martes, 24 de septiembre de 2024

El postre de la alegría. 2012. La abuela reparte alegría .

 

  


Sobre las bases manidas de la mujer que todo lo pierde, el costumbrismo al uso o la precariedad de la vida, Jérôme Enrico construye una obra donde se refleja la problemática actual de la tercera edad, los recortes de pensiones y el esfuerzo por salir adelante en las condiciones más precarias. Paulette habita en un barrio que se ha ido quedando en el furgón de cola, casi desahuciada y con cierto carácter arisco, que decide introducirse en el negocio más pujante en su hábitat: el cannabis.

La subversión es el arma de El postre de la alegría (Paulette. Jérôme Enrico. 2012), una petite pièce, cercana y sentimental. Bernardette Lafont dejó como legado este entrañable (pese a ella misma) personaje después de haber ejercido de musa de la nouvelle vague. El negocio de Paulette se reconvierte en los “postres de la alegría”, un lugar donde el grupo de amigas llevarán felicidad a los clientes a base de unas recetas muy “especiales”. Los personajes gozan de un realismo extremo, monolíticos, que hacen girar esta comedia desde lo funesto hacia lo familiar, quizás con una voluntad demasiado artificial. El elenco es fluido, con interpretaciones notables como la de Carmen Maura como la amiga de Paulette.

Lo social y la reivindicación no ocultan la realidad de un grupo de ancianas vulnerando la ley con drogas blandas. Todo dentro de un concepto visual muy francés con aroma de casticismo espurio.

Paulette es una sosias de Walter White en zapatillas, que cocina galletitas, se mezcla con mafiosos de poco pelo, negocia tarifas mientras construye su imperio de mesa-camilla sobre el hule en el que parte el chocolate. El diseño de producción introduce al espectador en el microcosmos de las ancianas. Las tacitas de café, los papeles pintados de otra época, los tapetes hechos a mano. Algo que son capaces de combinar con el reparto de droga blanda entre los parroquianos para solucionar sus problemas económicos.



La mezcolanza del drama social, lo cannábico, la visión de la última etapa de la vida y esa comedia (difícil de definir) que ha sabido desarrollar el cine francés en los últimos años, derivan en un producto bipolar que cabalga entre el entretenimiento y la falta de pretensión. Con esa capacidad de mostrar historias que no son nada de otro mundo (a la francesa) pero quedan en la retina del espectador después de su epílogo e invitan a la reflexión. Capaz de extraer personajes, casi de cine de postguerra, y acercarlos al presente con todas su tribulaciones casi rozando la irreverencia. La actitud de las fuerzas del orden ante la mujer es la normal que existiría de ser cierto el argumento. Un bloque donde se conoce la actividad ilegal, pero es imposible sospechar de la anciana que camina con un impermeable verde raído y un pañuelo rojo sobre el canoso cabello. No importa que el perro detector de droga se vuelva hiperactivo al oler la bolsa de compras de Paulette. Pese a ello, el origen del guión está basado en un caso real. La banda sonora de Michel Ochowiak, trompetista de Négresses Vertes, es su primera aportación al mundo del cine.


El arco narrativo nos lleva desde la
belle époque en que dirigía un exitoso restaurante con su marido (en sus recuerdos) a su presente xenófobo, antiinmigrantes y el alcoholismo de su marido. Paulette aplica el espíritu de la filosofa Ayn Rand: el interés propio sin límites es bueno y el altruismo es destructivo. Los notables diálogos hacen olvidar la linealidad de la historia, de escasos giros y las excelentes actuaciones aportan un poco de luz a la oscuridad vital de las vivencias en la banlieu marginal que destila ciertas influencias de Ken Loach y podría clasificarse dentro de aquella visión New Deal de las películas de Frank Capra. Si esta comedia imperfecta no fuera, justamente, el reverso de aquel espejo.

 

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