del mundo de los terrores (literarios o fílmicos), aunque a algunos; dadas las limitaciones de tiempo; han resultado excesivamente planos para sus posibilidades. Desaprovechados en lo literario quedan el Dr. Frankenstein y la novedad de esta temporada: el Dr Jeckyll que se quedan a las puertas de esta historia de noche eterna y romanticismo enfermizo. Un cuento cruel donde poemas de los románticos Wordsworth, Shelley y Tennyson, se entremezclan con criaturas de la noche, la perversión y el mal absoluto. Los continuos homenajes y referencias a la literatura y al cine han teñido el guión de esta serie. Josh Hartnett (rescatado de Pearl Harbour y debacles similares) interpreta con convicción un hombre-lobo que se apellida “Talbot”, como el licántropo de las míticas películas de la Universal. 



La doctora recreada por Patty Lupone, que ayuda a Vanessa, es una referencia nada velada al incipiente psicoanálisis, mientras que el nombre de Justine (Jessica Barden) es el título de la famosa obra del marques de Sade.
El alocado y noble egiptólogo Ferdinand Lyle, interpretado excelentemente por Simon Russel, nos remite a otras obras de la casa como la saga de “La Momia”, la Criatura navega entre el hielo como en el epílogo de la novela primigenia de Mary Shelley, la Doctora Seward lleva el apellido del director del siquiátrico de la novela “Drácula”. 


Sin olvidar las apariciones de muñecos terribles de ventrílocuo, otro de los clásicos del cine de terror. También aparecen otros creados por la literatura: las brujas de Macbeth, Rendfiel, el fiel servidor del vampiro de Bram Stoke. Referencias a situaciones reales: el tétrico museo de cera, Jack the Ripper, y un largo etc.



El pilar interpretativo ha sido sostenido por una Eva Green en estado de gloria. Pletórica de recursos interpretativos, capaz de manejar los extremos del abanico sensorial. De hacer creíble y cercana la única criatura original (Vanesa Ives), no extraída de la literatura. Algunos de los mejores capítulos han nacido de la mano de directores españoles: J. A. Bayona (El Orfanato, Lo Imposible) y el sevillano Paco Cabezas (Carne de Neón, Tokarev), que filman con una precisión milimétrica y el equilibrio exquisito que precisaba el goticismo desaforado de esta trama. 




 La densidad de la trama y la continua evolución, obliga a desaprovechar algunos personajes como el interpretado por la actriz teatral y cantante Sarah Greene (El Irlandés, Noble),la bruja Hécate, que acompaña a Talbot en su éxodo, y cuya presencia se va diluyendo pese a su esforzada interpretación. Todo lo contrario sucede con su padre Jared Talbot. Un potente y veterano actor irlandés: Brian Cox (Troya, Braveheart, The Boxer) da un juego notable a sus escasos minutos en pantalla. 



Penny Dreadful ha sido un enorme “mashup” visual. Una pócima inyectada en vena donde tenía cabida toda la mitología del terror con particulares pinceladas,
 La temporada comenzaba el día de la muerte de Alfred Tennyson, con el profesor Lyle despertando a Vanessa de su letargo mortal y culmina con la criatura de Frankenstein recitando un verso de Wordsworth a modo de oración,
Dos adalides del romanticismo literario. Penny Dreadful es básicamente eso. Romanticismo desaforado. Absurda lírica del abismo. Un Dickens pasado por el tamiz de la insanía. Un poema gótico al amor oscuro. El canto de un cisne negro que deseaba un plumaje blanco, aunque perdiera la belleza en el camino.


martes, 2 de enero de 2024

TRES RECUERDOS DE MI JUVENTUD. ARNAUD DESPLECHIN

 


                 





“Trois Souvenirs de ma Jeunesse”, es una pasional producción francesa, donde esta presente esa querencia del autor (Arnaud Desplechin) por el personaje literario y la sombra alargada de Truffaut. El francés no se corta a la hora de desectructurar la narración o de marchar contra el guión, con profusión del uso de la máscara (y viñetas) para destilar estados de ánimo, con narrador omniescente o recurriendo al actor dirigiéndose a cámara en el más académico distanciamiento “brechtiano”. Las peripecias evocadoras del personaje (excelente y sobrio Quentin Dolmaine) pasan por una infancia sin cariño paterno, una; casi aventura de espías en la guerra fría; para desembocar en el nudo gordiano de su vida: su arrebatada relación con Esther, a la que da vida una sorprendente y joven Lou Roy-Lecollinet. La elección narrativa de Desplechin es como una ruleta rusa que distancia del discurso al espectador no entregado, o al adocenado acostumbrado a la duración estándar de una película y el “tempo” palomitero. Su sendero al margen de lo convencional, sorprende (o aleja) al neófito espectador de este amor “fou” contracorriente. 

La radiografía de un primer amor; dionisíaco y elegíaco al tiempo; aderezada con leves retazos de aventuras adolescentes, gravita con entidad propia sobre el resto de flashback que se ofrecen casi de guarnición (o Macguffin) para el primer plato de este chef a contracorriente. Paúl Dédalus, el protagonista de la historia, no es un primerizo en la ficción cinematográfica. Ya en 1996, este Dédalus (casi un alter ego) aparecía en Comment je me suis disputé… (ma vie sexuelle). El personaje de Esther podría tener reminiscencias (en modo nínfula) de aquella Emmanuelle Devos, que protagonizara la precuela. Tiene este plato un sabor a “NouvelleVague”, a un primerizo Jacques Rivette, pleno de elipsis, de rupturas argumentales, de experimentación outsider y estructura laberíntica, con balbuceos casi de improvisación en la sala de montaje. Retoma el director a su actor-fetiche, un impasible Mathieu Amalric, que nos conduce a través de su viaje iniciático en una era pre-internet en la que los adolescentes cool escriben misivas (o las leen directamente a cámara) como retrato de una generación.
 “Tres Recuerdos de mi Juventud”, es una creación claramente “française”, con todo lo que esto conlleva frente al espectador. Un retrato de vida bohemia, en narración “interrutpus” y con querencia de la elipsis. Un tríptico vital con relación epistolar, utilizando la banda sonora de forma casi no perceptible, pero imprescindible y ecléctica banda sonora que mixtura el mundo clásico con el pionero del “funk” George Clinton , dinamitando géneros y lógica narrativa.  Esta herida del primer (y quizás único) amor de Dédalus, le acompañará toda su vida hasta la eclosión final, como en una catarsis a destiempo y casi inútil. Narración de remembranzas y nostalgias, con reminiscencias del “tiempo perdido” proustiano (o del Anthony Doinel o el estudiante de Georges Pérec en “Un Hombre que Duerme”) y ¿porqué no, del Roquentin protagonista de “La Naúsea”. Este film esta impregnado de la querencia del imaginario francés por el artista/intelectual/amante y el amor desbordado, anegado por la corriente. Un amor mayor, si cabe, al concepto mismo del sentimiento arrebatador e idealizador que a la realidad del objeto amado. 
Sin obviar el ramalazo sado-anímico de que se nutre el protagonista: “En general me molesta la inteligencia en las mujeres. Me parece demasiado vulgar”. Caldo de cultivo para la dependencia emocional de Esther y el enriquecimiento del ego depresivo y atormentado de Paul Dédalus. 
El director muestra en breves pinceladas el devenir del tiempo, la caída del Muro de Berlín, los hombres pájaro de Pentecostés, durante los estudios de Antropología, la mención a Trosky en el piso donde lo acogen, etc. Citas que le sirven como referencia de una generación y al mismo tiempo de linea temporal narrativa. 
Gran trabajo de fotografía (Irina Lubtchansky), de amplia paleta cromática que arranca lo mejor de la gestualidad (o inexpresividad) de los juveniles rostros o la abrupta geografía facial de Amalric. Obra desprejuiciada; y con algo de circense trapecio;  mixtura de aliento bergmaniano y comedia satírica con evocaciones de Joyce (el protagonista de Ulises y Retrato del Artista Adolescente se apellida Dedalus), conduce al espectador a un sendero donde el amor es una herida de fuego candente que nunca acaba de cerrarse. Un Mathieu Amalric excepcional, secundado por jóvenes promesas. Un poema emocionante, envuelto en apariencia de “matroskas” y capas sucesivas, que nos  habla sobre la persistencia de la memoria, sobre aquello que nunca nos abandona, sobre la debacle del mundo adulto incursionando en el amor adolescente. Ese equipaje que estamos condenados a llevar de por vida, aunque hallamos perdido las maletas, y el verbo ya no sirva para expresar nuestra alma.