Rafael Sanz Lobato consigue atrapar el instante y acercarlo a la eternidad a través del visor de su cámara. Por que por encima de los condicionamientos técnicos, el manejo de la luz y la profundidad de campo, el obturador, las aberturas, lo que queda es la profunda huella personal que el autor imprime a sus criaturas en papel fotográfico. Y esto es algo en lo que la técnica nunca iguala al talento. En los años de postguerra un grupo de fotógrafos documentalistas tratan de buscar su propio camino, aproximándose a un realismo, no exento por ello de creatividad y de aportaciones de autor. No hay que olvidar que el paisaje que atrapan está condicionado por los márgenes del visor, es decir apartado de su contexto completo, diseccionado. Procesado por las obsesiones y pasiones de cada autor. Por ello el reflejo documentalista lo es en la medida en que la realidad pasa por el tamiz del fotógrafo y es sublimada, hasta alcanzar el concepto de arte o belleza, algo que en el original utilizado, quizás ni siquiera habitara. La visión fotográfica, transforma la realidad y obtiene de ella matices desconocidos al ojo que carece de lente y objetivo. El costumbrismo se transforma en Rafael Sanz Lobato en una suerte de surrealismo, los festejos tradicionales y religiosos, quedan anclados para siempre en un mundo fantasmagórico e irreal. Esos cielos brumosos, con mujeres habitadas de luto, esas bestias a punto de ser rapadas envueltas en una neblina irreal, la niña de blanco contrapunteada por el bulto oscuro de una anciana sin rostro.
Resulta obvio que para el espectador que contemplaba la misma escena en esos momentos, el mundo no se desarrollaba en los mismo parámetros. Que esas tonalidades extraordinarias sólo existían en la visión del artista, formaban parte de su intramundo. Si realizar una fotografía de calidad es una misión harto difícil, el documentalismo se lleva la palma en cuanto a la dificultad de captar el instante. No hay tiempo para luces de estudio, para calibrar detalles. Si además, el resultado es un profundo estudio antropológico, de amplio calado humano y social, detrás se esconde una percepción especial del entorno que solo tienen algunos privilegiados.
Los paisajes del autor destilan poesía, sus bodegones fascinan, e invitan a la contemplación de esas naturalezas muertas de una composición técnicamente apabullante. Pero son los retratos donde la inspiración del autor imprime su sello a los modelos, extrayendo de ellos una complicidad para captar el instante de expresión que los refleja sin distracciones, sin coartadas humanas. Este artista fue galardonado con la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes en 2003 y es Premio Nacional de Fotografía en 2011. Reconocimiento para una generación olvidada cuya deuda aún no ha sido reconocida. Artesano del laboratorio, impregna sus imágenes de la España Negra, de una España profunda, rural (vía Baroja) que mantiene sus rituales intactos, transmitidos por generaciones. Sanz inmortaliza esos rostros de una nación de liturgias formales, de formas externas, anclada en el pasado. Ciertamente el espectador se asombra al ver las fechas de las fotografías, la aridez de los paisajes humanos, que nos retrotraen a décadas anteriores. Instantes mágicos que captan la mirada de mujeres invadidas de luto, de rituales etnográficos. Sanz Lobato ha convertido en eternas, unas historias ya olvidadas, envueltas en un claroscuro magistral. La composición y el plano, revelan el talento visual de este creador, pero al mismo tiempo, su percepción poética del entorno, su respeto por los protagonistas, ofrendan una sensibilidad capaz de transformar lo cotidiano en un suceso mágico. Un regalo para los ojos y el espíritu.
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