¿Otra vez a ver al brujo? Esta
fue la lógica (por otra parte, aplastante) y asombrada pregunta de mi entorno. Traté
de convencerles, a duras penas, ya que en poco tiempo habíamos visto a Rafael Álvarez
en dos ocasiones. La primera en el López de Ayala en Badajoz, con la obra que
suscribe y la segunda en el Teatro Sierra de Aracena con “Cómico”, Se escaparon
de ver “El Asno de Oro” en Itálica por tablas. Pero el verbo sereno; heredado
de las grandes plumas y mi lógica abrumadora; plagiando grandes filósofos; término
desarmando a la “peña”: El Brujo es como
el océano, flujo y reflujo. Un continuo devenir, bla, bla, bla, la respiración del
agua, bla, bla, bla, el susurro del viento. Para evitarme la prédica “brujeril”
(sabían que no iba a detenerme) terminaron accediendo y allende el río Tajo nos
encontramos en el Conventual de Alcántara frente al desnudo escenario que
utiliza Rafael Álvarez para sus nigromancias. Esta es la magia del teatro.
El día
anterior El Hamlet de la Compañía de Teatro Clásico de Sevilla
había impactado con una escenografía barroca, cromática y palpitante. Ahora un
solo actor, habitado de sefardita sayuela, deambula por el escenario casi desnudo como “peonza que
da vueltas y vueltas en un olivar sefardí” (con permiso de Sabina). Rafael
tiene un público fiel que le sigue, que reconoce
sus sesgos, su liturgia verbal, la alquimia que imprime al verbo y el dominio
del lenguaje gestual, tallado en muchas leguas de camino de este bululú
contemporáneo. El Brujo es un juglar de lo heterodoxo, un nigromante que lo
mismo coquetea con el mágico verbo áureo, que loa inmortales clásicos, que se
burla del lenguaje absurdo y estulto de parte de nuestra sociedad o entremezcla
vivencias personales (o imaginadas) con historias cotidianas (quizás reales) de
personajes mundanos. El Conventual, lleno a reventar, disfrutó con la magia de
este titiritero del lenguaje, con sus teorías sobre la autoría del “caballero
de la triste figura”, con su verbo poliédrico y hechizador.
En sus manos, El Quijote cobraba
vida, palpitaba. La manchega llanura se hacía real y las peripecias de los
personajes, reales o imaginarios, se entremezclan en la turmix de su
capacidad de improvisación, topan con el ajado cuero de su cervantina adarga. El
Brujo nos habla sobre la misericordia, sobre la capacidad humana de perdón. Este
es el mensaje final tras el cervantesco disfraz, tras la excusa de la literatura
hay un desfacedor de entuertos humanos. Un nigromante del sentimiento que se
lleva de calle al público. Y lo hace con
mentadas a clásicazos y recitados de poemas que, en otros foros, pondrían
pies en polvorosa al respetable. Esto es encomiable. Acercar al pueblo las cumbres literarias mediante el humor. Resucitar con su liturgia verbal la palabra
antigua. Sacar de los polvorientos anaqueles a aquellos que cimentaron con su pasado nuestro
futuro. Un público que ya ha hecho suyas las brujeriles frases “A veces me
confundo” “Me he separado, pero estoy bien”. Termina la función y nos damos
cuenta que Rafael Álvarez lo ha conseguido de nuevo: Dejarnos con ganas de más.
La liturgia ha finalizado y el Conventual se viene abajo. Los neófitos acaban
de descubrir que el verdadero embrujo de Rafael Álvarez está en la palabra. Los
veteranos se marchan con la “misericordia”, que el generoso hidalgo ha repartido, a buen recaudo en sus corazones. ¿Otra vez a ver al brujo? Sí, hija, sí. Y las
que hagan falta…
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