martes, 26 de noviembre de 2019

Laberinto, anatomía del presente. Marino González Montero/ de la luna libros. Mérida. 2019


      



 Aunque todavía puede uno enzarzarse en alguna de esas polémicas inanes sobre si el teatro es; o no es; un género literario, una única verdad prevalece: el teatro también se lee. Aunque el modo de abordar una obra dramática requiere una visualización más activa que en otros géneros, la cual suele residir; paralelamente; junto al número de obras que haya visionado el lector. Ayudan (y mucho) las acotaciones-descriptivas, que el autor sitúa, con notable clarividencia, para ayudar a describir personajes y situaciones. Y es que nada es liviano en el intramundo teatral de Marino González Moreno. En “Laberinto, anatomía del presente” vuelvan a aparecer sus estilemas, obsesiones y remembranzas. Porque un laberinto de estas características tan sólo puede tener su génesis en la propia esencia vital, en el leve parpadeo del instante breve que huye, en el somnoliento guiño de lo ya vivido. Una vez más vuelve a aparecer el autor que no agradará al consumidor de inmediatez mediática (porque no comprenderá ninguna de las interrogaciones que como dardos se le lanzan), ni al devorador de posmodernidades y postverdades (que de todo hay), encerrado en su cápsula de tecnologías y estímulos guiados por la apariencia (y/o) la ignorancia en estado latente. El autor alquimiza la palabra como arma, contra esa invasión de oscurantismo, de querencia por la tiniebla que se esconde detrás del postureo actual, detrás de la liviandad de las relaciones y actitudes vitales. Pá tinieblas, las mías”, parece decir (en castizo), desde la profundidad de este texto, rico en metáfora vital, en existencialismo cotidiano, en riqueza matriz. 


Porque bebe del mito ancestral, primigenio, atávico, para presentarnos una tragedia helénica desaforada en lo conceptual, pero contenida con la introducción de un humor que; como en su anterior obra; está situado en el momento y el lugar exacto. Casi hemos dado la definición de literatura: Situar la palabra más exacta en el lugar más correcto. Retornan  obsesiones y personajes de “Muerte por  Ausencia” ¿Quizás el boceto de un trilogía sobre el abismo y la orfandad humana frente a la muerte y lo desconocido? Ahí lo dejo. Retornan los espacios inquietantes. Si allí lo fueran un catafalco y unas velas; donde la soledad acompañada de sus criaturas, desarrollaba su ceremonia de ausencias; aquí es un extraño laberinto, unas cabezas de alambre. Si allí el personaje elíptico era la base de todo el diálogo y las inquietudes de los personajes, aquí toma forma como diosa poliglota, envuelta en poncho. Dispuesta a llenar de inquietudes las vidas de “Hombre” y “Mujer”, y también de enseñarles a caminar entre el absurdo que denominamos vida y extraer la esencia de las cosas, como ese Juan Ramón que declamaba:
¡Oh pasión de mi vida, poesía
desnuda, mía para siempre!
La esencia de las cosas. Ese desprendernos de la túnica de la inocencia antigua hasta aparecer desnudos. Pero la desnudez que nos muestra Marino González, es un viaje en barca para el que nunca estamos preparados. Porque Caronte conoce todas nuestras miserias. Un Laberinto donde el Minotauro borgiano tan sólo desea la espada de Teseo en su corazón.
-Lo creerás, Ariadna. El Minotauro apenas se defendió…


Como el mítico animal antropomorfo, Hombre y Mujer, desconocen el sentido de su presencia en el laberinto y anhelan escapar a la soledad de sí mismos. Para ello deberán aprender a escuchar. A escucharse. Como en la poesía de Juan Ramón, el anhelo que subyace en la obra de dramaturgo cacereño tiene una triple vertiente (o una triple sed).
Sed de belleza (lo cual queda patente en el respeto por el verbo, por las referencias culturales y la forma, por el homenaje a la cadencia del riesgo, por el disfraz de la palabra.
Sed de conocimiento: Porque la belleza de lo externo es un modo de conocimiento. Porque el antifaz del léxico es como una nota escrita en la partitura. Inerte, expectante, pero palpitante, llena de vida cuando surge de los labios del intérprete.
Sed de eternidad. De búsqueda, de anhelo de lo inmarcesible. La búsqueda de la belleza absoluta pasa necesariamente por los estratos del dolor y la angustia existencial.
Laberinto es un texto difícil, arriesgado, alejado de lo común. En él, el autor sienta sus claves a caballo entre el teatro del absurdo, sazonado (con un humor cínico y existencialista), la helénica y genésica tragedia, el abismo nietzcheano; al cual se asoman para que el abismo mire dentro de ellos; y una certera reivindicación de pensamiento sobre superstición, de lo atávico sobre lo acomodaticio del instante histórico. Las dudas primordiales de la humanidad, los dolores más acerados y punzantes. Como esa muerte “que había ido a vivir a mi casa”. Una muerte que está en casa de todos, ya que es la única certeza que tiene el hombre.


Marino González Montero conjuga con maestría y sabiduría dramática (más sabe el diablo) un verbo, ora teñido de lirismo, ora de existencialismo. Ora de un humor amargo y lacerante, ora de un filosófico beber del instante. Prima la desnudez escénica (otro de sus atributos), pero la desnudez emocional es la marca de la casa. Y es que nada más se necesita cuando el sendero trazado nos conduce a los sentimientos más intensos del hombre/mujer en este paraíso perdido. Cuando el jardín de senderos que se bifurcan no ofrece sino redención (el dolor no es opcional) frente a la derrota. Las canciones ofertan un lirismo intenso, juguetean con el khoros helénico o la modernidad, con referencias a Pablo Milanés. Toda la obra está teñida de la fatal predestinación de ese “animal que camina  con un féretro”. Ese animal que es capaz de escribir y emitir palabras que son “deidades momentáneas”. Las palabras de esta obra también ejercen de demiurgos para guiarnos hacia más allá del velo. Hacia el laberinto. Origen y fin de todas las cosas.


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