La
iconografía clásica de este drama, nos remite a la época elegida por Zorrilla para
situar sus personajes: los últimos años del emperador Carlos V (1545). En una
Sevilla bulliciosa, plena de picaresca y rufianesca, pero con una iconografía
(y un aliento) mucho más acorde con el siglo en que vivió el autor, que con la
calza corta, la jarretera, los jubones acuchillados o cruces de Calatrava del original.
El mito de Don Juan encuentra más similitudes con el hálito enfermizo del
Romanticismo que con el áureo siglo de hidalguía y picardía. El carácter del
protagonista bebe de las fuentes de un romanticismo de manual. Es subversivo y tentador. Un arrogante que se encuentra con el ideal romántico de la pureza,
del amor eterno y la redención, bastante alejados de los conceptos del
decimosexto siglo, enfrentado a la tradición medieval que representa Don
Gonzalo.
Añadamos un amor “fou”,
lejano a la cordura, y el trágico final
de un romanticismo arrebatador. Por esto ha sido todo un acierto que De Amarillo Producciones, opte por una evocadora vestimenta esproncediana (Luisa Santos), y
estilizada para este convidado de piedra. La misma estructura del drama,
rompiendo la regla neoclásica, alejándose de las tres unidades, sin respeto a
la unidad de acción o al cauce temporal, unida al grandilocuente ejercicio en
los ripios, la polimetría del verso, que contribuyen; no escasamente; a la
familiaridad con la obra, acerca más a esa tormenta creativa e imaginativa
dieciochesca.
¡Cual gritan esos malditos! Nunca un
verso fue tan fácilmente reconocible y equivocado (cuán) como el primer verso de Don Juan Tenorio. La
compañía opta por una adaptación bastante fiel, en la que Miguel Murillo ha
respetado el verbo original. Desaparecen en el primer acto los personajes de
Centellas y Avellaneda, siendo sustituidos por un coro femenino enmascarado,
acorde a la época festiva.
También desaparece el personaje de la tornera del
Convento, que no aportaba demasiado a la historia. La escena IV con Don Luis y
Doña Ana también innecesaria desaparece, dando Don Luis las explicaciones sobre
la llave en monólogo. Por último la aparición de Doña Inés tras la cena a Don
Juan, tampoco se produce. La escena XI, según indicación del propio Zorrilla,
con Inés y Brígida descubriendo los cadáveres, puede ser suprimida.
La
escenografía modular es acertada y funcional, una rampa, una mesa, una celosía,
que se van transformando acorde a las situaciones, aprovechada y exprimida en
todas sus posibilidades, apoyada por la potente luminotecnia
El
carisma de los personajes nace de las potentes interpretaciones de todo el
elenco, Guillermo Serrano compone un personaje poliédrico, atormentado, que
oculta bajo la máscara de la infamia, el deseo de un amor redentor, manteniendo
el ritmo narrativo y gestual durante toda la representación, llegando a crear
un personaje cercano y con cierta empatía, pese a sus villanías. En las
antípodas del siniestro personaje que refería el “Don Juan” de
Mayorga/Portillo. Una renovación del mito que parte más del lenguaje gestual,
el ritmo interno, las pausas, los matices que de cambios en la versificación. Uno
de los aciertos es la sublimación del verso hasta el punto de que casi
desaparece rítmicamente, coqueteando con la prosa, jugando con el timing y el ritmo interno. Ana Batuecas,
habita con certeza la piel de una mujer enamorada del "yo interior" del
conquistador.
Memé Tabares; dicción clásica, potente emisión de voz; maneja con
soltura los apartes y la complicidad con el respetable. Dibuja una suerte de
trotaconventos, una Brígida rica en recursos y matices vocales. Francis Lucas en
el personaje de Ciutti está sembrado, compone un buscavidas simpático de bandolérica
y hachada patilla, con gran dominio de la expresión corporal. Eficiente, Juan
Carlos Castillejo, que borda al mundano tabernero (Bufarelli). Javier herrera, recrea al
intransigente padre del calavera: Don Diego Tenorio. Gema González, pese a la
brevedad de su papel, compone una encantadora y divertida criada Lucía. El
eterno rival (y espejo) del burlador; Luis Mejías; está interpretado con eficiencia por
Fermín Núñez. La abadesa de las calatravas es Elena de Miguel y Don Gonzalo de
Ulloa es interpretado con solidez por Rafael Núñez.
En el
epílogo, coreografía con influencias de Magritte. Una “Santa Compaña” envuelta
en sudarios faciales asciende por la escalera en un instante de una belleza
plástica y sobrecogedora. Este Don Juan es una experiencia visual harto
recomendable.
Lo
mejor: Las certeras interpretaciones de todo el elenco. La belleza de la
escenografía, apoyada por las luces y el vestuario.
Lo
peor. La colocación de los altavoces ocultaba en algunos instantes la emisión
de voz. Que seguimos siendo una ciudad parca en aplausos. Un espectáculo de
este nivel, con sabor intensamente extremeño, hubiera merecido mucho más calor.
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