Conocí
a Reyes Abades allá por el lejano año 92. A quienes organizábamos la Muestra de Cine de Badajoz, nos pareció que
merecía un homenaje en su terruño el hombre que hacia apenas unos meses había
conseguido el milagro de hacer creer que la flecha olímpica encendía el
pebetero. Poco podíamos imaginar aquellos que disfrutamos con los capítulos de
“Curro Jiménez”, que años después conoceríamos a uno de los artífices de lo que
el mismo denominaba “los de defectos especiales”, porque fallaban mucho. De ahí,
a trabajar con Verhoeven en “Los Señores del Acero”, que reconocía como una de
sus películas más duras. La primera cualidad que destacaba de Reyes Abades en las
distancias cortas, era su bonhomía, esa accesibilidad que tienen los grandes.
La humildad de quien conoce que el hombre se puede equivocar, como en la frase
que tenía preparada el locutor de la ceremonia olímpica, dada la dificultad del
efecto. La explicación de cómo se desarrolló la proeza le valió críticas, nunca
llueve a gusto de todos, pese a que no le gustaba desvelar como realizaba su
magia. Su humildad y sinceridad le llevaban a recordarnos que detrás de él había
muchísima gente, a reivindicar el trabajo en equipo. El trabajo bien hecho en definitiva. Reyes Abades era un
taumaturgo de la pantalla, un hacedor de verdadera magia, un creador de
sortilegios visuales. Siempre trataba de aclarar que la visión del termino
“efectos especiales”, que remitía a explosiones, incendios, etc, ocultaba que había
otros efectos apenas perceptibles, que son los que crean la textura y dan
credibilidad al film. Buena prueba de ello está en su filmografía. Para quienes
trabajaron con el, Reyes Abades era un artesano que conocía su oficio a la
perfección, que lo veneraba con la intensidad que precisan estos afectos. Que se
enfrentaba al desafío de ¿esto se puede hacer?, con la sonrisa del que domina y
ama su arte. Con los ojos, abiertos de asombros, de un niño que creció en Castilblanco visionando películas de
“vaqueros”. Por encima de todos sus premios, de los merecidisimos homenajes, del
reconocimiento de su tierra, estaban su cercanía y su sencillez. Esa vecindad y
humildad que tienen los grandes, los que reconocen la finitud, los que han
subido a base de voluntad. Aquellos que han dejado los pies en la tierra, pero habitan un
cielo reservado a quienes han encontrado una pasión que llena su existencia y además
puede regalarla a los otros.
Vivió
su sueño. Hizo soñar a los demás. Bien mirado, no hay forma más hermosa de
pasar por la vida.
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