Han caído algunas lluvias desde que Rafael Álvarez nos regalara en estas mismas tablas su excepcional recreación de Rogelio “El Rojo”, en la legendaria taberna creada por Alfonso Sastre y que supuso la evolución del autor hacia la tragedia compleja. Hoy, “La Taberna Fantástica” es leyenda de la dramaturgia española y “El Brujo” un icono de la palabra en la escena. Aquel quinquillero que regresaba al barrio para el funeral de su madre, catapultó al actor cordobés, que legó a la historia de la dramaturgia, un personaje ya clásico, que en estampas sucesivas nos mostraba la realidad oculta de un sector social.
El
lenguaje corporal desarrollado por el actor, la rica imaginería lingüística;
extraída del lumpen; toda una novedad para la época y la entrega de Rafael
Álvarez al personaje, regalaron al publico un “morceau de vie”. Un pedazo de
realidad latente, que se apoyaba en la prodigiosa creación del cómico. Ha
llovido; como dije; y el itinerario teatral de Rafael Álvarez le ha llevado por
diversos derroteros, hasta recabar en ese remanso de lucidez y cordura que son
nuestros clásicos. Habitado en rojo camisón de morisca o sefardí reminiscencia (cortesía
de Elisa Sanz), aparece el brujo, monologando, con melodías de Al-Andalus como
único arropamiento, ya que el minimalista (y deconstruido) escenario, es más
una excusa para cambiar el ritmo y descansar del extenso libreto. Entre
manipulaciones de legajos, pergaminos, papiros y ojeadas a libros añejos. Rafael
Álvarez hace lo que sabe. Y sabe como hacerlo. Su discurso, basado en la complicidad, es cercano al respetable. La
alquimia de su palabra transforma las sesudas y comprometidas líneas de “El
Quijote”, en vecinas y accesibles.
El
Brujo ejerce de juglar contemporáneo,
de sarcástico trovador que presenta una tesis elaborada (y jocosa) acerca del
mas “ingenioso caballero que vieran los siglos”, en un ejercicio de
distanciación “brechtiana” Tras jugar con un público, que comienza a pensar que
al técnico de luces se le ha olvidado de apagarlas, aclara que es tan sólo un preámbulo.
La verdadera enjundia está por llegar. Se extinguen los focos y ¡vaya si lo
hace! En casi dos horas de liturgia verbal, el actor salmodia, recita, juega
con el vocablo y el sesgo lingüístico, acomete la palabra; la enamora o la
abandona; en un juego de acentos y ritmos, acompañado de una gestualidad
sobrada de tablas. Pero además juega al metarelato juglaresco (vía Dario Fo) y a
la heterodoxia discursiva. Se convierte en parte de la narración con
referencias reales a su obra. Transmutándose en un personaje más. Danza; casi
un derviche girovante; y su lenguaje es al tiempo entremés y transición entre
pentagramas sefardíes. Alfa y Omega. Siguiendo la senda de una teoría
apasionante, desmenuza las páginas del “caballero de la triste figura”,
mientras conduce al espectador (lanza en astillero) por zocos, anaqueles
polvorientos y leyendas orales, para enlazar el caballero de la Mancha con
trotamundos mudéjares ajusticiados, que habrían sido la génesis del personaje
recreado después por Cervantes.
Para ello, el titiritero saca lo mejor de su
arsenal vocal y corporal: profundas inflexiones vocales, fraseos nasales,
emisión de voz como una partitura plena de matices, acompañados de un lenguaje corporal
(todo brazos) que juega con la raíz del esperpento y lo lúdico-cómico a partes iguales.
Álvarez derrama un verbo poliédrico (con mucho baúl detrás) para loar el poder
de la palabra. Sublima la gesticulación bufonesca en la mejor tradición del
clow, coquetea con el esperpento para acabar elogiando el poder sanador de la
misericordia. Por el sobrio escenario; donde menos es más; desfilan Aldonza
Lorenzo (la sin par Dulcinea), la cofradía de engrilletados que liberase el
hidalgo, las prostitutas manchegas (mozas del partido) que tras velar armas,
presencian el nombramiento de caballero del enjuto orate. El esfuerzo es
notable, pero este bululú cordobés se adivina baqueteado en estas lides del
“One-person show”, ese confín donde la inmensa soledad acompaña a los
contadores de historias.
La alquimia de
la palabra consigue trasladar al espectador a la manchega llanura, le acompaña
en su peripecia nefasta con los galeotes, le hace respirar la polvareda de la
venta donde el hidalgo recibe su bautismo de armas. Pero como el tejido teatral
es algo vivo y palpitante, el actor lo enriquece, juega con referencias coyunturales, resucita la
juglaría, imita personajes actuales para presentar un hidalgo latente, casi
palpable entre carcajadas e instantes para la reflexión. Para introducir al
espectador en “la terrible estepa castellana” y rescatarlo con una referencia a
la actualidad más corrosiva.
Rafael Álvarez sabe mixturar lo mejor de los dos
mundos, juega con el instante, se recrea en su dominio del “timing” desdoblándose entre hidalgo, narrador
omnisciente, padre algo dipsómano (Quijote popular) o escritor mutilado en
Lepanto, en un juego de espejos certero e inteligente. Se deleita en la
iluminación de Miguel A. Camacho, especialmente en el cuadro final, antes de la
muerte anunciada de Quijano. Derrama una astuta y programada verborrea para
llegar a este palimpsesto. El actor borra del pergamino todos los conceptos
adquiridos sobre la autoría de esta magna obra, los reescribe, los recrea y los
enriquece en una propuesta llena de humor y complicidad, añadiendo “morcillas”
y notas de actualidad, que complacen a un respetable, que interrumpe con
aplausos la cadencia. Pero le permiten la improvisación y la ironía sobre
hechos actuales, estamentos y personajes, convirtiéndose en un “desfacedor “de
lugares comunes. Juguetea con el tempo teatral. Se recrea, adaptando el
lenguaje novelístico al ritmo interno de los escenarios, cercándote en sus
zangamangas y juegos de prestidigitador.
Pero también hay instantes para
conmover (para la misericordia), para la reflexión humanista, en este recital
de estampas cervantescas que ya forman parte del nuestro patrimonio y son
icónicos referentes de la humana condición. Aunque su propuesta lleve el lacre
de lo políticamente incorrecto. El Brujo
sale a la arena habitado de amplio bagaje de clásicos. <<A veces me
confundo>> confiesa ante el aplauso del público. No es para menos. Cargar
a las espaldas con lo más granado del repertorio clásico (Lazarillo de Tormes, los
versos de Teresa de Ávila en Teresa o el Sol de por Dentro, El Pícaro, De
Pícaros y Místicos, etc) es una ingente carga. Lo hace acompañado de alegres melodías
arábigo-sefardíes y la música original de Javier Alejano, que enriquecen la
ambientación histórica. No habita páramo estéril esta propuesta “brujeña. Es
una celebración dedicada al espectador “gourmet”. Esta celebración del IV
Centenario del Quijote, ofrece en los escenarios certeras y
variadas propuestas.
Desde la jocosa y sarcástica “Cervantina” que Ron-La Lá
pasea triunfante por los escenarios (tras su vanguardista “En un Lugar del
Quijote”), o la adaptación que en este mismo festival de Badajoz, nos ofrece Morfeo Teatro con “El Retablo de las
Maravillas”. Corren buenos tiempos para la lírica. Y para la palabra,
reivindicada como Santo Grial en esta aventura, en este espectáculo unipersonal
(pleno de registros vocales) que regala
desde los escenarios Rafael Álvarez. Henchido de “brujería”, blandiendo
cervantina adarga, fecundado de amor por las tablas, sobrado de talento. Para
mostrarnos (vía Humberto Eco) que lo único que queda de la rosa, es tan solo su
nombre.
Cosas
grandes veredes, amigo Sancho….
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