Defender a toda costa a un ciudadano, porque sea “uno de los nuestros”, siempre me pareció bufonada integral e intensa bellaquería. Es harto bufonesca la defensa de otro; a sabiendas de que ha cometido felonía; por la única circunstancia de que corra en nuestro mismo equipo o tire de la misma cuerda. Es bellaquería cuando las pruebas y la veracidad de lo descubierto, no dejan dudas a la imaginación. Otro asunto es la presunción de inocencia, que es término únicamente aplicable en el ámbito legal.
Siempre he tratado de inculcar a los que me rodean, y de aplicármelo también, el concepto de que más vale ser que parecer. Ser honrado, mayormente. Nunca apoyaría a nadie, ni de mi entorno más cercano, que hubiera cometido bellaquería, Y siempre espero que la actitud sea a la viceversa. Si mi elección es la bribonada como forma de vida, no debería recibir el apoyo de aquellos que comparten mis afectos, mis formas de pensamiento o vicisitudes ideológicas.
Es difícil entender esa extraña forma de solidaridad pervertida que consiste en apoyar sin reservas a los de tu cuerda, independientemente del talante humano o la conducta del sujeto. Este modo de corporativismo ideológico que obliga a defender lo indefendible, divide el mundo entre “los tuyos” y “los míos”. Cuando lo humanamente comprensible es que “los míos” sean únicamente los honrados y los que usan la transparencia como forma de vida. Cualquier bandería, dogma o ideario, debería mantener alejado de su entorno a personajes con querencia por la villanía y la infamia. Por esto resulta contra natura esa defensa a ultranza de “uno de los nuestros” cuando la vergüenza y el rechazo son las opciones naturales ante estos sujetos.
Quizás la rabiosa polarización de nuestras estructuras ideológicas sume a favor de proteger al villano de la propia cuerda, o a intentar el pueril juego del “y tú más”, cuando se afea la conducta de un allegado ideológico.
Epícteto de Mileto, acostumbraba a situarse en el centro del ágora para disertar con sus discípulos. Con extrañeza algunos le exhortaban a cambiar el lugar, que no encontraban demasiado cómodo.
-¿Por qué no vamos a aquella zona? Esta más concurrida y tus enseñanzas llegarían a más ciudadanos…
-Aquí no llega el sol que más calienta –exclamaba otro, que prometía para político-
Un día el anciano filósofo sonrió y refirió al cónclave expectante.
-¿Sabéis porque siempre me sitúo en el centro? Porque he descubierto que si estás en el centro de las cosas, todo lo demás está en los extremos…
Si aplicáramos las enseñanzas de Epícteto de Mileto, descubriríamos que nada hay más extremo ni radical que el compadreo con el rufián, la justificación de lo injustificable, el ocultamiento de lo verdadero. Esta complacencia en el error, esta querencia por la irracionalidad, tiñe de vergüenza credos y doctrinas, idearios y propuestas. Tan sólo por un motivo tan fútil como que el encausado sea “uno de los nuestros”.
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