jueves, 5 de septiembre de 2019

Te amaré más allá de la vida. El Fantasma y la señora Muir


                                   


Con El Fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir. Joseph L. Mankiewicz. 1947) nace una de las más intensas películas sobre el amor. Pese a que su autor aun la consideraba una obra de aprendizaje, se trata de una obra maestra que sobrevive al paso del tiempo por la intensidad de su propuesta, las claves de estilo y la sorprendente química entre dos protagonistas en estado de gloria. Bebiendo directamente de las fuentes del gótico y el drama romántico, su equilibrio entre géneros es sorprendente. Sobre todo en esos toques de alta comedia y sus diálogos pasmosos. Pese a no tratarse de un texto propio del director de Pensilvania (adaptaba una obra de Philip Dunne, seudónimo de Josephine  Leslie), es reconocible la maestría y el estilo del mismo, su querencia por la fina ironía, la inteligencia de las frases. Abriendo con una grúa espectacular, que frece un plano general de Londres, acercándose a la casa, para ofrecer unos intensos planos góticos; que marcaran la senda a seguir; e introducen en el mundo sobrenatural que va a sobrevolar todo el metraje. Mankiewicz fue un maestro destejiendo el mundo femenino, dibujando sus contornos, abocetando personajes de gran intensidad, firmes y valerosas, como esta Lucy Muir, impregnada en la piel de la magnífica Gene Tierney. Al igual que  Lubitsch, Mankiewicz juega con los significados de las puertas, las dota de intrahistoria, las convierte en fronteras o caminos. Las puertas guardan una compleja significación en toda la obra. Pero el director exprime todas las posibilidades visuales y fotográficas (Charles Lang Jr) con certeros planos de la zona costera donde se encuentra la casa llamada “La Gaviota”, en la que Lucy decide quedarse pese a que según el vendedor “no le conviene”. 

El equilibrio entre el cuento gótico y la comedia es magistral. La presentación de Rex Harrison (Capitán Daniel Gregg) se produce en modo similar al de la película Laura (Otto Preminger. 1944), a través de un retrato. La atmósfera romántica se va imbricando en medio del relato fantástico, la cámara participa como un personaje más, como en ese travelling en la escena de la siesta con la sombra de Rex Harrison apareciendo por primera vez. La relación entre estos dos obstinados personajes consigue instantes verbales de altura, donde las desavenencias se entremezclan con ese humor mankiewicziano, que siente un profundo respeto por la inteligencia del espectador. El proceso de adecuación y adaptación de ambos personajes es modélico, dejándose llevar Lucy por el lenguaje prosaico del capitán y adaptándose este a la personalidad arrebatada de la viuda. Junto a la progresión y acercamiento de los dos personajes, se no muestra también un acercamiento visual. Del plano-contraplano del inicio, la cámara va introduciendo certeros encuadres de ambos con una espléndida fotografía. A través de la cinta, el director juega a la ambigüedad con el espectador haciéndolo dudar de la existencia real del fantasma que puede ser fruto de la imaginación de la protagonista.
“Pero soy real. Estoy aquí porque usted quiere creerlo así. Siga creyendo en mí y seguiré siendo una realidad”.
El fantasma y la señora Muir” exprime el juego entre dos personajes antagónicos que terminan complementándose y admirándose en medio de una poesía visual y un halo romántico de un clasicismo arrebatador.


Es el momento en que entra en liza otro inmenso actor (George Sanders), que interpreta al editor Miles Fairley, al cual Lucy le entrega el libro que ha escrito inspirada por el capitán. Sanders hace gala de su habitual y elegante cinismo y termina robándole el pañuelo. Es magistral el modo en que se presenta la ambivalencia del mundo de Gene Tierney (Lucy), enfrentada al sueño romántico, seductor, de gran intensidad pero imposible acceso, frente a la carnalidad y el mundo real que el ofrece el editor. Una significativa escena muestra a Daniel, desde una altura superior, observando a los nuevos amantes. En otra, un soberbio Rex Harrison le habla a su amor dormido con esas palabras que sólo Mankiewicz sabía escribir, culminando en uno de los planos más hermosos del cine. Daniel intenta besar a la mujer dormida, Lucy se mueve de forma inconsciente como si percibiera al capitán y pudieran encontrarse físicamente en el territorio del sueño.
“¡Cuantas cosas nos perdimos, Lucía! ¡Cuantas cosas nos perdimos! Adiós, mi amor”


Es imposible no emocionarse ante la carga sentimental e interpretativa de esta secuencia. El pícaro, interpretado magistralmente por George Sanders, resulta un farsante que engaña mujeres ingenuas. Esta es una de las premisas del guión, esa necesidad de sufrimiento para alcanzar la madurez, el sentido del riesgo que nos hace crecer internamente. Todo ello metafóricamente sugerido por espléndidos planos de olas. La mutación del tiempo se traduce en una madera tallada donde está escrito el nombre de la hija de Lucy (Natalie Word con  nueve años), y que se va deteriorando lentamente. Hay un instante mágico cuando una Anna adulta (Vanessa Brown) confiesa a su madre que también veía al capitán. El paso del tiempo es inexorable y la vejez llega para Lucy y  la amiga-criada Martha (soberbia Edna Best). Los relojes omnipresentes y fatídicos siguen su camino despiadadamente. Un plano de la caída del vaso de leche de la anciana Lucy es la metáfora de que su tiempo en este mundo ha terminado. Es el momento en que el capitán regresa, cuando la puerta se abre y caminan para estar eternamente junto. Si no derrama una lagrimilla, o al menos se emociona en esta secuencia, debería estudiárselo. Frente a la inmensa partitura de Bernard Herrmann y esta poética historia de amor, es imposible que no se ablanden los corazones.



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