El Pequeño Ruiseñor de Antonio del Amo
El ruiseñor con las alas rotas
El Pequeño Ruiseñor forma parte de esa vertiente filmográfica que el
Régimen Franquista dedicó a la exaltación patria de lo bucólico, lo popular
(degradado y mal entendido) y las supuestas raíces de lo hispano. Ciertamente, una
parte de ese cine reproduce un contexto social en que el cinematógrafo convivía
con otra serie de espectáculos para gestionar el ocio de las clases menos
favorecidas y bebe directamente de ellas, pero al pasarla por el tamiz de lo
folletinesco y la sensiblería, oculta al espectador otros valores ocultos en
algunas de estas ofertas. A la otra vertiente, la de exaltación patriótica y de
los valores de la raza, le sucede lo mismo. En ocasiones los árboles no dejan
ver el bosque. Pocos autores (excepto Mihura y Neville) escapaban a la
tentación del diálogo meapilas, el sermón edificante o la exaltación del
sacrificio. Sin olvidar que los precedentes de este subgénero beben
directamente del cine folklórico creado por la Segunda República y que incluso
en algunas revistas de la época (Primer Plano), se criticaba esta visión
degradada de la “españolada” sobre la cultura popular. Joselito es el primer
ejemplo de juguete roto del cine
español. Para “El Pequeño Ruiseñor”
fue presentado como un niño de menor edad de la que tenía en realidad, debido a
problemas de crecimiento.
El resultado es un niño zangolotino y algo repelente
que se arranca a gorjear a cada instante con cantes irritantes y ripios
impropios para su edad. Para mayor inri,
esta película se incardina dentro del subgénero de niños-cantores, que
transmutaba España en Andalucía y bebía directamente del concepto de un país
exótico y romántico, que crearon los viajeros del XIX, pero infectado de
topicazos. Por no faltar, no faltan ni sus gitanos, que parecen dedicados a
tiempo completo a la jarana, la bullanga y el gorroneo. Este film forma parte
de la llamada “trilogía del ruiseñor”, que en esta ocasión recrea tierras
extremeñas, con una notable fotografía. Incluso algún atisbo de expresionismo
en la filmación de una calle donde camina la protagonista. La dirección es
notable y poco más se podía hacer con este material donde participaron algunos
extras del pueblo. Una de las mejores escenas; la de la escolanía cantando el “Ubi Caritas”; no se rodó en un lugar
reconocible y asemeja un escenario. Para rodarla regalaron los trajes con
bonetes a los niños cantores.
El Padre Iñigo aparece tocando el órgano en la
basílica, de espaldas al coro. También se reconoce la “Plazuela de los tres
Chorros” o la calle Sevilla, por donde sube Joselito. Curiosamente se muestran
artesanos trabajando el cobre en las calles. No podía faltar la fachada del
Monasterio o la conocida como “Fuente de Joselito”, situada en el Claustro del Monasterio. Están
especialmente cuidadas las escenas nocturnas de las calles, sobre todo cuando
el pequeño protagonista escapa del Monasterio con una curiosa intervención del
“sereno”. Un estrecho margen tenía el ecléctico Antonio del Amo para
desarrollar esta película, la primera del niño cantor, donde se trataban
“escandalosos” temas como el de la madre soltera, que queda acogida por un
sacerdote, o la explotación infantil. También es apreciable el talento de los
actores de la época para recrear esos personajes costumbristas, o incluso
tópicos, y salvarlos a base de talento y profesionalidad, dada lo arcaico de la
propuesta. La banda sonora adolece del mismo defecto (en este caso técnico) que
todas las de la época. Los escasos recursos técnicos producen vibraciones y las
notas se prolongan en exceso, haciendo sonar la voz de Joselito (bien modulada
y controlada) como algo chirriante y desagradable. Algún cinéfilo desesperado
tras su visionado, habrá deseado cambiar el título de la película por el más
certero de “Matar un Ruiseñor”. Como
se diría en extremeño, este referente del camp
mesetario se ha quedado una “mijina”
rancio.
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