sábado, 10 de junio de 2023

Pi, fe en el caos. Darren Aronofsky. 1998.

 

 


                                    

Sin duda Pi, Fe en el caos (Pi. Darren Aronofsky. 1998) se encuentra dentro del territorio cinematográfico de “inclasificables”. Esa tierra de nadie donde transitan las creaciones nacidas de la exploración, de la aventura interior y las obsesiones.

Estamos ante una creatura fílmica con escasa vocación de masas, plena de simbolismos y querencia minimalista.

Un joven matemático (Sean Gullete) se encuentra obsesionado por encontrar un patrón numérico para alcanzar a explicar el comportamiento del mercado accionario. Por el camino, se nos muestra la relación del ser humano con el absoluto. También es una intensa paleta sobre la obsesión. El protagonista, en su pitagórica paranoia, cree que toda la naturaleza se encuentra representada en los números. Con la asistencia del ordenador Euclides intenta comprender y controlar el comportamiento de la Bolsa.    

Filmada con limitados recursos (60000 dólares), consigue atrapar al espectador en el laberinto de su historia. El camino inciático va acompañado de la apropiada banda sonora, que incluya obras de Clint Mansell, Massive Attack, Spacetime Continuum, Autreche, etc, lo que la envuelve en una atmósfera onírica, de vocación surrealista.

Como toda obra rabiosamente personal, resulta inclasificable en cualquier género al uso, ya que navega entre el surrealismo, lo experimental, lo psicológico o la ciencia ficción. Todos los elementos que imbrican la arquitectura para convertir una obra en culto.



Max Cohen cree que si desvela el significado último de Pi, podrá encontrar los patrones en los que se basa el comportamiento de la sociedad y la naturaleza.

Max vive encerrado en su cosmos particular donde los pestillos (y las pastillas), cerraduras y la mirilla de la puerta son las fronteras con las que se defiende del entorno y trata de evitar los contactos humanos.  El mundo externo es algo amenazante en su paranoia. La casa es el refugio donde busca el orden supremo, el aislamiento, el tabú del acercamiento humano. El acercamiento de Max al número destila connotaciones casi teológicas del Dios-orden, del Dios amoroso, del Dios como racionalidad absoluta.

Max comienza a padecer una situación mental semejante a la de matemáticos como Georg Cantor, con depresiones e internamientos en sanatorios mentales, o la de Kurt Godel, con episodios patológicos entre sus teoremas.

Aronofsky utiliza como léxico cinematográfico el blanco y negro (desasosiego y aislamiento) y la cámara sujeta al cuerpo del actor (snorricam), lo cual marca la inquietud y el aura de pesadilla. Unido a los ritmos que se repitan cíclicamente, internan al espectador en la pesadilla de patrón matemático que obsesiona al protagonista como la serie de Fibonacci, presente en la naturaleza de modo también obsesivo. Su aislamiento le lleva al extremo de negar su interés-atracción por la bella vecina Devi (Samia Shoaib) a la que observa desde la mirilla y no le abre cuando le trae algo de comida.



Pese a que su profesor Sol Robeson (Mark Margolis) le advierte sobre los peligros de la búsqueda, por experiencia propia, ya que sufrió un infarto siguiendo la misma senda, Max no le presta atención.

<<La vida es más que números y que la puerta que cree haber abierto lo único que le acerca es al abismo, a la muerte>>

No es pues extraño que sobre el film sobrevuele la sombra de David Lynch, las influencias de Orson Welles y las obsesiones kafkianas, con voces en off, primeros planos, blanco y negro extremo o estética granulosa para imbuir al espectador en el mundo obsesivo del matemático.

La atmósfera enfermiza acerca a la enfermedad mental que se apodera de Max con concepto visual de cortometraje de amplio despliegue en la cámara.

La obra de Aronofsky pertenece, claramente, a la corriente mind-blowing, cine dirigido a crear reflexión en el espectador (volar la mente). Una invitación a continuar fuera de la sala con las obsesiones y pesadillas de Max.

La progresión patológica del personaje lo lleva a creerse un elegido que ha visto a Dios. El viaje inciático esta a punto de terminar. Después de la crisis, abandona las estructuras, las explicaciones matemáticas de la realidad, la pulsión obsesiva.

En el epílogo, contempla las hojas de los árboles, relajado. Ha aprendido a vivir. A permanecer simplemente “en el aquí y ahora”.

Destacar la rigurosa lógica interna del film, la fe en la propia propuesta y el surrealismo como certeza, el manejo del bajo presupuesto combinado con una certera inteligencia, como en Cube (Vincenzo Natali. 1997).

La lucha de Max por definirse entre los dos universos, la pugna entre la lógica racional de los números y lo terrenal de su entorno, conviven en su mente enfermiza y obsesiva hasta la catarsis final con taladradora en la sien incluida. Max ha sido un Sumo Sacerdote de la lógica cientifista que rige nuestra moderna cultura. La suplantación del mundo con una imagen perfecta de él. El ansia del trascender las limitaciones que conforman la humana condición.

La música no es un elemento más, un convidado de piedra en el banquete de la pesadilla. Está prácticamente presente en todo el metraje y es orgánica, transmisora del tormento y la insania de Max. Recurriendo al eclecticismo, el director insufla obras a caballo entre el drum and bass, el techno, el trance o el trip-hop. Las creaciones propias de Clint Mansell completan el mundo de pesadilla sonora. El recurso de utilizar los efectos de sonido para crear composiciones (turntablism) también es utilizado en algunos pasajes, integrando sonidos de distintas procedencias, tanto registrados en la realidad como generados informativamente. Pi, fe en el caos es un ejercicio de estilo no apto para consumidores pasivos, que se opone al discurso hegemónico del cine convencional y solicita implicación e interrogación. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.