sábado, 25 de mayo de 2019

La ridícula idea de no volver a verte de Rosa Montero. Arán Dramática. Teatro López de Ayala






Dentro de las variantes del texto dramático, el monólogo es el nudo gordiano, tanto para el interprete como para el dramaturgo. Al interprete le exige versatilidad, dominio del timing, riqueza en la expresión corporal y (sobre todo), esa capacidad de conectar con el respetable y transmitir vivencias que no todo actor posee. Enfrentarse al texto de Rosa Montero conllevaba la dificultad de adaptar un paisaje literario imaginado para la densidad de la novela. Para la dramaturgia, la ventaja se encuentra en un texto construido en modo de reflexión. En modo de memoria (personal y colectiva). Sobre las tablas, esta forma de novela facilita el desarrollo, en especial si el texto está vivo y palpitante como es el caso de esta novela. Eugenio Amaya ha sabido alquimizar; en su particular laboratorio; la mezcla correcta de elementos, de crear en sus alambiques un texto teatral a partir de la novela genésica. Construida en torno a dos realidades paralelas, el diario de Marie Curie y una protagonista (alter ego de la autora), que convergen en situaciones, en problemas humanos y universales, ofreciendo un continuo ejercicio de metateatro. 

Con una narración fluida; ejercicio de personal exorcismo; Marie Curie se apodera de la autora ¿o es al contrario? Y ambas posesionan a María Luisa Borruel en un juego de espejos fascinante que nos habla de algo tan universal como el absurdo del dolor y los senderos que transitamos cuando arribamos en ese puerto brumoso. “Representar el dolor te lo quita de encima y lo convierte en otra cosa” (Rafael Chirbes. Crematorio). De este modo. la catarsis de la autora a través de la actriz, llega hasta el espectador en un ejercicio de sublimación. Sobre el escenario, un atrezo casi espartano (Claudio Martín), pero con todo lo necesario para narrar visualmente el mundo de la protagonista, su relación con su amado y; paralelamente; las cuitas de Marie Curie. Para esto también se apoyan en proyecciones de Alex Pachón y un espacio sonoro (Oscar López Plaza) respetuoso con las emociones, en segundo plano, con breves retazos de gran belleza, tempos reposados y acordes atmosféricos.  La iluminación (Xavi Mata) juega con la luz cenital sobre la protagonista y hermosos detalles como convertir una papelera en la luz azul verdosa del radio mientras el texto de Curie se refiere a su descubrimiento. Hay una (aparente) sencillez en esta propuesta. Desde la caracterización de lo cotidiano (Pepa Casado), hasta lo rutinario del escritorio, los papeles, el ordenador, que configuran el mundo de la escritora. Pero tras esa pantalla, los colores que nos muestra esta paleta de hermosas palabras son preguntas universales.  
María Luisa Borruel juega con la sensibilidad del texto y el dolor soterrado, navega con las inflexiones de su voz por la memoria personal y colectiva, controla el gesto, pasea ampliamente, utilizando todo el espacio escénico. La madurez dramática de la actriz crea un ámbito seductor, donde las vivencias entrecruzadas tornan universales. Pero también hay sitio para la reivindicación, para la justicia de la memoria, para explorar la analogía entre novela y teatro. El texto es todo un desafío, dada la contención que solicita frente a la intensidad de las emociones y su “normalización”. Pero sin perder la percepción de abismo que se abre con las pérdidas humanas. Borruel camina de puntillas sobre el dolor, juega con la continencia de los sentimientos; pese a lo traumático del fondo; dibuja con gestos sutiles la intensidad, en un personaje que es un verdadero derroche de sabiduría escénica. La obra, como un eterno retorno termina igual que comienza. María Luisa Borruel esgrime una sonrisa de aceptación, mucho más efectiva que los desgarros y desvaríos a que podría prestarse el tema (y se agradece que no los haya), recorre suavemente los muebles con las manos. Quizás retornando, quizás aceptando la realidad. Después vuelve a la reflexión inicial donde nos narra que al “no haber tenido hijos, lo mejor que me ha pasado en la vida ha sido mis muertos”. Pero prefiero quedarme con ese párrafo magnífico y señero: “No hay nada tan hermoso y espléndido como el canto de una niña bajo la higuera”. Hermosa metáfora de la sabiduría que se adquiere tras el dolor y la aceptación. Pero si me permiten discrepar, pienso que
hay algo más hermoso: Que existan intérpretes que divulguen y den vida a estos sentimientos. Y que lo hagan con la solvencia y profesionalidad de este nuevo proyecto de Arán Dramática.



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