La Tumba de las Luciérnagas (Hotaru
no haka. Isao Takahata. 1988), es la obra maestra de su autor. Una
aportación que dejaba patente que el cine de animación no era, necesariamente,
un producto dirigido a niños. Desde el inicio del metraje la opción elegida por
el autor se muestra sin ningún tipo de concesión a la galería, cruel y áspera.
La producción de Studio Ghibli se abre con un comienzo impactante, adaptando un
texto de Akiyuki Nosaka, al principio reacio a la adaptación de su obra, aunque
cambió de opinión al ver el resultado.
Seita y Setsuko son dos hermanos
que contemplan, sin que les de tiempo de llegar la refugio, el bombardeo de la
ciudad de Kôbe por parte de los norteamericanos. Los dos hermanos van en busca
de su madre en un viaje iniciático de gran dureza y enorme tristeza. La
capacidad de supervivencia del ser humano se enfrenta a la crueldad de que son
capaces otros. Para sobrevivir en ese terrible mundo de adultos los niños se
van obligados a perder la inocencia, narrado en diversos arcos narrativos,
plenos de oscuridad narrativa y tristeza.
El director se vuelca en el
diseño de los personajes. La animación es espléndida, la técnica insuperable y
se nos presente por medio de una narración fluida. Para la emoción, se apoya en
la banda sonora de Michio Mamiya que va desgranando la situación psicológica de
los personajes. Tristeza, melancolía y diversos sentimientos nacen de la
hermosa partitura que invita al sentimiento profundo y a la meditación sobre lo
que estamos viendo.
Este film no gozó de muchas
simpatías en el país del sol naciente. Fue de la mano del maestro Hayao
Miyazaki cuando, después del éxito de Nausicaä del Valle del Viento (1984),
invita a Isao y a Toshio Suzuki a fundar una empresa que llevaría la
animación a sus mayores cumbres: Studio Ghibli. La temática, jovialidad
y sobriedad de las cintas creadas, los llevaron a lo más alto. Hasta que
presentaron esta fuerte crítica a la sociedad japonesa que es La tumba de
las luciérnagas. La crudeza autobiográfica del relato (el autor vivió en
persona el bombardeo) y el juicio sobre la actitud de los japoneses en esos
instantes, el egoísmo latente, no gustaron demasiado a la audiencia.
La visceralidad del relato no
solicita escenas lacrimógenas ni fomentar el dramatismo, basando su dureza en
la representación y la puesta en escena. Se transmite una enorme belleza en la
relación del hermano con su hermana pequeña, condenado a mostrarle una realidad
inventada, adelantándose al Roberto Benigni de La vida es bella (La
vita è bella. Roberto Benigni (1997).
El autor diferencia los diferentes
mundos (el del más allá y el real) mediante soberbias iluminaciones que se
misturan con el hermoso acabado de los dibujos, contorneados en marrón, para
obtener suavidad. Mientras los dos niños
construyen su realidad se ven obligados a convivir con la otra realidad, la
guerra y sus consecuencias. El mundo de los niños lleva banda sonora, el de la
guerra carece de ella. El minimalismo característico del estudio sobrevuela los
hermosos planos, es utilizado para representar escenas de gran crudeza que la
animación consigue sublimar y hacer más digeribles. Las escenas en que Setsuko
carga a su hermana en las espaldas están basada en tristes realidades
cotidianas durante los bombardeos, donde era normal ver a hermanos cargando a
las espaldas a los pequeños. Una de las características de esta obra es que no
trata de acercarse a un realismo animado (oxímoron) ya que basa toda su
dramática en la densidad de lo emocional, sin importar que los personajes no
sean reales.
En La tumba de las luciérnagas,
Takahata consigue unos de esos hitos de la cinematografía. Un soberbio diseño, una estética sublime, un
guion potente y certero. El pulso narrativo es modélico, salvo pequeños
instantes y la visión del momento histórico está traducida en imágenes
inolvidables. Hay que agradecer al autor
esa huida del melodrama al uso, la evasión de la lágrima fácil por el
sentimiento más profundo. Mucho más cercana al neorrealismo que al melodrama,
dejando que los planos se asienten, sosteniéndolos. En el estilo de la poesía
japonesa que utiliza las “palabras almohada” (makurakotoba), a medio camino
entre las pausas y la puntuación. Se trata de metáforas preestablecidas El
director utiliza estas tomas intermedias para separar dos escenas (al estilo de
Yasujiro Ozu) y crear una poesía visual que, al liberarnos del hecho literal de
actores reales, no permite fusionarnos más fácilmente con los personajes.
Las referencias visuales beben de
la fuente del artista japonés Hiroshige (XVIII) de su discípulo Hergé (creador
de Tintín). El sentido del paisaje es evocador y también toma modos de la
animación moderna japonesa. Esas bocas insignificantes cuando están cerradas,
pero enormes cuando se abren hasta ver las amígdalas, esos cuerpos infantiles y
facciones de enorme plasticidad. Esos ojos como platos bebiendo del desenfado
conceptual del anime más tradicional. La banda sonora se mueve entre lo lírico
y lo dramático, con aires de evocación que envuelve una leve tristeza. El
minimalismo nos deja instantes intensos en el tema principal y un bello empleo
de la voz femenina. La partitura se vuelca en lo descriptivo, dejando
fragmentos pausados e hipnóticos que se integran en lo visual con perfección.
El tono oriental no desprecia las influencias de Morricone o John Carpenter o
la música barroca. El juego con los vientos es la baza principal. La
imprimación con la pantalla es milimétrica, sin excesos, en su justa medida y
expresión, subordinando las notas a las vivencias. Huyendo del alarde y
encontrando la perfección en la humildad de la propuesta y su poesía latente.
Me quedo con esa escena final: Los
espíritus de Seita y Setsuko bien vestidos, parecen felices, se sientan juntos,
cercados de luciérnagas. La cámara se mueve desde arriba. Vemos a los dos
hermanos mirando hacia abajo a la ciudad de Kobe en el momento actual.
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