El
primer largo de Claude Barras es una historia que mixtura la ternura y la dureza,
la sensibilidad y la verosimilitud. Una parábola que no huye de lo áspero o lo
espinoso. La fragilidad de Calabacín y sus amigos, esos enormes ojos a través
de los cuales ven el mundo doloroso del que forman parte, está reflejada en una
realidad no exenta de humor. Estos chiquillos, de realidad lacerante, buscan
salida a sus infiernos particulares en los lazos afectivos o la risa No estamos ante un producto para niños. Los
temas tratados, muy delicadamente, la dureza de la realidad la hace mas apta
para adolescentes (y más comprensible)
Ícaro prefiere ser llamado Calabacín,
que es el nombre que su madre alcohólica le daba antes de ser llevado al
orfanato. Está basada en Autobiographie
d’une courgette, del escritor francés Gilles Paris. Recreada con
minuciosidad con la técnica del stop motion, con entrañables decorados, destila
un intenso estudio de la mirada, siempre desde la altura de los niños. Aunque
pasa de soslayo sobre la poética de Tim
Burton, la vertiente social del filme (vía Ken Loach), lo aleja del mundo
turbulento y malsano del californiano. Aunque aquí lo nocivo es mucho más
terrible, porque no se trata de visiones fantasmagóricas, ni monstruos velados.
Céline Sciamma, está detrás de este melancólico poema visual. Sus anteriores
incursiones (Tomboy y Girlhood), narraban adolescencias complicadas, orfandad, cuestión racial identidad sexual. La terrible
realidad de los niños les acerca y les une, mientras buscan un lugar en el
mundo.
El viaje iniciático de Calabacín pasa por diversos estadios (rechazo,
miedo, perdida de la inocencia) pero con un mensaje lleno de esperanza, sin sensiblerías,
sin autoindulgencias. El aspecto técnico es un deleite para los sentidos.
Calabacín y sus amigos son entes vivos, sus miradas expresan sentimientos, deseos,
inquietudes. Esta preciosa cinta se las tuvo que ver con “Zootopolis” en los
Oscar, junto a la inmensa “La Tortuga
Roja” (Studio Ghibli) o la espectacularidad de “Kubo y las Dos Cuerdas Mágicas”.
Este “calabacín” es otra cosa. Su textura poética está por encima de premios y
galardones. Su visión realista y cruda; pero respetuosa; navega sobre fantasías
y pirotecnias. Es una aproximación al dolor como camino, como esperanza. Un
dickensiano discurso lleno de esperanza al final del túnel, a pesar de tocar
temas que en otras producciones animadas ni siquiera se atreverían a imaginar. Sin
apelar a la sensiblería, a la lagrimilla fácil o al cliché. “La Vida de Calabacín”
es un producto honrado, respetuoso con el mundo que refleja, no exento de
humor, sobre esa maravillosa mirada de los niños, que continúan siendo
inocentes pese a todas sus terribles vivencias.
Un toque de atención sobre los
niños en peligro de exclusión, que no son culpables de sus vivencias. Cuando todo
el instante, se reduce a una extraordinaria excursión para ver la nieve o bailar felizmente algo tan inapropiado como el “Grauzone” de
Esibär:
Quiero ser un oso polar
En el frío polar
Entonces yo ya no tenía que gritar,
Todo sería tan claro.
Los osos polares no deben llorar.
Los osos polares no deben llorar.
Una joya repleta de ternura y
empatía.
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