lunes, 13 de noviembre de 2023

Suburbios (Okraina) 1933. Boris Barnet

 

                                                     En sus zapatos

 

   


                                     

En una pequeña localidad de la Rusia zarista se suceden varias huelgas, apoyadas por trabajadores de la industria del zapato. Entre los prisioneros de guerra que llegaran al pueblo, se encuentra un zapatero.

Estamos ante una de las grandes obras de la cinematografía soviética de los años 20 y 30. Boris Barnet; quizás con menos caché que otros autores como Eisenstein, o Kuleshov; es reconocido por sus comedias como La Casa de la Plaza Trubnaya (Boris Barnet. Dom na Trubnoy. 1928). A partir de ésta, su primera película sonora, el perfil fílmico de Barnet cambia por completo. Aunque dentro del registro cómico; tan habitual en el director; la línea argumental va acercándose cada vez más al drama a lo largo del metraje. Con el habitual manejo de las relaciones humanas y la intensidad de la felicidad (Barnet nunca fue un propagandista ni un teórico de la ideología soviética), presenta una paleta de personajes y emociones (rara avis) que combina, sorpresivamente, situaciones de violencia, comedia o patetismo. Las escenas de guerra pasan rápidamente, con una sensación de caos. Barnet era un pacifista al que los comentaristas acusaron de retratar inexactamente la vida soviética. En las películas rusas tempranas se cuidaba mucho la banda sonora. El caso de Suburbios (Okraina. Boris Barnet. 1933) no es distinto. El uso del sonido es original e inventivo, aprovechando elemento como locomotoras, martilleo de zapateros o explosiones y largos períodos de silencio. Metáforas como la de las ametralladoras en el frente, solapadas con el sonido de la fábrica de zapatos, envían un mensaje de enriquecimiento del dueño de la fábrica con el conflicto.



El amor entre una joven soviética y un prisionero alemán, con el que apenas puede comunicarse, se desarrolla en medio de escenas que combinan una abierta comicidad con estampas sobre el absurdo de la guerra. Nada más alejado del catecismo totalitario que, utilizando con solemnidad el medio visual, trataba de convertir en heroísmo la lucha. Escenas como la del ruso que tiene un inquilino alemán, con el que termina discutiendo, mientras le lleva el sombreo que olvidaba como última muestra de amistad, estaban en las antípodas del cine-propaganda que practicaban otros directores.

El director había bebido de las fuentes experimentales del taller de Lev Kuleschov, absorbiendo sus teorías y aplicándolas con más comedimiento y absorbiendo la austeridad del teatro constructivista y las formas geométricas de aquel y su admiración por el género burlesco norteamericano. Barnet es un comediante a la altura de Clair o Lubitsch, que quedó eclipsado por una época y una utilización del cine para otros objetivos distintos de los deseados.



A Barnet le tocó camuflar sus verdaderos pensamientos en medio de un mundo fanatizado por consignas de partido. Y tuvo la habilidad de mostrar su mensaje sardónico, humanista y pacifista, camuflado con habilidad a pesar de lo subversivo de sus elementos. El verdadero enemigo son las personas en el poder y no los otros, ya sean rusos o alemanes. El concepto cinematográfico deriva hacia senderos más expresionistas y humanos que en obras anteriores donde el realismo era la marca de la casa. No falta el componente filosófico en el que, la existencia, se presenta como un ente frágil y la guerra un absurdo fracaso de la sociedad. La sinrazón belicista esta mostrada con un halo poético, emotividad y enorme sentido del humor, extraído del original relato de Konstantin Finn. A la censura no le gustó demasiado la secuencia e la que los soldados de ambas nacionalidades se hermanaban en medio de la batalla. Barnet orquesta algunas de las escenas más vívidas y modernas de la guerra de trincheras.

Barnet sabe manejar las preguntas trascendentes de la sociedad dentro del hábil uso del costumbrismo y un manejo magistral de las humanas emociones. El mensaje del absurdo de las hostilidades se manifiesta con un magistral ramillete de hallazgos expresivos. La condena del militarismo está camuflada en medio de una puesta en escena dinámica y rica, con naturalismo documentalista en su segunda parte, alejado del patetismo eisensteiniano.

Los trabajadores de la fábrica no entienden de guerras. El amor no encuentra fronteras y el sentido del humor trasciende el horror. Inolvidable la cómica secuencia en que la chica cae hacia atrás en el banco, sentada al lado de su enamorado.

Boris Barnet es uno de esos cineastas cuyo reconocimiento nace más de la crítica y de sus propios colegas que del público (Tarkovski y Rivette eran rendidos admiradores). La melancolía de su humor, siempre lejos de la negritud, pleno de grisuras y de componente humano, alejado de la propaganda, lo experimental, la moralidad de la historia, la valentía de mensaje, convierten Suburbios en una obra señera e imprescindible. Barnet encontró su propia voz en medio de un régimen donde el Big Brother alcanza su máxima expresión social, supo expresarla y crear arte en unas condiciones opresivas, hostiles y bastante peligrosas. No es poco mérito. Amén de influir en directores como Saul Bass que tomo como referente su dominio del montaje para provocar una reacción en el espectador mediante la ironía y el humor. Fue una ardua tarea ajustarse al mensaje políticamente correcto en medio de los criterios establecidos en la URSS en un film que, claramente, lucha por camuflar las múltiples capas que ofrece. Si su maestro Kuleshov le sirvió de inspiración sobre como burlar a los censores, Barnet imagina un tejido multidimensional que supera a su mentor. Y lo hace sin renunciar a ese cine visualmente deslumbrante, pero de limitados recursos, que solicitaba el montaje soviético. Tan condicionado por la economía como por la estética.

En algunos instantes la tonalidad recuerdas al Jirî Menzel de Los trenes estrechamente vigilados (Ostře sledované vlaky. 1966). Barnet es un hábil burlador con una dialéctica cuya lectura no se corresponde al periodo histórico con más humanismo occidental del que se podía esperar en aquellos años del agitprop y la propaganda marcial de los otros directores soviéticos. Insuflador de una dinámica de vida completamente nueva para su época, Barnet tenía el don de la narración, alejado de la pretenciosidad y la militancia necia.

 «Hermanos, ¿Cuándo terminará todo esto? (…) A ver si alguien me lo explica. Nosotros no queremos pelear, ellos no quieren pelear… Y sin embargo, ya llevamos cuatro años peleando»

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