Dentro de las variantes del texto dramático, el monólogo es el
nudo gordiano, tanto para el interprete como para el dramaturgo. Al interprete
le exige versatilidad, dominio del timing,
riqueza en la expresión corporal y (sobre todo), esa capacidad de conectar con
el respetable y transmitir vivencias que no todo actor posee. Enfrentarse al
texto de Rosa Montero conllevaba la dificultad de adaptar un paisaje literario
imaginado para la densidad de la novela. Para la dramaturgia, la ventaja se
encuentra en un texto construido en modo de reflexión. En modo de memoria
(personal y colectiva). Sobre las tablas, esta forma de novela facilita el
desarrollo, en especial si el texto está vivo y palpitante como es el caso de
esta novela. Eugenio Amaya ha sabido alquimizar; en su particular laboratorio;
la mezcla correcta de elementos, de crear en sus alambiques un texto teatral a
partir de la novela genésica. Construida en torno a dos realidades paralelas,
el diario de Marie Curie y una protagonista (alter ego de la autora), que
convergen en situaciones, en problemas humanos y universales, ofreciendo un
continuo ejercicio de metateatro.
Con una narración fluida; ejercicio de
personal exorcismo; Marie Curie se apodera de la autora ¿o es al contrario? Y ambas
posesionan a María Luisa Borruel en un juego de espejos fascinante que nos
habla de algo tan universal como el absurdo del dolor y los senderos que
transitamos cuando arribamos en ese puerto brumoso. “Representar el dolor te lo quita de encima y lo convierte en otra cosa”
(Rafael Chirbes. Crematorio). De este modo. la catarsis de la autora a través
de la actriz, llega hasta el espectador en un ejercicio de sublimación. Sobre el
escenario, un atrezo casi espartano (Claudio Martín), pero con todo lo necesario
para narrar visualmente el mundo de la protagonista, su relación con su amado
y; paralelamente; las cuitas de Marie Curie. Para esto también se apoyan en proyecciones
de Alex Pachón y un espacio sonoro (Oscar López Plaza) respetuoso con las
emociones, en segundo plano, con breves retazos de gran belleza, tempos
reposados y acordes atmosféricos. La
iluminación (Xavi Mata) juega con la luz cenital sobre la protagonista y hermosos
detalles como convertir una papelera en la luz azul verdosa del radio mientras
el texto de Curie se refiere a su descubrimiento. Hay una (aparente) sencillez
en esta propuesta. Desde la caracterización de lo cotidiano (Pepa Casado), hasta
lo rutinario del escritorio, los papeles, el ordenador, que configuran el mundo
de la escritora. Pero tras esa pantalla, los colores que nos muestra esta
paleta de hermosas palabras son preguntas universales.
María Luisa Borruel juega con la sensibilidad
del texto y el dolor soterrado, navega con las inflexiones de su voz por la
memoria personal y colectiva, controla el gesto, pasea ampliamente, utilizando
todo el espacio escénico. La madurez dramática de la actriz crea un ámbito seductor,
donde las vivencias entrecruzadas tornan universales. Pero también hay sitio
para la reivindicación, para la justicia de la memoria, para explorar la analogía
entre novela y teatro. El texto es todo un desafío, dada la contención que
solicita frente a la intensidad de las emociones y su “normalización”. Pero sin
perder la percepción de abismo que se abre con las pérdidas humanas. Borruel camina de puntillas sobre el dolor,
juega con la continencia de los sentimientos; pese a lo traumático del fondo;
dibuja con gestos sutiles la intensidad, en un personaje que es un verdadero
derroche de sabiduría escénica. La obra, como un eterno retorno termina igual
que comienza. María Luisa Borruel esgrime una sonrisa de aceptación, mucho más
efectiva que los desgarros y desvaríos a que podría prestarse el tema (y se agradece
que no los haya), recorre suavemente los muebles con las manos. Quizás
retornando, quizás aceptando la realidad. Después vuelve a la reflexión inicial
donde nos narra que al “no haber tenido hijos,
lo mejor que me ha pasado en la vida ha sido mis muertos”. Pero prefiero
quedarme con ese párrafo magnífico y señero: “No hay nada tan hermoso y espléndido como el canto de una niña bajo la
higuera”. Hermosa metáfora de la sabiduría que se adquiere tras el dolor y
la aceptación. Pero si me permiten discrepar, pienso que
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