Big Eyes es una obra atípica en
el universo burtoniano. Una suerte de
“rara avis” en la que Burton al aventurarse en la periferia de sus zonas
oscuras, no se mueve con la precisión quirúrgica a que nos tiene acostumbrados
en su universo estrafalario y gótico. Tal vez el truco consista en no buscar
sello personal en el film, en disfrutar la película como un acercamiento a una
historia que pudo haber sido inventada por el propio Burton: la historia de una impostura artística.
En esta historia hay detalles que
chirrían, como el histrionismo de Christoph Waltz (casi un cartoon de carne y hueso) que
termina agobiando, y no es otra cosa que una revisitación del imposible oficial
nazi que interpretó en la fantasiosa “Malditos Bastardos”. Aunque Waltz tiene buenos momentos se deja
llevar por el exceso y la desmesura, sobre todo en la etapa final de la cinta.
Lejos de extraordinario Ed Word (todo genial desmesura) que recreara Johnny Deep.
Todo
lo contrario que la deliciosa Amy Adams, plena de contención y expresividad, sin
descomponer el gesto. El diseño de producción recrea con efectividad una época
y una forma de vida, tan alejada del universo del outsider Burton, que resulta
ajena al ferviente devoto, hasta que se da cuenta que estamos ante un cuento de
hadas pervertido con princesa encerrada en una torre por el ogro. En este caso
cosmopolita, vendedor de humo, mundano, extrovertido. Y es que esta carga de profundidad, es una
demoledora exposición de un vampirismo anímico. Reflexión sobre el arte, su
concepto, o su manipulación. Sobre los popes del artificio, que entronizan la
banalidad o hacen naufragar el talento. Aquellos que opinan y bendicen el producto final, y a los
que en un momento del film Christoph le esputa: "Hacéis críticas porque no
sabéis crear nada" Nos ha faltado algo de oscuridad, pero si nos fijamos
detenidamente ya hay bastante oscuridad en los big eyes, en los tristes ojazos
de estos niños desvalidos de Margaret Keane.
Nunca estuvo Margaret en el MOMA,
pero vendió millones de copias e inició un provechoso negocio de merchandising
de tal modo que todo el mundo pudiera adquirir copias de su obra. Estamos en
los años 50, en un país pretendidamente liberal, donde la mujer debe ocultar su
condición para que su marido venda los cuadros. El color, al contrario que en
otras obras burtonianas, está por todas partes. Bruno Delbonnel consigue
estampas de San Francisco y Hawai acordes con el mundo kitsch en que se
desarrolla el guión. Burton ha dejado entrar la luz, porque la historia lo requería.
Margaret estaba ahí antes de Warhol, en manos de un hombre-niño, un inmaduro emocional que la
vampirizaba. Un parasito que hasta el final de sus días siguió insistiendo en
la autoría de los cuadros. El universo gótico de otras obras del autor se
traslada a una morada popluxe, pero su ponzoña sigue ahí: El dominio que el
caricaturesco bipolar ejerce sobre la princesa prisionera, la anulación de la
persona, el universo opresivo de la buhardilla, con una ventana que no se abre
para que no descubran la verdad, sin necesidad de distorsionar lo cotidiano.
Margaret Keane paso de ser un producto considerada kitsch a ser objeto de
colección para connaisseurs. Un ejercicio sesudo sobre la banalidad que rodea
al arte y la impostura. Los ojos hiperbólicos que antes fueron ignorados, ahora
eran oscuro objeto de deseo. No hay poseía malsana en Big Eyes. Aquí no esta
el director de Eduardo Manostijeras o la bizarrez de Pesadilla Antes de
Navidad. ¿Pero porque había de estarlo?¿No andamos a vueltas con el proceso
creativo? Lo que hoy es banal, mañana puede convertirse en objeto de culto. Y
Burton sabe mucho de estos menesteres.
En algún instante la película navega peligrosamente entre
la estética de telefilm (con carteles finales incluidos) y el riesgo bizarro de
escenas como la del juicio final, donde el protagonista lleva el exceso a
límites casi chirriantes. La belleza naif del retrato de Margaret es aplastada
por la exhibición casi bufonesca (sólo falta el Jefe de Pista) del circense Christoph Waltz. En el
apartado de Banda Sonora, el compositor fetiche de Tim Burton, el ecléctico
Danny Elfman abandona el lado oscuro para escribir una partitura ligera, con
entorno de ensueño, enfrentándose a temas como el de Lana del Rey, frente a los
cuales resulta bastante discreta.
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