Título original: Stage Beauty
Año: 2004
Duración: 120 min
Director: Richard Eyre
Director: Richard Eyre
Guión: Jeffrey Hatcher
Intérpretes: Billy Crudup, Claire Danes,
Rupert Everett, Tom Wilkinson, Ben Chaplin, Hugh Bonneville, Richard Griffiths
La dificultad de aproximación a
un film como Belleza Prohibida,
radica en las referencias que se van a intentar buscar con otra obra como Shakespeare In Love. Simetrías escasamente
acep, ya que deviene en absurdo la comparación entre obras independientes,
con entidad propia, con la única similitud de que se desarrollen en época
similar, o dentro de unos parámetros
(teatro, sociedad) comunes. Durante el Siglo XVII, Ned Kynaston, es la “actriz” más cotizada de un Londres donde
convive lo sórdido con los privilegios de la nobleza, los callejones habitados
de heces de caballo, junto a la suntuosidad de la Corte del rey Carlos II
(Rupert Everett). La prohibición de pisar los escenarios a las mujeres, obliga
a que todos los papeles sean representados por el género masculino. Partiendo
de esta absurda injusticia histórica (similar al fenómeno castrati en lo musical), Richard Eyre nos ofrece un notable retablo
de época, preñado de cinismo, dentro de un ejercicio de amor por el teatro en
lenguaje cinematográfico puro, transiciones visuales potentes y la cámara
alternando ritmos narrativos de allegro
y adagio, acordes con las sensaciones
y vivencias del elenco. Acompañada en todo momento de una banda sonora que
alterna compases célticos con aproximaciones al barroco cortesano y se
convierte en un personaje más, narrador de las pulsiones de los protagonistas.
Ejercicio metateatral, de continuas referencias para el aficcionado sagaz;
incluso se refieren a los personajes de Punch y Judy, aquellas violentas marionetas de cachiporra, íconos del teatro
británico; que convierte el texto en uno de los puntales sólidos de esta
producción. Si nuestro solar patrio respirara la admiración por su Siglo de Oro
que los ingleses sienten por su era dorada, otro gallo cantaría. La narración del ascenso y caída de Edward
Kynaston, está planteada en clave adulta. No es un film complaciente o
edulcorado, ni un cuento de hadas de la Restauracion, aunque incluso en las escenas
más cruentas adquiere un tono satírico y distanciador, no exento de humor.
Edward es un personaje exiliado de sí mismo, educado durante años para imitar
las inflexiones, los gestos y modos de mujer, no sabe encontrar su propia
identidad, y se convierte en amante del Duque de Buckingham (notable Ben
Chaplin) En uno de sus diálogos, se encuentra lo que puede ser un fallo de
scrip o de traducción, ya que es difícil que un noble de esa época descargue una
frase como “ igual me dejo caer por allí” El amor entre bambalinas que Marie siente por el andrógino actor, es
abnegado al tiempo que práctico, ya que es una mujer fuerte, que además de
imitar y mimetizar los gestos, sus recursos escénicos y movimientos, utiliza el
tiempo libre para actuar de incógnito; disfrazada, en un teatro suburbial. El
trajín de idas y venidas en esta primera parte, contrapunteado por melodías
célticas (reminiscencias Lords of the Dance) imprime un ritmo visual casi de Comedia de puertas (otras vez el
metaeatro). El plantel de secundarios, de lujo, Rupert Everett (La Boda de mi
Mejor Amigo, Un Marido Ideal) y Tom Wilkinson (Full Monty, ¡Olvídate de Mí!), apuntalan
el edificio de una trama donde el rey es un tipo caricaturesco, excéntrico y
con un satírico humor de lo más brithish, y el director del teatro, un hombre
cabal y práctico que ama la escena y vive para ella. Sin olvidar la pizpireta
Nell (Zoe Tapper), amante del rey, toda vitalidad; que protagoniza algunas de
las escenas más picantes y políticamente incorrectas. La cortesana, actriz
aficionada, sirve como eje motor de la trama que permite a la mujer volver a
las tablas. Este hecho significará el ascenso de María como figura teatral y el
descenso a los infiernos de Kynaston, que termina en un antro interpretando canciones
obscenas y procaces, como una burla de sí mismo. María acude a rescatarlo para
hacerle encontrar su propio ser. Kynaston la ayuda con su personaje Desdémona en la representación de Otelo, interpretando al pérfido moro.
Durante
el último acto, y ante el asombro de los espectadores, exorcizan todos sus
demonios interiores. Aunque presentado como un tratado sobre la confusión, el
final requerido no es el esperado por los palomiteros, y deja en el aire la conclusión. Belleza Prohibida es un juego de espejos ambiguos, con escenas
notables y diálogos inteligentes (algo que se agradece) chispeantes y
equívocos. Parábola
sobre la resistencia al cambio y las injusticias sociales, colmada de geniales secuencias,
como la comida en el Palacio, el instante en que el director del teatrucho
clandestino se refiere a los senos de Claire Daines (Es ilegal que esas suban a escena), o el escabroso
diálogo en el carruaje, donde dos damas petimetras han invitado al
actor/actriz, para ver que morboso tesoro oculta bajo sus ropajes. La historia
de un hombre condenado al ostracismo, despechado por su amante por no ser
femenina, admirado por su interpretación por no ser masculina, incapaz de
interpretar, por no saber que es realmente, está llena de amor al teatro, aunque
las transiciones y ritmo sean claramente cinematográficos. No en vano el multipremiado
Richard Eyre fue director del Royal National Theatre, donde produjo más de 100
obras (sin olvidar la oscarizada Iris)
y está basada en la obra de teatro “Compleat Female Stage Beuty” de Jeffrey
Hatcher (quien hace la adaptación al guión). Esta es una película
románticamente incorrecta que posee no sólo solidez narrativa y textual, que se
adentra profundamente en la psicología de los personajes, en un muestrario de
miserias, sevicias, ignominias y dudas. Apoyando todo el edificio sobre la
interpretación, fresca, sensible, cercana, cotidiana de una Claire Daines
inmensa en su sencillez, y en el lenguaje equívoco; gestual y vital; de Billy
Cudrup, en una difícil perfomance por
su cercanía a la caricatura, o su peligroso sesgo patético, pero que ambos superan
con creces. Belleza Robada es obra
notable desde todos los ángulos. No precisa comparaciones ni modelos a seguir.
Su propia inteligencia, atrevimiento, su diseño de producción, y ese impactante
final en la representación/catarsis de Otelo son todo un testimonio de vida,
amor al teatro y de talento narrativo. Solo este talento hace que admitamos que
en 1660, los actores supuestamente negociaban contratos con porcentajes de
taquilla, como estrellas de Hollywood, y que Kynaston se convierta en pionero
del método Stanislavski, ofreciendo la interiorización del personaje y el
naturalismo, enfrentada al amaneramiento,
la impostada afectación y artificialidad
del teatro de la época. Una broma interna que no lastra la veracidad del
personaje.
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