Toda la puesta en escena de Poeta Perdido en Nueva York destila un profundo amor por la palabra. Un inmenso respeto por la obra del poeta gaditano y una fuerte carga reivindicativa del amor en todas sus esferas.
Huyendo de Madrid, Federico va a encontrar el amor, pero también la desesperación del Crack del 29 y la profunda deshumanización de la gran urbe. Un escenario girovante (Juanjo González Ferrero) que le sirve para proyectar y transicionar, domina la zona visual del espectáculo. La literaria, está apoyada en poemas como “Ciudad sin sueño” o la “Oda a Walth Whitman” y extractos, retazos y acotaciones de las cartas que Lorca enviaba a su familia.
La puesta en escena; de simbólico minimalismo; es vertiginosa, con referencias a personajes del entorno de Federico que, sin aparecer en escena, devienen palpitantes y vívidos. Una voz en off apoya determinados instantes, dotando de agilidad y variedad, rescatando el monólogo de la linealidad que podría haber padecido.
El poeta se ve abrumado en la metrópolis, pero encuentra el bálsamo que necesita en un erotismo de matiz literario, que le lleva a la catarsis de los clubes, donde se la máscara cae y se muestra el ser humano en toda su trascendencia. Pero sin perder el phatos, el sentimiento de fatalidad que; en cierto modo; es premonitorio de sus postrimerías. Tras el disfraz de la anécdota, Jesús Torres presenta una paleta de amplio cromatismo, de confesada admiración y querencia por el malogrado autor andaluz. Emoción contenida, verbo arrebatado y fluidez en la narrativa, se conjugan para ofrecer al espectador un tableaux vivant que lo traslada hasta los edificios de la Gran Manzana (representados en escena). Una imaginaria ciudad, iluminada con pericia, que oscila desde el cabaret al autómata vidente de feria.
Jesús Torres se deja poseer por el espíritu burlón y lúdico de Federico. Se anega en sus palabras, en correcta declamación, plena de matices y verbo poliédrico en camaleónico acento “granaíno” que se derrama en “El Diván del Tamarit o te ofrece; abierta en canal; el alma del poeta esperanzado, desgarrado, diletante o bisoño enamorado de un cuerpo de obsidiana. El Lorca que contempla los cuerpos que caen al vacío de los altos rascacielos, agobiados por la crisis.
Una soberbia puesta en escena, apoyada en la eficiente y multifacética escenografía (Juanjo González), una cálida, expresionista y precisa luminotecnia (Jesús Díaz Cortés. Juanjo González Ferrero) para que Torres-Federico se deslice, patine y nade entre maniquíes de azabache, máquinas de escribir vintage o proyecciones oníricas (Leonardo Lapeña) y sugerentes. Torres opta por un ritmo trepidante, agotador en lo verbal, casi al límite de la asfixia, caótico por instantes (como la urbe en la que habita), mostrándonos un paisaje emocional diverso y apabullante. A caballo entre la pantomima y una cierta querencia por el circense espectáculo, el equilibrio se hace difícil y el matiz se transmuta en ardua tarea. Pero el actor consigue hilar con pericia las distintas puntadas de este armazón dramático-lirico que consigue que el espectador viaje junto a Lorca a esa aurora de Nueva York , poblada de palomas negras entre la notable partitura de Alberto Granados Reguilón, que destila emoción y nostalgia, permitiendo asomarse por la ventana del alma a la intimidad de Federico, ya convertido en tótem teatral. En creatura de sí mismo. En descubrimiento. En definitiva, en teatro. Otro acierto del Festival de Teatro Vegas Bajas.
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