Con El Fantasma y la señora Muir (The
Ghost and Mrs. Muir. Joseph L. Mankiewicz. 1947) nace una de las más
intensas películas sobre el amor. Pese a que su autor aun la consideraba una
obra de aprendizaje, se trata de una obra maestra que sobrevive al paso del
tiempo por la intensidad de su propuesta, las claves de estilo y la
sorprendente química entre dos protagonistas en estado de gloria. Bebiendo
directamente de las fuentes del gótico y el drama romántico, su equilibrio
entre géneros es sorprendente. Sobre todo en esos toques de alta comedia y sus
diálogos pasmosos. Pese a no tratarse de un texto propio del director de
Pensilvania (adaptaba una obra de Philip Dunne, seudónimo de Josephine Leslie), es reconocible la maestría y el
estilo del mismo, su querencia por la fina ironía, la inteligencia de las
frases. Abriendo con una grúa espectacular, que frece un plano general de
Londres, acercándose a la casa, para ofrecer unos intensos planos góticos; que
marcaran la senda a seguir; e introducen en el mundo sobrenatural que va a
sobrevolar todo el metraje. Mankiewicz fue un maestro destejiendo el mundo femenino,
dibujando sus contornos, abocetando personajes de gran intensidad, firmes y
valerosas, como esta Lucy Muir, impregnada en la piel de la magnífica Gene
Tierney. Al igual que Lubitsch,
Mankiewicz juega con los significados de las puertas, las dota de intrahistoria,
las convierte en fronteras o caminos. Las puertas guardan una compleja
significación en toda la obra. Pero el director exprime todas las posibilidades
visuales y fotográficas (Charles Lang Jr) con certeros planos de la zona
costera donde se encuentra la casa llamada “La
Gaviota”, en la que Lucy decide quedarse pese a que según el vendedor “no le conviene”.
El equilibrio entre el
cuento gótico y la comedia es magistral. La presentación de Rex Harrison
(Capitán Daniel Gregg) se produce en modo similar al de la película Laura (Otto Preminger. 1944), a través
de un retrato. La atmósfera romántica se va imbricando en medio del relato
fantástico, la cámara participa como un personaje más, como en ese travelling
en la escena de la siesta con la sombra de Rex Harrison apareciendo por primera
vez. La relación entre estos dos obstinados personajes consigue instantes
verbales de altura, donde las desavenencias se entremezclan con ese humor mankiewicziano, que siente un profundo
respeto por la inteligencia del espectador. El proceso de adecuación y
adaptación de ambos personajes es modélico, dejándose llevar Lucy por el
lenguaje prosaico del capitán y adaptándose este a la personalidad arrebatada
de la viuda. Junto a la progresión y acercamiento de los dos personajes, se no
muestra también un acercamiento visual. Del plano-contraplano del inicio, la
cámara va introduciendo certeros encuadres de ambos con una espléndida
fotografía. A través de la cinta, el director juega a la ambigüedad con el
espectador haciéndolo dudar de la existencia real del fantasma que puede ser
fruto de la imaginación de la protagonista.
“Pero soy real. Estoy aquí porque usted quiere creerlo así. Siga
creyendo en mí y seguiré siendo una realidad”.
“El fantasma y la señora Muir” exprime el juego entre dos personajes
antagónicos que terminan complementándose y admirándose en medio de una poesía
visual y un halo romántico de un clasicismo arrebatador.
Es el momento en que entra en
liza otro inmenso actor (George Sanders), que interpreta al editor Miles
Fairley, al cual Lucy le entrega el libro que ha escrito inspirada por el
capitán. Sanders hace gala de su habitual y elegante cinismo y termina
robándole el pañuelo. Es magistral el modo en que se presenta la ambivalencia
del mundo de Gene Tierney (Lucy), enfrentada al sueño romántico, seductor, de
gran intensidad pero imposible acceso, frente a la carnalidad y el mundo real
que el ofrece el editor. Una significativa escena muestra a Daniel, desde una
altura superior, observando a los nuevos amantes. En otra, un soberbio Rex
Harrison le habla a su amor dormido con esas palabras que sólo Mankiewicz sabía
escribir, culminando en uno de los planos más hermosos del cine. Daniel intenta
besar a la mujer dormida, Lucy se mueve de forma inconsciente como si
percibiera al capitán y pudieran encontrarse físicamente en el territorio del
sueño.
“¡Cuantas cosas nos perdimos, Lucía! ¡Cuantas cosas nos perdimos!
Adiós, mi amor”
Es imposible no emocionarse ante
la carga sentimental e interpretativa de esta secuencia. El pícaro,
interpretado magistralmente por George Sanders, resulta un farsante que engaña
mujeres ingenuas. Esta es una de las premisas del guión, esa necesidad de
sufrimiento para alcanzar la madurez, el sentido del riesgo que nos hace crecer
internamente. Todo ello metafóricamente sugerido por espléndidos planos de
olas. La mutación del tiempo se traduce en una madera tallada donde está
escrito el nombre de la hija de Lucy (Natalie Word con nueve años), y que se va deteriorando
lentamente. Hay un instante mágico cuando una Anna adulta (Vanessa Brown)
confiesa a su madre que también veía al capitán. El paso del tiempo es
inexorable y la vejez llega para Lucy y
la amiga-criada Martha (soberbia Edna Best). Los relojes omnipresentes y
fatídicos siguen su camino despiadadamente. Un plano de la caída del vaso de
leche de la anciana Lucy es la metáfora de que su tiempo en este mundo ha
terminado. Es el momento en que el capitán regresa, cuando la puerta se abre y
caminan para estar eternamente junto. Si no derrama una lagrimilla, o al menos
se emociona en esta secuencia, debería estudiárselo. Frente a la inmensa
partitura de Bernard Herrmann y esta poética historia de amor, es imposible que
no se ablanden los corazones.
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