lunes, 19 de febrero de 2018

Nada de Edgar Neville. 1947


                                 



Pese a que Cifesa mutiló gran parte del metraje de Nada, la amputación nos dejo aún una obra notable y que destacaba por encima de los acartonados parámetros del cine de la época, enfrascado en sus vertientes histórica o folclórico-regionalista. Frente a los momificados y, casi sin vida, personajes que poblaban aquellas pantallas del Régimen (Reinas sufridoras, Hazañas Bélicas Patrias, Santas Iluminadas, Cantantes Folclóricas, etc), la obra de Edgar Neville presenta un personaje femenino completamente alejado de aquellos parámetros. Su actriz fetiche, Conchita Montes, (también autora del guión) interpreta a una joven que llega a Barcelona a estudiar Filosofía y Letras. Un soplo de aire fresco y un grito de independencia en la situación de la mujer en la época. Luchando  a contracorriente con una familia habitada por el odio y la pérdida de nivel social, Neville recorre con su cámara los patios de vecinos, las escaleras de la postguerra  realizando una  radiografía lúcida y hermosa del momento. No debió agradar a los capitostes esta visión de la realidad tan alejada de los cielos imperiales y la ranciedad de las corrientes regionalistas. Opresiva, de atmósfera insana y endogámica, frente al deseo de libertad de Andrea (Conchita Montes) o la vida bohemia del artisteo. 

La protagonista lucha contra una sociedad de raíz patriarcal que “no cree en la inteligencia femenina”, que vive pendiente de la escasez y la supervivencia (moral y física). Una sociedad donde la grisura y el anonimato moral son la clave para seguir adelante. Todo lo contrario a la independencia con la que sueña Andrea y su pálpito vital. Creación netamente nevillesca, cercana a un existencialismo sórdido, nos presenta una Barcelona tenebrosa, opresiva y enfermiza (como el trazo histórico que refleja). Este film es tan de Neville como el Madrid Galdosiano de “Domingo de Carnaval”, con una enorme Conchita Montes emulando las grandes divas de la época. Tan de Neville como esa crítica devastadora de la burguesía de provincias de “La Vida en un Hilo” o el expresionismo latente en ese viaje a los infiernos de “La Torre de los Siete Jorobados”. Es un Neville en estado puro, pero mucho más oscuro, más demoledor y extraño por su situación histórica. Neville nunca fue un director complaciente. De él se decía que le odiaban por igual los “progres” y los de “Raza”, algo que dice mucho de su independencia, equilibrio y solvencia en la pantalla. Conchita Montes fue la escritora de “Damero Maldito” en La Codorniz y tradujo obras de teatro. En “Nada”, la solvencia y espontaneidad de su personaje arrasa, aunque enfrente tiene actores enormes como esa chacha bordada por la inmensa Julia Caba Alba, la conmovedora abuela de Juanita Manso (La Vida en un Hilo) y el viril Fosco Giachetti (Sin Novedad en el Alcazar). Lo castizo se transmuta en siniestro, el humor negrísimo casi ahoga los personajes, atrapados en ese inframundo opresivo de la familia venida a menos. El director maneja personajes sinceros sin perder el aura de la génesis literaria. La laminación efectuada por la censura, mutiló la obra convirtiéndola en una pesadilla onírica que suplanta el realismo social latente en la novela. 

Desaparecieron Rafael Bardem, Félix Navarro y María Bru del metraje. También se elimina ese dominio sobre escenarios castizos, ambientes humanos  y sabor local que era la marca de la casa de Edgar Neville, arrancando los exteriores barceloneses lo cual aumenta la atmósfera de insania de la fotografía. Están retratadas magistralmente las relaciones masoquistas de ese foco endogámico, símbolo de la España enfrentada, resentida, cuya miseria les mantiene vivos. Por este paisaje desfilan personajes malsanos, burgueses acomodados (futuros practicantes de la gauche divine), estudiantes indolentes, machistas irreconciliables. En Nada el neorrealismo a que invitarían las imágenes en otro director, se trnasfoma en un visión personalísima de la humanidad y de la sociedad de la época, basada en el claroscuro y la estética noir, el agobio; obtenido con el contrapicado sobre los techos; sobre la sordidez de una postguerra desesperanzadora. La influencia de Welles y su operador Gregg Toland gravita sobre esas buhardillas opresivas, esos focos sobre los techos, las sombras expresionistas y esa familia opresiva (El Cuarto Mandamiento).  Incluso la banda sonora goza de una atmósfera experimental con notas distorsionadas, firmada por un habitual de Neville, el compositor gaditano Muñoz Molleda. Carmen Laforet publico la novela con 23 años (Premio Fastenrath de la Real Academia Española). La obra describe la misérrima postguerra de muebles destartalados, chinches, machismo galopante mujeres consentidoras en la violencia de género, bañeras mugrientas, etc. A diferencia de la mutilada película, en el texto las calles luminosas permiten respirar a Andrea entre la bohemia universitaria y la Barcelona burguesa que se benefició del conflicto armado. Frente a esto, la decadencia de la familia que la acoge, la degeneración moral y física que alienta en el bloque de vecinos. Andrea asiste a las clases y procura disfrutar, pese a que todo el profesorado es afín al Régimen, sustituyendo al anterior. 

La guerra interior que se libra en la casa no es mejor que la de la fusilería, los odios fratricidas aún humean, el resentimiento, la miseria. No es mucho mejor la calle Aribau por donde transitan, claustrofóbica metáfora, llena de garitos, prostitución y estraperlo, frente a la Vía Layetana de su amiga Ena (María Dennis), luminosa y lujosa. La psicología de Andrea es mucho más compleja en el referente literario, que posee muchas más capas de lectura, gracias a la densidad no permitida en pantalla. La trayectoria vital de Andrea después de un año en la lúgubre mansión, se transforma  en nada, como ella misma confiesa en el epílogo. 

El director de fotografía, Manuel Berenguer, y su decorador, Sigfrido Burmann, consiguieron imprimir a la siniestra casa de la calle Aribau donde se desarrolla gran parte de la acción, un ambiente de fisicidad desasosegadora. Ese contexto claustrofóbico, de techos opresivos, muebles en desorden y grandes claroscuros de iluminación se convierte en una sinécdoque de aquella nación de apariencia, donde el decoro valía más que la dignidad, lo exterior era más importante que la libertad y el brazo de lo moral y lo religioso constreñía la vida y el ánima. No estamos ante una obra menor de Neville.





lunes, 5 de febrero de 2018

Reyes Abades. Vivir para un Sueño


                            
   
Conocí a Reyes Abades allá por el lejano año 92. A quienes organizábamos la Muestra de Cine de Badajoz, nos pareció que merecía un homenaje en su terruño el hombre que hacia apenas unos meses había conseguido el milagro de hacer creer que la flecha olímpica encendía el pebetero. Poco podíamos imaginar aquellos que disfrutamos con los capítulos de “Curro Jiménez”, que años después conoceríamos a uno de los artífices de lo que el mismo denominaba “los de defectos especiales”, porque fallaban mucho. De ahí, a trabajar con Verhoeven en “Los Señores del Acero”, que reconocía como una de sus películas más duras. La primera cualidad  que destacaba de Reyes Abades en las distancias cortas, era su bonhomía, esa accesibilidad que tienen los grandes. La humildad de quien conoce que el hombre se puede equivocar, como en la frase que tenía preparada el locutor de la ceremonia olímpica, dada la dificultad del efecto. La explicación de cómo se desarrolló la proeza le valió críticas, nunca llueve a gusto de todos, pese a que no le gustaba desvelar como realizaba su magia. Su humildad y sinceridad le llevaban a recordarnos que detrás de él había muchísima gente, a reivindicar el trabajo en equipo. El trabajo bien  hecho en definitiva. Reyes Abades era un taumaturgo de la pantalla, un hacedor de verdadera magia, un creador de sortilegios visuales. Siempre trataba de aclarar que la visión del termino “efectos especiales”, que remitía a explosiones, incendios, etc, ocultaba que había otros efectos apenas perceptibles, que son los que crean la textura y dan credibilidad al film. Buena prueba de ello está en su filmografía. Para quienes trabajaron con el, Reyes Abades era un artesano que conocía su oficio a la perfección, que lo veneraba con la intensidad que precisan estos afectos. Que se enfrentaba al desafío de ¿esto se puede hacer?, con la sonrisa del que domina y ama su arte. Con los ojos, abiertos de asombros, de un niño que creció en Castilblanco visionando películas de “vaqueros”. Por encima de todos sus premios, de los merecidisimos homenajes, del reconocimiento de su tierra, estaban su cercanía y su sencillez. Esa vecindad y humildad que tienen los grandes, los que reconocen la finitud, los que han subido a base de voluntad. Aquellos que han dejado los pies en la tierra, pero habitan un cielo reservado a quienes han encontrado una pasión que llena su existencia y además puede regalarla a los otros.
Vivió su sueño. Hizo soñar a los demás. Bien mirado, no hay forma más hermosa de pasar por la vida.

jueves, 1 de febrero de 2018

CRISIS de Richard Brooks. 1950


                                                    



                                        

En Crisis (Crisis. 1950), ya se hallan las pinceladas del  virtuosismo que Richard Brooks volcaría sobre su posterior obra. La obra genésica es un relato corto del dramaturgo Georges Tabouri (The Doubters. 1950) y es la iniciación del director en adaptaciones de material literario, que después le llevaría a notables producciones como A Sangre Fría. In Cold Blood. (1966), Lord Jim (1965) o Los Hermanos Karamazov. The Brothers Karamazov (1958).  Brooks sitúa la acción en una imaginaria America Latina, donde el dictador Farrago y su consorte (trasuntos de Perón y su esposa Eva), gobiernan con mano de hierro. El guión sitúa al neurocirujano Eugene Roland (Cary Grant), de vacaciones en el país,  frente a una espada de Damocles que laceraría el espíritu de cualquier persona. El doctor debe operar el tumor cerebral del dictador, o su esposa (rehén de los revolucionarios), morirá si éste sobrevive en la mesa de operaciones. El arduo drama moral  permite al director la esgrima verbal de unos diálogos prodigiosos. 
No podía esperarse otra cosa del guionista de Cayo Largo. Key Largo (1948). John Huston o  de “Brute Force”. Jules Dassin (1948). Brooks maneja con habilidad las sinuosidades y ángulos éticos de la propuesta, o el sutil equilibrio en que se mueven los personajes, pese a las imposiciones de la productora (La Metro controlaba todos los aspectos de sus producciones). El neurocirujano, interpretado por Cary  Grant, se encuentra ante el dilema de salvar al dictador para que continúe oprimiendo y asesinando, ofrendando como victima propiciatoria a su esposa. Richard Brooks maneja con bisturí la trama, donde se mixturan el respeto al juramento hipocrático, la posibilidad de salvar del dolor a miles de personas o la protección de la persona amada. Con habilidad va presentando a los diversos jugadores en el tablero, para descubrirnos un mundo donde la grisura se apodera de la sociedad y el maniqueísmo no es la medida apropiada (los opositores no son precisamente trigo limpio). Ejercicio de disyuntiva moral donde confluyen todas las grandes incógnitas de hombre. Desde la desesperación, que te lleva a culparte ¿Por qué venir de vacaciones precisamente a este país?, hasta la ambigüedad de las pasiones humanas en circunstancias donde la dialéctica es papel mojado. Excelente paleta para un director que siempre movió los hilos de sus personajes desde su visión izquierdista. Seres que habitan un universo injusto, perturbado y cruel. Un microcosmos dominado por su estética narrativa clásica y su óptica intelectual; patente en sus diálogos certeros; incisivos, que lo elevan al nivel de uno de los mejores adaptadores de literatura a la pantalla. Quizás es en este film, en donde más late ese conflicto entre el autor independiente y el sistema hermético de estudios; compartido por todos los demás integrantes de la “generación de la violencia”; entre la coherencia ideológica y la estética. 
Brooks es un intelectual americano típico, cuyos film; según propias palabras; cuentan la misma historia. El público no deseaba ver a Grant en este tipo de historias. Originalmente fue pensada para Spencer Tracy y la esposa de cirujano, en realidad era la hija. Pero MGM impuso una relación romántica para una de las escasas producciones no musicales de Arthur Freed. Resultaba novedoso en el Hollywood de la época este acercamiento a problemas del tercer mundo (un Hollywood todavía rabiosamente macartista), una valiente aproximación; aunque lastrada por el presupuesto; que la obliga a ser casi una pieza de cámara, grabada en platós. Hay una cierta indigencia en los instantes revolucionarios, aunque también hallazgos notables, como el expresionista paseo del protagonista por la solitaria plaza en claroscuro, con la efigie de Farrago presidiendo las sombras, o el epílogo en la habitación del dictador, donde Cary Gran aguarda en las sombras como un demiurgo vengador. El desarrollo es lastrado por un costumbrismo made in USA y los tópicos localismos que; desde la perspectiva anglosajona; avecindan cualquier país de lengua hispana. De este modo, encontramos los imposibles acentos del elenco, y esa desatinada creencia que relaciona el mundo del toreo (Olé) con todo lo que huela a latino, junto con el flamenco. Richard Brooks seleccionó a los “latin  lover” más reconocidos del cine silente. Gilbert Roland, Ramón Novarro y Pedro de Córdoba, dotando de pintoresquismo la trama. A esto contribuye, notablemente,  la partitura seudo-folclórica de Miklós Rózsa, que incluye una ejecución musical del guitarrista Vicente Gómez, interpretando a un opositor al Régimen (en la vida real era un exiliado del franquismo). Una anómala pieza flamenca en un país tropical. Es la primera vez en la historia de Hollywood en que la música atmosférica de una película, era interpretada únicamente por un instrumento, aunque la británica The Third Man. Carol Reed (1949), tiene un puntaje musical reproducido en una cítara. Este país de opereta, esta iluminado (Ray June) como en el cine de los años treinta, lo cual le aporta un aire de irrealidad. Frente a la sociedad sellada y el culto a la personalidad del líder tiránico, el médico ofrece alegatos discursivos, lastrados por el “american dream”, que adapta; inocentemente; a  las circunstancias del país.

Farrago argumenta que la libertad y la democracia son fáciles en aquellos lugares donde las personas son educadas, civilizadas y ordenadas. No es así en su nación, dice, donde una simple cola para entrar al cine, se convierte en un disturbio. El líder de la oposición, Gonzáles, no ofrece mejores opciones cuando se ríe de que las personas sean niños a quienes se les debe decir por donde caminar. Ambos cabecillas juegan a prometer milagros, pero desprecian a sus seguidores como necios útiles. Crisis se sitúa en esa tenue línea entre el bien y el mal (evitando el  cine de tesis), entre la libertad y las propias afectividades, lastradas por las; nada ocultas; referencias a su bestia negra política (Cuba). Los excelentes diálogos, sardónicos, con una fuerte carga de causticidad, ironía y humor negro, son lo mejor de la función. Sitúan al espectador en esa tierra de nadie donde la ética queda eclipsada por la justicia y el espinoso dilema moral, pasa por el propio sufrimiento. Crisis es un estudio hábilmente irónico y terriblemente lúcido sobre la emoción y la versatilidad de las revoluciones, ya que anuncia el clásico de Richard Brooks Los profesionales. The Professionals (1966), y que incluye una crítica soterrada del imperialismo de Estados Unidos, representado por el agente influyente de una compañía petrolífera. Casi como en un esperpento valleinclanesco, el mensaje contra las tiranías nace de un país que; en esos momentos se aplicaba en plena “Caza de Brujas”; sobre aquellos ciudadanos que pensaban de forma distinta. A Farrago le habría parecido una hermosa ironía.
-“Ha hecho un gran servicio no solo a mí, sino a la gente de mi país".
-“Solo salvé su vida. No voté por usted”.
-"Ni ellos tampoco".