lunes, 5 de febrero de 2018

Reyes Abades. Vivir para un Sueño


                            
   
Conocí a Reyes Abades allá por el lejano año 92. A quienes organizábamos la Muestra de Cine de Badajoz, nos pareció que merecía un homenaje en su terruño el hombre que hacia apenas unos meses había conseguido el milagro de hacer creer que la flecha olímpica encendía el pebetero. Poco podíamos imaginar aquellos que disfrutamos con los capítulos de “Curro Jiménez”, que años después conoceríamos a uno de los artífices de lo que el mismo denominaba “los de defectos especiales”, porque fallaban mucho. De ahí, a trabajar con Verhoeven en “Los Señores del Acero”, que reconocía como una de sus películas más duras. La primera cualidad  que destacaba de Reyes Abades en las distancias cortas, era su bonhomía, esa accesibilidad que tienen los grandes. La humildad de quien conoce que el hombre se puede equivocar, como en la frase que tenía preparada el locutor de la ceremonia olímpica, dada la dificultad del efecto. La explicación de cómo se desarrolló la proeza le valió críticas, nunca llueve a gusto de todos, pese a que no le gustaba desvelar como realizaba su magia. Su humildad y sinceridad le llevaban a recordarnos que detrás de él había muchísima gente, a reivindicar el trabajo en equipo. El trabajo bien  hecho en definitiva. Reyes Abades era un taumaturgo de la pantalla, un hacedor de verdadera magia, un creador de sortilegios visuales. Siempre trataba de aclarar que la visión del termino “efectos especiales”, que remitía a explosiones, incendios, etc, ocultaba que había otros efectos apenas perceptibles, que son los que crean la textura y dan credibilidad al film. Buena prueba de ello está en su filmografía. Para quienes trabajaron con el, Reyes Abades era un artesano que conocía su oficio a la perfección, que lo veneraba con la intensidad que precisan estos afectos. Que se enfrentaba al desafío de ¿esto se puede hacer?, con la sonrisa del que domina y ama su arte. Con los ojos, abiertos de asombros, de un niño que creció en Castilblanco visionando películas de “vaqueros”. Por encima de todos sus premios, de los merecidisimos homenajes, del reconocimiento de su tierra, estaban su cercanía y su sencillez. Esa vecindad y humildad que tienen los grandes, los que reconocen la finitud, los que han subido a base de voluntad. Aquellos que han dejado los pies en la tierra, pero habitan un cielo reservado a quienes han encontrado una pasión que llena su existencia y además puede regalarla a los otros.
Vivió su sueño. Hizo soñar a los demás. Bien mirado, no hay forma más hermosa de pasar por la vida.

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