martes, 17 de enero de 2023

La señorita Bourrelier y otras historias

 





Esta es una de esas historias que podrían haber quedado en el olvido (como ha sucedido con tantas otras) de no ser por esa concatenación de casualidades que; a veces; hace que renazcan y se puedan rescatar para el futuro.

 Andábamos recordando a profesores y tiempos de instituto, cuando hice referencia a una profesora que nos enseñaba la asignatura de historia y que se apedillaba Bourrelier. Siempre nos resultó curioso que; cuando se ausentaba momentáneamente de la clase; lo hacía con una frase lapidaria: “Aunque me haya ido, estoy presente en espíritu”. El objetivo era que aquella manada de adolescentes (aún por disciplinar) mantuviera las formas durante su ausencia. Pero no es la dirección que vamos a tomar para esta narración, es obvio el escaso interés que manifestábamos (en aquellos días) en el cumplimiento de la norma.

Mi madre, que escuchaba la conversación, nos dijo: “A mí también me dio clase en el Bárbara de Braganza”. Después nos contó como estaban separados los sexos en el instituto y una serie de anécdotas que llevaron al meollo principal de aquella vivencia. Como quien no quiere la cosa nos dijo: ¡Ah! Y también nos salvó cuando la toma de Badajoz…

En aquellos aciagos días de Agosto, entre el terrible sonido de los disparos, la artillería y los aviones, los ciudadanos buscaban refugio del horror que se aproximaba. Sobre todo, aquellos que tenían sus viviendas en primera línea, por donde iban a entrar previsiblemente las tropas de los sublevados.

Mi abuela se llevó a sus dos hijos, guiados por una vecina apellidada Zafrilla, y se refugiaron en una casa en la calle Santo Domingo (esquina calle De Gabriel) con la inscripción “H. Bourrelier”. Allí estaba la tintorería de Hilarión Bourrelier, de ascendencia francesa. En el interior ya se encontraban otras personas a las que habían dado refugio. Mi madre recordó como María Bourrelier, que tendría unos 27 años,



la había cogido en brazos y llevado a una habitación donde todos se ocultaban debajo de las camas (unas 17 personas). Cuando llegaron las tropas, la familia les ofreció alimento y bebidas. Este tipo de actuaciones servía para calmar los ánimos y fue mano de santo en alguna ocasión para salvar a personas. La tropa se distraía y terminaban siguiendo su camino. De hecho, una de estas situaciones salvó la vida de unas milicianas.

Una llamada a la puerta de una familia de buena posición de la ciudad, dio con unas milicianas; que huían de los sublevados; en el sótano de la acomodada mansión, mientras los dueños “entretenían” a los militares en la azotea a base de los licores de la bodega y alimentos. Hasta el punto de que durmieron la mona en la azotea y por la mañana se marcharon tranquilamente. Esta familia había sido molestada de forma continua por aquellos milicianos dentro de la ilegalidad que ellos denominaban “requisas” y que fue tan frecuente en todo el país. Las requisas consistían en apoderarse de los bienes ajenos con la excusa de la revolución. El alcalde tuvo que intervenir para que aquellos revolucionarios de retaguardia dejaran de requisar y hacer sus “labores” revolucionarias. No fue este el único caso en que los actos negativos de algunas personas no fueron pagados con la misma moneda. El 5 de Agosto de 1936, la extrema izquierda pacense se había concentrado en las puertas de la cárcel, sita en el Palacio de Godoy. Mi abuelo era oficial de prisiones de la República, Jefe de Negociado de 1ª. Aquel aciago día se encontraba en las oficinas donde desempeñaba sus funciones. Una vecina, de matiz radical, gritaba por la ventana, junto a la casa de mi abuelo, con la clara intención de que la oyera mi abuela y sus hijos: ¡Los van a quemar a todos! ¡Van a quemar a todos en la prisión! ¡Van a arder los de derechas!

Los milicianos incluso intentaron una añagaza para engañar a los sitiados. Enviaron una ambulancia con la excusa de recoger a uno de los oficiales de prisiones que estaba herido. Pero su impaciencia hizo que dispararan desde el interior de la ambulancia, y se descubrió la trampa que preparaban. Hay que destacar que los oficiales que se encontraban en el interior eran leales al Gobierno Republicano y estaban defendiendo a los prisioneros que les habían sido dados en custodia. Otro tema sería la ilegalidad de aquellas detenciones, que no tenemos tiempo para analizar, pero eran cotidianas en un país donde se había perdido todo atisbo de legalidad por parte de los hunos y los hotros.

El gobernador civil Granados envío (sin demasiada celeridad) a los Guardias de Asalto que pusieron en fuga a los extremistas. Esta tibieza a la hora de actuar frente a la violencia de la extrema izquierda fue el tono general en todas las provincias y ciudades controladas por la República. Badajoz fue una de las ciudades donde se contaron menor número de víctimas o los actos de violencia de retaguardia, en comparación con otras localidades o provincias, donde las ideologías radicales se desgajaban del gobierno legal, que carecía de capacidad (en otros casos de voluntad) para controlarlos durante los primeros meses de la guerra.

María Bourrelier con el tiempo se convertiría en una mujer pionera que destacó en la docencia, en actividades culturales, bibliotecas o como secretaria de la Revista de Estudios Extremeños, pero en aquellos días era una joven valiente, que colaboró con su familia en ayudar a unos desconocidos, sin pensar en el riesgo. 

Los legionarios y morisma que entraron en la ciudad a sangre y fuego “se creían los amos del mundo”; según testigos de la época. En casa de mis abuelos llegaron llevándose todo lo que podían (los rifeños con el cuchillo entre los dientes) y además diciéndole que comunicara en la barriada que “estaban vendiendo cosas abajo en la calle” (encima de cornudos, apaleados). Un oficial de la Legión pretendía quedarse con una habitación para dormir, pero ante las súplicas de mi abuela que le dijo que le mostró a sus hijos y le dijo que no cabían, terminó preguntando por el mejor hotel de la ciudad. Suponiendo que no estuviera en ruinas, como casi todo. La morisma defecó en la cama de una vecina donde se quedaron a dormir. Más tarde se les podía encontrar en tenderetes improvisados donde vendían el fruto de su rapiña. No se diferenciaban mucho de los rapiñadores anteriores. Los ciudadanos iban sufriendo los dos extremos de aquella España doliente.

Mientras tanto, en el cuartel de San Agustín, los extremistas seguían a los suyo, intentar fusilar a los “fascistas”. En la puerta del cuartel mi abuelo (el otro), Francisco Collado, se encontraba, acompañado de un grupo de soldados, sabiendo lo que se avecinaba. Los milicianos llegaron envalentonados, solicitando que se les entregaran a los guardias civiles prisioneros que se habían sublevado para “hacer justicia”. Como capitán de la guardia, se negó a las peticiones de los alborotadores, dado que su responsabilidad era la custodia y seguridad de los prisioneros que estaban a cargo de la República. Los milicianos no las tenían todas consigo ante la posibilidad de enfrentarse a otros hombres armados (eran más de detener civiles indefensos) y se marcharon tras el conato de asalto. Existen instantes (casi surrealistas) en que la historia se convierte en un inmenso chiste negro. Mi otro abuelo (materno), Ceferino Berrocal, fue obligado a marchar (contra su voluntad) como director al aciago Campo de Concentración de Castuera, cuando el franquismo trataba de lavar la cara dando un tinte de legalidad a sus atrocidades y convertirlo en prisión con unas “normas”. Allí fue expedientado, no como dicen algunos historiadores que se dedican a copiarse unos a otros, “por su nefasta gestión”; sino por todo lo contrario. Se enfrentó a los militares que habían señoreado el campo y pretendían seguir haciendo lo mismo, ayudados por los falangistas, cuya función consistía en hacer "sacas" para fusilar a los prisioneros. Esto le valió postergación perpetua, imposibilidad de ascenso y una multa del sueldo durante toda su vida (aparte de unos días detenido en la antigua prisión sita en la Avenida de Joaquín Costa). Incluso había dejado de comer cuando vio que no había comida para los presos. El médico tuvo que llamar a su familia porque estaba enfermando por falta de alimentación. Poseo documentación que demuestra toda esta historia, que siempre escuché desde que era niño en mi familia, donde aparece toda la realidad de aquella “nefasta gestión”. Es lo que tiene la historia.

A Francisco Collado Ramírez, su actuación frente a los milicianos la valió ser reconocido por uno de los guardias civiles, cuando los vencedores andaban buscando víctimas propiciatorias. El guardia lo avaló delante de los sublevados como “salvador” y esto le obligó a elegir entre luchar junto a los invasores, salvar a su familia, o ser fusilado. De modo que optó (como tantos otros) por lo primero. No le serviría de mucho, ya que fue abatido en combate poco después.

Su hermano, el sargento Bartolomé Collado Ramírez, fue fusilado inmediatamente cuando se tomó la plaza. Como “persona muy peligrosa” figura en la documentación militar. Se encargaba de entrenar a los milicianos por instrucciones directas del Coronel Puigdengolas, que capitaneaba la Plaza. Poco después, su hermano Cándido Collado (presidente del comité revolucionario de Torremayor) también fue ejecutado. Hoy tiene una calle a su nombre en la localidad.

Retomamos la historia donde la dejamos, con las familias escondidas debajo de la cama. Cuando mi abuelo Ceferino llegó a casa, la encontró vacía y se asustó, hasta que un vecino le dijo dónde estaba su familia y acudió a casa de los Bourrelier. Para entonces ya se habían cambiado a la casa de enfrente, donde los acogía la mujer de un carabinero, que llevaba meses enfermo. Cuando los legionarios llegaron a la casa, informados de que había un carabinero, se lo llevaron a rastras. Mi abuelo intentó salvarlo diciéndoles que él lo avalaba y que había estado en cama todo el tiempo. La contestación de los gañanes era común en aquellos tiempos: A que tú también vas p’alante…

Era moneda común ese “ir p’alante”, que también habían practicado los milicianos. Las personas de bien se encontraban siempre entre Scila y Caribdis (o entre los hunos y los hotros). Tuvo suerte aquel hombre y al cabo de unos días lo regresaron, ya que alguien lo avaló y no tenía marcas de la cantonera en el hombro, que era la primera señal que buscaban antes de fusilarte.

La trayectoria vital llevó a mi madre a ser alumna de Doña María Bourrelier. La urbanidad de aquella época (que tiempos) impidió a mi madre darle las gracias por respeto a su profesora que, junto a su familia, les habían acogido, arriesgando la vida. 

Con los años yo también fui alumno suyo, sin tener conocimiento de esta historia. Nadie le agradeció a aquella familia (y a tantas otras que se vieron entre los hunos y los hotros) su valor y empatía. Yo acudía cada día a clase sin conocer que aquella profesora enteca, llena de energía, que miraba fijamente a los ojos sin pestañear, había acogido a mi familia frente al horror. Que la mujer que nos decía que salía físicamente del aula, pero no en espíritu, estaba relacionada directamente con mi historia. Como tantos otros. Como tantos silencios, como tantas voces que se habrán apagado. Un paleta de sentimientos, vivencias, emociones y recuerdos que dibujan la verdadera memoria. No la que te venden en fascículos coleccionables.

PD: La mujer que gritaba por la ventana, no fue señalada por nadie cuando entraron las tropas. Nadie quiso perjudicarla y se fue de la ciudad en cuando le fue posible. No todos eran iguales.