LUZ PARA UN PAISAJE
Decía mi abuela (con esa sabiduría popular que va perdiendo
la batalla frente a la tecnología), ese es un “culo de mal asiento”. No acaba cosa ninguna y empieza ciento.
También tenía otra expresión de sabiduría cotidiana. “Ese es un reidero”; adjetivo incunable que hace referencia a
personas cuyas opiniones, actitudes o conducta, únicamente producen mofa o
chacota en el personal. Plácido Ramírez es un culo de mal asiento, con la
diferencia de que él sí termina aquello que comienza. En un mundo cultural
donde abundan esos reideros, que mi abuela detectaba con castiza facilidad, la
aportación de personas como Plácido permite que la cultura sea una textura
viva. No un panfleto manejado por los intereses de hunos y hotros. Gracias a
todas las personas como él, que hacen posible que la literatura, la música, el
conocimiento lleguen a rincones que, de otro modo, carecerían de estas
posibilidades ¿Quién hace cultura realmente? Las entidades no hacen cultura. La
gestionan. Pueden ser sustituidas por otras sin que apenas se note. Las
ideologías no hacen cultura, la deforman. La pliegan a sus intereses, filias y
fobias particulares. La cultura de base, de a pie, la hacen aquellos que
poniendo muchas veces de su propio bolsillo para gasolina, llevan a un pueblo
un espectáculo que combina lo literario con lo musical, ofreciendo su tiempo y
sus dones un día y otro. Los que patean el camino y no piden a cambio más que
unos aplausos y la satisfacción de compartir sus creaciones.
Vivimos malos tiempos para la lírica. Tiempos en los que el
hecho cultural intenta ser captado, doblegado y estandarizado por causas
externas. Donde el mensaje se intenta filtrar por el colador de ideologías y
credos para que la comida salga en su punto. Un poco de sal y un poco de
pimienta, si me permiten la metáfora culinaria. Es frecuente observar como la
creación y los creadores se pliegan a lo coyuntural, a lo que se lleva, a lo
que va a gustar a determinado sector o tiene más posibilidades de ser apoyado,
más por su contenido que por su continente. Flaco favor se le hace a la cultura
cuando se somete a lo circunstancial y lo pasajero, cuando las características de lo artístico son la
universalidad y lo atemporal. El autor de Luz para un Paisaje, su último
libro poético, desarrolla también su faceta de columnista en un diario del
terruño, donde entremezcla la metáfora con la textura social, la recreación del
lenguaje con la observación cotidiana de la realidad y su juicio desde una
perspectiva humorística. No le arriendo las ganancias (que también lo decía mi
abuela). Habitamos una curiosidad de experimento social donde a nadie le gusta
que le saquen los colores, pero ellos si se los sacan a los hotros, donde nadie
quiere la más mínima crítica, ni reseña. Pero a ellos les falta tiempo para
criticar o reseñar a los hunos. La doble vara de medir. El ancho del embudo. La
parte estrecha para ti, la ancha para mí. De estos sinsabores, que Plácido irá
aprendiendo conforme se introduzca más y más en esa Ítaca, para nada soñada,
que es nuestra sociedad. Conforme sus artículos continúen abriendo con su
bisturí literario las “cosillas” de hunos y de hotros. Con el tiempo y unas
cañas (llena otra vez Josué), el poeta-articulista ha ido edificando un estilo
propio, un andamiaje que combina la revisitación de la palabra olvidada, casi
oxidada, de una población o grupo social, con el neologismo. Capaz de misturar
la claridad de pensamiento, frente al hecho cotidiano con que nos castigan
nuestros próceres un día sí y al otro también, con esa visita continua de su
prosa al ámbito más poético, con certeras y cotidianas metáforas. El Plácido
articulista impregna sus máximas y observaciones del entorno árido e irritante
de lo social, arropándolo con el milagro de la palabra bruñida, del verbo
recreado.
Como tantos otros, hace tiempo que se dio cuenta de que no
existe la Arcadia prometida. El hecho cultural está sometido al hecho actual,
la creación al oportunismo. Luchar contra los molinos de viento forma parte del
paisaje, pertenezcan los molinos a los hunos o a los hotros.
A lo largo del tiempo, Plácido ha sido cofundador de la Casa
de Extremadura de Leganés, de la Asociación Cultural “Puebla de la Jara”,
director de la Revista Tamujar, colaborador en diversas publicaciones
periódicas. Presidente de la Asociación de Amigos del Museo Luis de Morales o
coordinador de los Lunes Líricos de la sala Ámbito de El Corte Inglés, entre
otras…
Escaso tiempo a tenido para merodear por las mesas de
banquetes donde se reparten las prebendas y se recogen las migajas a los que
son fieles a las causas.
Luz para un paisaje es el libro número nueve del autor.
Un retorno, un viaje cíclico (como todo en esta vida). Unas palabras que nacen
desde la añoranza, en ese “Madrid sin corazón” con que se encuentra el
exiliado. Una ciudad de grandes ausencias y de hombres rotos que caminan
aferrados a la mano de su padre. Es la tragedia del exilio, de la emigración,
del desamparo vivida en carne propia. Una ciudad inhóspita a veces, que por las
noches se les escapaba de las manos.
Poesía a píe de calle, pero teñida de una carga de profundidad social que no precisa de
aspavientos, que no solicita hacer ruidos, que no se acompaña de banderías ni
sonido de tambores. Porque para denunciar el dolor y la injusticia basta la
palabra. La palabra exacta en el lugar
más adecuado. Básicamente en eso consiste la literatura. De esto, Plácido
Ramírez conoce todos los senderos. Como aquel jardín donde Borges ofrecía los
senderos que se bifurcan. La palabra ajustada, en esa lírica de amplia
querencia popular que caracteriza al poeta, el símbolo certero del articulista
que dibuja con pinceladas diestras aquella actualidad que nos rodea (y también
nos incomoda), aquellos personajes que, directamente y sin rodearnos, nos
incomodan un día sí y al otro también.
La luz que alumbra el paisaje de estas páginas es la figura
señera, soberbia y anhelada del padre. Un padre, cuya mano aferra con fuerza el niño que comienza
a mirar el mundo. Por encima de las penalidades, de las dudas, de esa capacidad
de retener los instantes como si aún permanecieran que tiene el ser humano. Y
que, precisamente nos hace humanos.
Porque sabíamos, padre,
Que la esperanza habría de llegar,
Más tarde o más temprano…
El paisaje de este libro está
iluminado por la certeza del recuerdo, por la capacidad de sublimar los
momentos oscuros (Con la lluvia, padre,
llegó la noticia), por otros momentos llenos de plenitud, inolvidables,
luminosos:
(Y recordaremos siempre al compañero. Y al decir su nombre, no habrá
olvido).
Los recuerdos del autor forman una
hermosa elegía a la vida, al amor, al sufrimiento gozado (si se sufre, es
porque antes se amó mucho). Por sus páginas encontramos esa capacidad humana de
superar la grisura, de enfrentarse al dolor y la desesperanza. A ese terrible
desafío que es la incertidumbre.
(Y
al llegar la noche, la ciudad se nos escapaba de las manos)
Consigue el poeta transmitir la
humana trascendencia, la aventura y el desaliento, con ese lenguaje de claridad
sonora que se ha convertido en su sello. Esa aventura sonora que convierte la
palabra en diáfana sin perder hondura (en el caso de Plácido podríamos decir
“jondura”, dada su querencia por el jondo y el modo en que convierte el clásico
recital literario en un espectáculo poliédrico y atrayente (como decíamos en el
inicio “haciendo cultura”). Ese sello peculiar que le permite escapar de la
estridencia para navegar senderos humanos, hacer cercana una tragedia como la
que pinta con su pluma en la paleta de estas páginas. Una tragedia colectiva,
universal y eterna:
(Como
tantos hombres rotos por la rabia
Y las palabras, no llegaba ni siquiera a los labios)
No es ese su caso. A Plácido Ramírez
le nacen las palabras como espigas. Detrás de la amapola habita el grito
desgarrado, detrás del grito, la esperanza:
(Y
recordaremos siempre al compañero.
Y al decir su nombre, no habrá olvido)
Comenzamos presentando al hombre que
gestiona desde de base, al militante de la cultura, al animador que convierte
el hecho artístico en lúdico, la gravedad en regocijo.
Sólo queda pedirle que siga por ese
sendero y no tome ninguno de los otros que se bifurcan. La historia nos enseña
que quienes se adocenan para recoger las migajas del mantel, terminan hozando
entre el cieno. Que aquellos que obtienen sus sinecuras acercándose al sol que
más calienta, terminan desapareciendo cuando lo hacen sus mecenas (ya sean los
hunos, ya sean los otros), que aquellos que destacan únicamente gracias a la
prebenda, se convierten en olvido y en notas desafinadas. O algo aún peor, como decía mi abuela. Se convierten en reideros…
Ya solo nos queda vociferar delante
de unas birras heladas o unos vinazos del terruño:
¡Llena otra vez, Josué!
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