Crear una sociedad desde cero es el sueño de todo Nuevo Orden que se precie. Acabar con todo lo anterior y borrar el recuerdo, forma parte del catecismo de las sangrientas dictaduras que tratan de aplastar la libertad y al ser humano. Primero mataron a mi padre (Firstthey killed my father. Angelina Jolie. 2017) es una esforzada propuesta sobre una niña-soldado entrenada por los sanguinarios Jemeres Rojos, mientras sus hermanos son enviados a terribles campos de trabajo (exterminio) comunistas. Usar lentes o conocer otros idiomas, suponía perder la vida a manos de los nuevos revolucionarios. Angelina Jolie da un paso valiente para desvelar hechos que nunca deberían ser olvidados.
La familia huye de la
ciudad al campo para no ser considerados “occidentalizados” y se convierten en
ciudadanos de segunda. La niña no entiende nada de revoluciones ni de
violencias en medio de un siniestro Régimen que no fue vituperado por la
comunidad internacional hasta los años 90, cuando se salieron a la luz los campos
de exterminio. Adaptación de las memorias de Loung Ung, donde narró su lucha
por la supervivencia ante el horror y la destrucción del fanatismo. La
directora incide en presentar las sensaciones de la niña, la percepción de cómo
el mundo se desmorona y la vida que conocía ha desaparecido en manos de los
bárbaros. Jolie opta por resaltar lo psicológico en línea con obras como The Scent Of Green Papaya (Tran Anh Hung. 1993) y At The Height Of Summer (2000).
La fotografía ofrece
escenas cenitales de gran belleza (Anthony Dod Mantle) para mostrar la granja
desde un punto de vista entomológico. Como insectos. Algo parecido a lo que
intentaban los monstruos anulando la dignidad humana, hacer sentir vergüenza y
terror en un cruel teatro para reforzar su dominio. El paisaje es atmosférico y
el estilo visual notable, reforzado por un evocador diseño de producción,
quizás con cierta autocomplacencia y excesivo recreo en las imágenes. El paseo
por un bosque manchado de sangre es de un simbolismo aterrador. Abunda el uso
de la cámara en mano, comunicando terror o ansiedad, pero totalmente alejado de
la falsa tensión del cine de acción. La propuesta es sincera con uso
inteligente del objetivo que incluye cámara en primera o tercera persona con un
montaje acertado, capaz de reconciliar estas perspectivas, incluyendo acertados
flashbacks con los recuerdos familiares
de la niña.
Pero no se detiene
Jolie en la denuncia del holocausto de los Jemeres. También carga contra el gobierno
estadounidense y sus bombardeos no oficiales contra un país neutral, probando
su teoría del “dominó”. Las escenas de bombardeo mental de los Jemeres,
adoctrinando y “reeducando” (una obsesión de todas estas dictaduras), choca con
la realidad que observa la protagonista: robos a los agricultores, el placer de
la humillación, el sadismo del Estado, el alimentarse con escarabajos…
No existe intención
ideológica o geopolítica, el interés está concentrado en la tragedia humana, en
el sufrimiento, las privaciones. En el terror de lo desconocido y lo
inesperado. No hay juicios de valor en los actos de los personajes, ya sea
cuando desuellan o comen una serpiente o cuando golpean a un niño hambriento.
Simplemente sucedió y la cámara narra lo que sucedió.
La utilización de la
banda sonora es espartana y sincera. No trata de añadir los efectismos al uso
en las grandes producciones, no trata de buscar una impostada emotividad. El
sonido incidental es la marca de la casa. Explosiones, helicópteros, insectos,
agua fluyendo, constituyen una banda sonora sincera y que se basta por sí
misma.
Múltiples influencias
sobrevuelan el film. Desde el cine de la Segunda Guerra Mundial centrado en
niños, hasta la marginalidad buñuelesca de los barrios en ruinas, hasta las
secciones documentales que desvelan la infamia y la otra cara (no gloriosa) de
los conflictos bélicos. Los instantes con referencia a Terrence Malick son
abundantes con planos de la flora y fauna que sirven de transiciones.
La búsqueda de
sinceridad llega hasta la elección de actores. No hay acentos impostados de
actores tratando de acercarse a la realidad social. Son camboyanos. Son reales.
Los sueños son presentados con saturación poética de colores y quizás hay un exceso de esteticismo en algunas secuencias que buscan más la posibilidad compositiva que el efecto dramático. Los silencios juegan un papel fundamental, así como las miradas de impotencia de los padres ante el sufrimiento de los hijos.
Una sociedad donde podías
morir si creían que poseías “vanidad occidental”. Pero la actriz y directora no
cae en el didactismo y tan sólo en el tramo final se revela la terrible
inmolación de la población de Camboya a manos de los verdugos rojos. Sorprende
y causa admiración el progreso tras la cámara de Angelina Jolie con un tema tan
espinoso y apocalíptico. La lucha de la civilización frente a la barbarie que
exhibe siempre los mismos parámetros: el hombre nuevo, el enemigo interior, la
vida humana como insignificancia y la “solución final”. Nada nuevo bajo el sol
y nada que diferencie dictaduras, provengan del lado ideológico que provengan. Todas
comparten su querencia por el regreso a la Edad Media, por la quema de libros, la
purificación por la prohibición de medicinas y las cunetas repletas de
cadáveres. El caso de los Jemeres Rojos alcanzó niveles de insania
inimaginable. Estaba castigado incluso mostrar dolor por la pérdida de un ser
querido o se regulaba la cantidad de orina que se tenía que producir al día. Se
agradece el distanciamiento de la directora de la convención hollywoodiense y
la perspectiva del personaje occidental. Primero mataron a mi padre nos enseña
la utilidad del cine como denuncia, como fuente de conocimiento. Como transmisión
del espanto para que no retorne.
Para que nunca se
olvide. Para que nunca vuelva a suceder. Para que los Derechos Humanos no
vuelvan a ser vulnerados por el horror.
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