“Hay más cosas entre el cielo y la tierra,
Horacio. Que las que sospecha tu filosofía.”
Un octogonal laberinto que espejea las almas
de los participantes en esta tragedia. Un suelo que adquiere vida propia y
refleja la pasión, el dolor o la locura en su continuo transmutar. Un vestuario
apabullante, casi palpitante que compite (y se hibrida) con el cromatismo
reinante. Esto, y mucho más, es lo que ofrece esta notable revisitación del
mito isabelino.
Un
Hamlet al que la insanía le otorga cordura, que adquiere la lucidez de ver la realidad
en medio de las tinieblas., interpretado excelentemente por Pablo Gómez-Pando.
Un príncipe de Dinamarca (nada dubitativo) que declama a ritmo de ametralladora, en difícil ejercicio lingüístico
de una fisicidad extenuante. Una Ofelia, recreada por Rebeca Torres, de amplio
registro, que se sale en la escena en que la locura se apodera de su espíritu
ante la muerte de su padre Polonio, sostenido con temple y raza por Manuel
Monteagudo, que da una lección de arte teatral en la escena del sepulturero.
Alfonso
Zurrón desarrolla un Hamlet eminentemente visual, donde el cromatismo y el ritmo
narrativo sin aliento; son apoyados por la música casi "metálica" (Jasio
Velasco), en su justa medida, que va condicionando los tempos narrativos, las
entradas y salidas de los personajes a través de los espejos. No es de extrañar
que esta propuesta haya recibido tres premios ADE. Mejores Dirección (Alfonso
Zurro), Escenografía (Curt Allen Wilmer) e Iluminación expresionista (Florencio
Ortiz), una iluminación palpitante que extrae todos los recursos posibles de la
escenografía y la intensidad dramática. Amén de ocho premios Lorca. entre
otros. Multitud de instantes señeros, como el espíritu representado por una
gasa etérea, la coreografía y posición en escena; acordes con las emociones humanas; el impactante entierro de Ofelia y los modélicos cambios de registro.
Este
príncipe vagando por el castillo de Elsinore, es un escalofriante ajuste de
cuentas con todas las agitaciones humanas: miedo, conciencia, venganza,
arrepentimiento.
El certero Hamlet, que nos sirve el Teatro
Clásico de Sevilla, tiene notables hallazgos plásticos y dramáticos, momentos
apasionantes como el duelo con espadas (Juan Motilla), instantes de intenso e
hilarante verbo como las conversaciones del príncipe desnortado con los pánfilos Rosencrantz
y Guildenstern (sosias de Andy Warhol y Ángel
Garó), o el diálogo del príncipe con Polonio, siendo estos los momentos donde más
brillan los recursos de Pablo Gómez-Pando logrando la carcajada y la complicidad
del espectador. Enormes están, también, Juan Motilla; de amplio rango sonoro y potente emisión
vocal; Amparo Marín (Gertrudis) y Antonio Campos (Horacio), que pedía a gritos
más extensión dramática sobre el papel para disfrutar del personaje. Plenos de "vis
cómica" los "amigos" del príncipe, interpretados por José Luis
Bustillo (Rosencrantz) y José Luis Verguizas (Guildenstern) o la poderosa
presencia de Manuel Rodríguez (especialmente en el rol de cómico). Hamlet es
una tragedia universal, pero también atemporal por eso el hecho de que el príncipe
danés vista ropa anacrónica, no es más que una afirmación de la que las
pasiones humanas no han cambiado, ni cambiarán, retornando eternamente entre
los espejos.
Una versión del clásico que se convierte en imprescindible para todos los que quieran acercarse
por primera vez al mundo shakesperiano, los que retoman tras largo tiempo de
ausencias el verbo áureo o los conocedores del intramundo de Elsinore. Ninguno
de ellos saldrá decepcionado. Hay muchas tablas y mucho saber hacer detrás de
esta aventura donde el dramaturgo ya nos avisa de que: "En estos tiempos
de corrupción, la virtud tiene que pedir perdón al vicio». Teatro en estado
puro. Un acierto del Festival de Alcántara.
Para
nada empaña el resultado algún pequeño lapsus lingüístico, bastante comprensible en una
obra de tal extensión y densidad, ni el desmesurado colapso final. El exceso dramático
isabelino es de difícil digestión para nuestra época. Pero así la escribió el bardo de Stratford, y así seguirá siendo
por los siglos. Después, solo queda el silencio.
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