En medio de las ruinas de una
Hélade derrotada, un luzbel casquivano, empurpurado, con querencia de commedia
dell´arte, aguarda; rodeado por la lava; la llegada de Hombre y Mujer. A
priori nada de extrañar, tratándose el epílogo de la trilogía que iniciara el
autor con “Muerte por ausencia” y “Laberynto”. Una partitura de
preguntas primordiales sobre la humana existencia y sus postrimerías que,
ahora, alcanza su coda con este “satanito” con modos de pícaro del áureo
siglo y con patina de estafador anímico. Un truhán teológico de rica verborrea
y ademán de cantante de night-club. Un potente personaje al que José A
Lucía le extrae todas las posibilidades, destilando sensaciones, juegos de
palabras y actitudes que convierten al ángel caído en alguien por el que el
espectador llega a sentir cierta cercanía y ternura. La expresión corporal del
actor le obliga a recorrer todo el espacio escénico, parco, pero efectivo. Ese
es otro de los estilemas del autor. Los espacios espartanos, las simbólicas
ruinas, las zonas de sombras. Lugares donde se desarrolla la ceremonia de la
palabra, en un modo teatral que solicita atención del espectador. Porque detrás
de su disfraz de sátira, de su lúdica apariencia, habita un embozado mensaje
sobre los miedos primordiales, las pasiones ocultas, el desconocimiento del
devenir. Marino González Montero disfraza el mensaje de inteligente comedia, lo
envuelve en una amplia gama de posibilidades que van desde la esgrima verbal a
instantes de musical, del inserto filosófico a la referencia jocosa. El
equilibrio entre tan diversas propuestas surge de modo fluido. En una obra de
González Montero es posible que en medio de un escenario expresionista y tras un
diálogo con aristas teológicas, el Ángel de las Tinieblas se marque una milonga
o baile una divertida coreografía con Mujer (Ana García), plena de humor.
Satanás es la culminación de una
propuesta circular. La propuesta final que el personaje que Hombre y Mujer
encuentran en las ruinas (pensando que se trata de un orate), es la lógica
conclusión sobre la situación actual del ser humano. El desarrollo dramático es
fluido, jugando con el espacio y con una adecuada iluminación donde rojos y
azules crean un ámbito expresionista y una chaqueta roja sobre la columna, es
omnipresente símbolo luciferino. Si en las otras obras de la trilogía, las
acciones humanas se desbordaban con la intensidad de un volcán, aquí es el mismo
volcán el que forma parte del pathos. La recapitulación final y la anagnórisis
conducen a una reconciliación de los personajes consigo mismos. Tragedias
inmensas en escenarios minimalistas.
El texto es una intensa poesía de
lo reflexivo. Juega con las referencias clásicas, sin acartonamiento,
introduciendo esas marinomostescadas que sólo son posibles en el
universo del autor. Los ramalazos nihilistas, la sombra beckkettiana, el
absurdo misturado con la coreografía arlequinesca del Príncipe de la Oscuridad.
Es el gran teatro del mundo. Un rincón donde los hombres reciben como don su
propia humanidad. Tanto Ana García como Jesús Manchón, desarrollan con fluidez
dos personajes que son trasuntos de sus anteriores creaciones, dotándolos de
una vis cómica notable y jugando con solvencia con los instantes trágicos. El
mito ancestral, el dios desconocido, el abismo y la orfandad humana están
presentes en este texto soberbio, pero lo están a golpe de ironía. De humor
respetuoso con el público, de inteligente humor luciferino. Un lucifer que
utiliza el método socrático para hablar con los hombres.
Otro de los estilemas del autor, consiste en complicar la vida y la hacienda del compositor que reviste sus letras imposibles de certeras notas. Unos acordes que resuenan en medio de la desnudez escénica, consiguiendo imbricarse en el contexto con fluidez narrativa, sin chirriar. Sin discordancias conceptuales. El mérito lo posee, sin duda, el músico Claudio Gutiérrez, capaz de “cuadrar” con acierto las notas con esas irreverentes estrofas del dramaturgo. Hermosos arpegios de guitarra acústica y certeros acordes de teclado; con hermosos contrapuntos de bajo; ha conseguido transformar textos (en origen inmusicables) en hermosas canciones. El otro extremo es la interpretación vocal de José Antonio Lucia, que defiende las obras con solvencia y naturalidad, desde la perspectiva de un Satanás, vestido de rojo, que “es un truhán y es un bribón…”
Hermosa culminación para este triángulo dramático sobre la falta de certezas de la humanidad (excepto la muerte), para la sed de eternidad y la búsqueda de la belleza absoluta.
No podía tener mejor maestro de
ceremonias que ese Luzbel lúdico, canalla y bufonesco. Un demonio al que Lucia le saca las aristas,
lo pule y lo deposita, desarmado, palpitante, en manos de los hombres. Como un
inverso Prometeo.
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