Pese
a que Cifesa mutiló gran parte del metraje de Nada, la amputación nos dejo aún una obra notable y que destacaba
por encima de los acartonados parámetros del cine de la época, enfrascado en
sus vertientes histórica o folclórico-regionalista. Frente a los momificados y,
casi sin vida, personajes que poblaban aquellas pantallas del Régimen (Reinas
sufridoras, Hazañas Bélicas Patrias, Santas Iluminadas, Cantantes Folclóricas,
etc), la obra de Edgar Neville presenta un personaje femenino completamente
alejado de aquellos parámetros. Su actriz fetiche, Conchita Montes, (también
autora del guión) interpreta a una joven que llega a Barcelona a estudiar
Filosofía y Letras. Un soplo de aire fresco y un grito de independencia en la
situación de la mujer en la época. Luchando
a contracorriente con una familia habitada por el odio y la pérdida de
nivel social, Neville recorre con su cámara los patios de vecinos, las
escaleras de la postguerra realizando
una radiografía lúcida y hermosa del
momento. No debió agradar a los capitostes esta visión de la realidad tan
alejada de los cielos imperiales y la ranciedad de las corrientes
regionalistas. Opresiva, de atmósfera insana y endogámica, frente al deseo de
libertad de Andrea (Conchita Montes) o la vida bohemia del artisteo.
La
protagonista lucha contra una sociedad de raíz patriarcal que “no cree en la
inteligencia femenina”, que vive pendiente de la escasez y la supervivencia
(moral y física). Una sociedad donde la grisura y el anonimato moral son la
clave para seguir adelante. Todo lo contrario a la independencia con la que
sueña Andrea y su pálpito vital. Creación netamente nevillesca, cercana a un existencialismo sórdido, nos presenta una
Barcelona tenebrosa, opresiva y enfermiza (como el trazo histórico que refleja).
Este film es tan de Neville como el Madrid Galdosiano de “Domingo de Carnaval”,
con una enorme Conchita Montes emulando las grandes divas de la época. Tan de
Neville como esa crítica devastadora de la burguesía de provincias de “La Vida
en un Hilo” o el expresionismo latente en ese viaje a los infiernos de “La
Torre de los Siete Jorobados”. Es un Neville en estado puro, pero mucho más
oscuro, más demoledor y extraño por su situación histórica. Neville nunca fue
un director complaciente. De él se decía que le odiaban por igual los “progres”
y los de “Raza”, algo que dice mucho de su independencia, equilibrio y
solvencia en la pantalla. Conchita Montes fue la escritora de “Damero Maldito”
en La Codorniz y tradujo obras de teatro. En “Nada”, la solvencia y
espontaneidad de su personaje arrasa, aunque enfrente tiene actores enormes
como esa chacha bordada por la inmensa Julia Caba Alba, la conmovedora abuela
de Juanita Manso (La Vida en un Hilo) y el viril Fosco Giachetti (Sin Novedad
en el Alcazar). Lo castizo se transmuta en siniestro, el humor negrísimo casi
ahoga los personajes, atrapados en ese inframundo opresivo de la familia venida
a menos. El director maneja personajes sinceros sin perder el aura de la génesis
literaria. La laminación efectuada por la censura, mutiló la obra convirtiéndola
en una pesadilla onírica que suplanta el realismo social latente en la novela.
Desaparecieron
Rafael Bardem, Félix Navarro y María Bru del metraje. También se elimina ese
dominio sobre escenarios castizos, ambientes humanos y sabor local que era la marca de la casa de
Edgar Neville, arrancando los exteriores barceloneses lo cual aumenta la atmósfera
de insania de la fotografía. Están retratadas magistralmente las relaciones masoquistas
de ese foco endogámico, símbolo de la España enfrentada, resentida, cuya
miseria les mantiene vivos. Por este paisaje desfilan personajes malsanos,
burgueses acomodados (futuros practicantes de la gauche divine), estudiantes indolentes, machistas irreconciliables.
En Nada el neorrealismo a que invitarían
las imágenes en otro director, se trnasfoma en un visión personalísima de la
humanidad y de la sociedad de la época, basada en el claroscuro y la estética noir, el agobio; obtenido con el
contrapicado sobre los techos; sobre la sordidez de una postguerra
desesperanzadora. La influencia de Welles y su operador Gregg Toland gravita
sobre esas buhardillas opresivas, esos focos sobre los techos, las sombras
expresionistas y esa familia opresiva (El Cuarto Mandamiento). Incluso la banda sonora goza de una atmósfera
experimental con notas distorsionadas, firmada por un habitual de Neville, el
compositor gaditano Muñoz Molleda. Carmen Laforet publico la novela con 23 años
(Premio Fastenrath de la Real Academia Española). La obra describe la misérrima
postguerra de muebles destartalados, chinches, machismo galopante mujeres
consentidoras en la violencia de género, bañeras mugrientas, etc. A diferencia
de la mutilada película, en el texto las calles luminosas permiten respirar a
Andrea entre la bohemia universitaria y la Barcelona burguesa que se benefició
del conflicto armado. Frente a esto, la decadencia de la familia que la acoge,
la degeneración moral y física que alienta en el bloque de vecinos. Andrea
asiste a las clases y procura disfrutar, pese a que todo el profesorado es afín
al Régimen, sustituyendo al anterior.
La guerra interior que se libra en la
casa no es mejor que la de la fusilería, los odios fratricidas aún humean, el
resentimiento, la miseria. No es mucho mejor la calle Aribau por donde
transitan, claustrofóbica metáfora, llena de garitos, prostitución y estraperlo,
frente a la Vía Layetana de su amiga Ena (María Dennis), luminosa y lujosa. La psicología
de Andrea es mucho más compleja en el referente literario, que posee muchas más
capas de lectura, gracias a la densidad no permitida en pantalla. La
trayectoria vital de Andrea después de un año en la lúgubre mansión, se
transforma en nada, como ella misma
confiesa en el epílogo.
El director de fotografía, Manuel Berenguer, y su
decorador, Sigfrido Burmann, consiguieron imprimir a la siniestra casa de la
calle Aribau donde se desarrolla gran parte de la acción, un ambiente de
fisicidad desasosegadora. Ese contexto claustrofóbico, de techos opresivos,
muebles en desorden y grandes claroscuros de iluminación se convierte en una
sinécdoque de aquella nación de apariencia, donde el decoro valía más que la
dignidad, lo exterior era más importante que la libertad y el brazo de lo moral
y lo religioso constreñía la vida y el ánima. No estamos ante una obra menor de
Neville.
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