Medea es el paradigma de la
mediterraneidad. Un mito que, junto a
Fedra, Antígona, Ifigenia o Electra, deviene prototipo de la fuerza
interior, leyenda habitada de litoral y con inseparables matices salinos. Medea
aprende las artes de la magia directamente de Circe, que la convierte en una
mujer autónoma, realidad que choca directamente con los prototipos de la época.
La presente versión bebe de los textos seminales de Eurípedes y Séneca, pero
también; según el autor; de los versos de Apolonio de Rodas y las texturas
inquietantes de los prodigiosos poemas de Ovidio.
El mito Medeático reviste matices siniestros por su devenir, conjugados con
la piedad que despierta su destino en el espectador. Medea habita un territorio
entre la insania y la pasión mas desaforada. Medea es capaz de despedazar en su
huida a su hermano para entretener los bajeles de su padre, que la persiguen por su traición. Esta mezcla de caracteres (Eurípedes muestra los rasgos mas
turbadores, Apolonio y Ovidio la describen como hembra de gran belleza,
enamorada de su marido) conforman la vengadora y la víctima de sí misma. Medea
fascina por su crueldad, e inspira piedad por la renuncia a si misma, por
anularse al lado de un arribista, que en esta versión deviene desmadejado
fantoche, al que se le da la oportunidad de justificar sus actos, aunque su
verborrea no convence a nadie.
Este Jasón de expresión corporal que no concuerda con la
gravedad de sus textos, ligeramente amacarrado, y aparentemente envuelto en los
vapores de Baco, no tiene entidad para ofrecer un desafío real frente a la fuerza
atávica de Medea. En un hábil instante escénico Medea reúne a los dos Jasones
(el del pasado y el del presente) para narrar con exactitud la historia de su
amor y sus consecuencias.
Esto es de agradecer por el espectador, neófito en la
cultura grecolatina, que naufraga ante conceptos como La Cólquida, La Hélade,
Argonautas, La Oceánide y los diversos patronímicos de dioses y heróes, que
para los auditorios de la época devenían cotidiano Olimpo. Para los helenos,
Medea es una bárbara que llega de las costas de Asia, pero a pesar de no
conocer sus costumbres, sabe que en su época no podrá sobrevivir sin un hombre
a su lado. Apátrida, traidora a su padre por amor. Abandona a su estirpe y su
dignidad por un hombre que después la traiciona. Una mujer que no sabe poner
freno al odio, ni ponerlo al amor. Eurípedes humanizó a la Medea que en otras
circunstancias no vacilaría, la hace dudar, la hace avanzar hacia una remota
modernidad.
El carácter inicial del coro de mujeres como espejo del íntimo
dolor de Medea, se desvanece al conocer sus actos. Eurípides, en su interés de
dar voz a la pena de las mujeres, hace del grupo otra fuerza femenina más, que junto
con la nodriza tienen discursos intensos, certeros y reivindicativos. Como
mujer extranjera Medea refleja los problemas de la sociedad del momento. La
versión de Eurípedes, ya recibió críticas por sus caprichoso “deus ex
machina”: Medea es rescatada de la venganza de Jasón por el carro de Helio. Nada
más lejano de la intención de Molina Foix, que en el epílogo de esta Medea
terrenal, nos esputa en el rostro que Medea somos todos. Fue en 1933 con
Margarita Xirgu de protagonista y texto de Miguel de Unamuno, cuando llegó por
primera vez la obra a Mérida. Unamuno respetuoso de la concepción original,
daba la libertad a la protagonista, con espectacular final de carros de fuego,
según la mitología griega. Varias versiones se han visto después, incluyendo la
enorme obra maestra de Cherubini, cuya preciosa obertura dió paso a las voces
irrepetibles de Montserrat Caballé y Jose Carreras.
Ana Belen ya había destacado
en otras piezas grecolatinas sobre este escenario. La escenografía de Plaza, aprovecha las columnas sin
ocultarlas. Una enorme puerta divide los dos mundos, la dicotomía, el
desdoblamiento y el triunfo final del dolor se producen alrededor de esta
puerta simbólica. Consuelo Trujillo desborda sabiduría escénica, en uno de los fértiles personajes engendrados
para dotar al páramo de la tragedia clásica de instantes para el reposo y la
ironía. Los hijos de Medea ni siquiera tienen nombres propios, quizás para
despersonalizarlos y alejar su tragedia del espectador. Una frase define todo
el transcurrir de la tragedia: “De todo lo que tiene la vida y pensamiento,
nosotras las mujeres, somos el ser más desgraciado”. Es la cuarta ocasión que
Ana Belen pisa el escenario de este festival, tras dar vida a La bella Helena
(1995), Fedra (2007) y Electra (2012). La dramaturgia de la obra corre a cargo
de Vicente Molina Foix, a partir de textos de Eurípides y Séneca, y dirige José
Carlos Plaza. La precisa dicción de Ana Belén, la emisión de voz; tan difícil en estos
escenarios; escollo de actores televisivos y cinematográficos, no tiene
secretos para la actriz. La escenografía se vale de recursos no habituales la
tragedia clásica, proyecciones (mapping) etc, que enriquecen y hacen más leve la travesía
por la desdicha, especialmente en el brillante intervalo del conjuro en la
montaña, instante feérico en que el personaje femenino termina de desdoblarse
completamente.
Poika Matute, correcto en sus breves intervenciones dotando a
Creonte de intensidad dramática. Leticia Etala hace lo propio en sus líneas,
con un personaje (Creusa) que en otras versiones ni siquiera tenía diálogos. Al
modo clásico, el coro transita por los lugares que sirven de referencia visual
e icónica al argumento. La puerta, imaginario umbral hacia otro mundo que nunca
llegamos a visionar, donde quizás se encierra el pasado feliz de Medea. El
árbol, sospechoso territorio de rituales sagrados o terribles. Toda tragedia
griega es un reflejo del inconsciente colectivo, no en vano algunas patologías
han sido bautizadas con el nombre de estos arquetipos (Edipo, Electra,
Pigmalión) lo que convierte en universal (y atemporal) el contenido de estos
textos. El preceptor interpretado por Luis Rallo es un quijotesco personaje en
un mundo que en un mundo lleno de violencia trata de sembrar las raíces de la
razón, con una interpretación sutil y convincente.
Esta Medea magistralmente respirada
por Ana Belen, es un paseo por el amor y la muerte, por la pasión que obnubila
la razón, por la razón que oprime al corazón. Un “descenso ad inferos” donde la
victima se transmuta en verdugo y viceversa. La madrileña dibuja un lienzo
pleno de matices donde el control de la voz, la expresividad, el dominio
técnico del lenguaje corporal no opacan la pasión y transformación que tienen
lugar en la hechicera, hasta recuperar su verdadero yo. Medea confiesa que sus
hijos son tan sólo una extensión de su marido, una perpetuación. Ella no los
necesitaba. Tan sólo el amor obsesivo y atávico hacia un Jasón que no lo
merece, la alimentaba. Desaparecido éste, solo queda la destrucción total del
ahora enemigo. Nadie puede luchar contra el hado. Medea es el matriarcado, la
rebelión contra la falocracia imperante, Apoyada y acompañada del coro de
mujeres, que sienten junto a Medea su dolor, hasta su vesania final asesinando a sus hijos,
donde se abre un abismo entre ellas. Bajo la certera batuta de José Carlos
Plaza y un texto/agasajo de Molina Foix, que es culto, audaz y no cede a la
moda de hacer “más asequibles” los argumentos, la actriz compone un personaje
inolvidable en medio del calor emeritense y las milenarias columnas. Los afortunados espectadores contemplaron una
tragedia atemporal, nacida de la alquimia interpretativa de Ana Belén. Un viaje
hacia épocas y sentimientos comunes a todos los hombres. Un poema pervertido y
cruel, pero veraz y certero. Una atrayente liturgia de alianza con las sombras.
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