lunes, 14 de febrero de 2022

La tumba de las luciérnagas. 1988. Isao Takahata

 


La Tumba de las Luciérnagas (Hotaru no haka. Isao Takahata. 1988), es la obra maestra de su autor. Una aportación que dejaba patente que el cine de animación no era, necesariamente, un producto dirigido a niños. Desde el inicio del metraje la opción elegida por el autor se muestra sin ningún tipo de concesión a la galería, cruel y áspera. La producción de Studio Ghibli se abre con un comienzo impactante, adaptando un texto de Akiyuki Nosaka, al principio reacio a la adaptación de su obra, aunque cambió de opinión al ver el resultado.

Seita y Setsuko son dos hermanos que contemplan, sin que les de tiempo de llegar la refugio, el bombardeo de la ciudad de Kôbe por parte de los norteamericanos. Los dos hermanos van en busca de su madre en un viaje iniciático de gran dureza y enorme tristeza. La capacidad de supervivencia del ser humano se enfrenta a la crueldad de que son capaces otros. Para sobrevivir en ese terrible mundo de adultos los niños se van obligados a perder la inocencia, narrado en diversos arcos narrativos, plenos de oscuridad narrativa y tristeza.

El director se vuelca en el diseño de los personajes. La animación es espléndida, la técnica insuperable y se nos presente por medio de una narración fluida. Para la emoción, se apoya en la banda sonora de Michio Mamiya que va desgranando la situación psicológica de los personajes. Tristeza, melancolía y diversos sentimientos nacen de la hermosa partitura que invita al sentimiento profundo y a la meditación sobre lo que estamos viendo.



Este film no gozó de muchas simpatías en el país del sol naciente. Fue de la mano del maestro Hayao Miyazaki cuando, después del éxito de Nausicaä del Valle del Viento (1984), invita a Isao y a Toshio Suzuki a fundar una empresa que llevaría la animación a sus mayores cumbres: Studio Ghibli. La temática, jovialidad y sobriedad de las cintas creadas, los llevaron a lo más alto. Hasta que presentaron esta fuerte crítica a la sociedad japonesa que es La tumba de las luciérnagas. La crudeza autobiográfica del relato (el autor vivió en persona el bombardeo) y el juicio sobre la actitud de los japoneses en esos instantes, el egoísmo latente, no gustaron demasiado a la audiencia.

La visceralidad del relato no solicita escenas lacrimógenas ni fomentar el dramatismo, basando su dureza en la representación y la puesta en escena. Se transmite una enorme belleza en la relación del hermano con su hermana pequeña, condenado a mostrarle una realidad inventada, adelantándose al Roberto Benigni de La vida es bella (La vita è bella. Roberto Benigni (1997).

El autor diferencia los diferentes mundos (el del más allá y el real) mediante soberbias iluminaciones que se misturan con el hermoso acabado de los dibujos, contorneados en marrón, para obtener suavidad.  Mientras los dos niños construyen su realidad se ven obligados a convivir con la otra realidad, la guerra y sus consecuencias. El mundo de los niños lleva banda sonora, el de la guerra carece de ella. El minimalismo característico del estudio sobrevuela los hermosos planos, es utilizado para representar escenas de gran crudeza que la animación consigue sublimar y hacer más digeribles. Las escenas en que Setsuko carga a su hermana en las espaldas están basada en tristes realidades cotidianas durante los bombardeos, donde era normal ver a hermanos cargando a las espaldas a los pequeños. Una de las características de esta obra es que no trata de acercarse a un realismo animado (oxímoron) ya que basa toda su dramática en la densidad de lo emocional, sin importar que los personajes no sean reales.



En La tumba de las luciérnagas, Takahata consigue unos de esos hitos de la cinematografía.  Un soberbio diseño, una estética sublime, un guion potente y certero. El pulso narrativo es modélico, salvo pequeños instantes y la visión del momento histórico está traducida en imágenes inolvidables.  Hay que agradecer al autor esa huida del melodrama al uso, la evasión de la lágrima fácil por el sentimiento más profundo. Mucho más cercana al neorrealismo que al melodrama, dejando que los planos se asienten, sosteniéndolos. En el estilo de la poesía japonesa que utiliza las “palabras almohada” (makurakotoba), a medio camino entre las pausas y la puntuación. Se trata de metáforas preestablecidas El director utiliza estas tomas intermedias para separar dos escenas (al estilo de Yasujiro Ozu) y crear una poesía visual que, al liberarnos del hecho literal de actores reales, no permite fusionarnos más fácilmente con los personajes.



Las referencias visuales beben de la fuente del artista japonés Hiroshige (XVIII) de su discípulo Hergé (creador de Tintín). El sentido del paisaje es evocador y también toma modos de la animación moderna japonesa. Esas bocas insignificantes cuando están cerradas, pero enormes cuando se abren hasta ver las amígdalas, esos cuerpos infantiles y facciones de enorme plasticidad. Esos ojos como platos bebiendo del desenfado conceptual del anime más tradicional. La banda sonora se mueve entre lo lírico y lo dramático, con aires de evocación que envuelve una leve tristeza. El minimalismo nos deja instantes intensos en el tema principal y un bello empleo de la voz femenina. La partitura se vuelca en lo descriptivo, dejando fragmentos pausados e hipnóticos que se integran en lo visual con perfección. El tono oriental no desprecia las influencias de Morricone o John Carpenter o la música barroca. El juego con los vientos es la baza principal. La imprimación con la pantalla es milimétrica, sin excesos, en su justa medida y expresión, subordinando las notas a las vivencias. Huyendo del alarde y encontrando la perfección en la humildad de la propuesta y su poesía latente.

Me quedo con esa escena final: Los espíritus de Seita y Setsuko bien vestidos, parecen felices, se sientan juntos, cercados de luciérnagas. La cámara se mueve desde arriba. Vemos a los dos hermanos mirando hacia abajo a la ciudad de Kobe en el momento actual.



jueves, 3 de febrero de 2022

Satanás de Marino González Montero. La rebelión de las máquinas.

 

                    


En medio de las ruinas de una Hélade derrotada, un luzbel casquivano, empurpurado, con querencia de commedia dell´arte, aguarda; rodeado por la lava; la llegada de Hombre y Mujer. A priori nada de extrañar, tratándose el epílogo de la trilogía que iniciara el autor con “Muerte por ausencia” y “Laberynto”. Una partitura de preguntas primordiales sobre la humana existencia y sus postrimerías que, ahora, alcanza su coda con este “satanito” con modos de pícaro del áureo siglo y con patina de estafador anímico. Un truhán teológico de rica verborrea y ademán de cantante de night-club. Un potente personaje al que José A Lucía le extrae todas las posibilidades, destilando sensaciones, juegos de palabras y actitudes que convierten al ángel caído en alguien por el que el espectador llega a sentir cierta cercanía y ternura. La expresión corporal del actor le obliga a recorrer todo el espacio escénico, parco, pero efectivo. Ese es otro de los estilemas del autor. Los espacios espartanos, las simbólicas ruinas, las zonas de sombras. Lugares donde se desarrolla la ceremonia de la palabra, en un modo teatral que solicita atención del espectador. Porque detrás de su disfraz de sátira, de su lúdica apariencia, habita un embozado mensaje sobre los miedos primordiales, las pasiones ocultas, el desconocimiento del devenir. Marino González Montero disfraza el mensaje de inteligente comedia, lo envuelve en una amplia gama de posibilidades que van desde la esgrima verbal a instantes de musical, del inserto filosófico a la referencia jocosa. El equilibrio entre tan diversas propuestas surge de modo fluido. En una obra de González Montero es posible que en medio de un escenario expresionista y tras un diálogo con aristas teológicas, el Ángel de las Tinieblas se marque una milonga o baile una divertida coreografía con Mujer (Ana García), plena de humor.




Satanás es la culminación de una propuesta circular. La propuesta final que el personaje que Hombre y Mujer encuentran en las ruinas (pensando que se trata de un orate), es la lógica conclusión sobre la situación actual del ser humano. El desarrollo dramático es fluido, jugando con el espacio y con una adecuada iluminación donde rojos y azules crean un ámbito expresionista y una chaqueta roja sobre la columna, es omnipresente símbolo luciferino. Si en las otras obras de la trilogía, las acciones humanas se desbordaban con la intensidad de un volcán, aquí es el mismo volcán el que forma parte del pathos. La recapitulación final y la anagnórisis conducen a una reconciliación de los personajes consigo mismos. Tragedias inmensas en escenarios minimalistas.

El texto es una intensa poesía de lo reflexivo. Juega con las referencias clásicas, sin acartonamiento, introduciendo esas marinomostescadas que sólo son posibles en el universo del autor. Los ramalazos nihilistas, la sombra beckkettiana, el absurdo misturado con la coreografía arlequinesca del Príncipe de la Oscuridad. Es el gran teatro del mundo. Un rincón donde los hombres reciben como don su propia humanidad. Tanto Ana García como Jesús Manchón, desarrollan con fluidez dos personajes que son trasuntos de sus anteriores creaciones, dotándolos de una vis cómica notable y jugando con solvencia con los instantes trágicos. El mito ancestral, el dios desconocido, el abismo y la orfandad humana están presentes en este texto soberbio, pero lo están a golpe de ironía. De humor respetuoso con el público, de inteligente humor luciferino. Un lucifer que utiliza el método socrático para hablar con los hombres.

NAZARET NOVA: PORTADA

Otro de los estilemas del autor, consiste en complicar la vida y la hacienda del compositor que reviste sus letras imposibles de certeras notas. Unos acordes que resuenan en medio de la desnudez escénica, consiguiendo imbricarse en el contexto con fluidez narrativa, sin chirriar. Sin discordancias conceptuales. El mérito lo posee, sin duda, el músico Claudio Gutiérrez, capaz de “cuadrar” con acierto las notas con esas irreverentes estrofas del dramaturgo. Hermosos arpegios de guitarra acústica y certeros acordes de teclado; con hermosos contrapuntos de bajo; ha conseguido transformar textos (en origen inmusicables) en hermosas canciones. El otro extremo es la interpretación vocal de José Antonio Lucia, que defiende las obras con solvencia y naturalidad, desde la perspectiva de un Satanás, vestido de rojo, que “es un truhán y es un bribón…”

Hermosa culminación para este triángulo dramático sobre la falta de certezas de la humanidad (excepto la muerte), para la sed de eternidad y la búsqueda de la belleza absoluta.

No podía tener mejor maestro de ceremonias que ese Luzbel lúdico, canalla y bufonesco.  Un demonio al que Lucia le saca las aristas, lo pule y lo deposita, desarmado, palpitante, en manos de los hombres. Como un inverso Prometeo.