“Incierta Gloria” no es otra
aportación rutinaria más al panegírico del cine guerracivilista, ni otra vuelta
de tuerca al martirologio canónico del 36, que oscila entre las manipulaciones
de la hagiografía franquista, con su volcado de principios nacionalcatólicos,
la fabricación histórica, su ristra de valores patrios, estereotipos varios y
mixtificaciones. En el otro extremo, las versiones se alimentan de un
imaginario que trata de derramar un catálogo de sevicias, iniquidades y
felonías sobre el bando sublevado, alejándose de la realidad cotidiana y social
(o peor aún, de la realidad histórica) con propuestas que en algunos casos
rozan el surrealismo. Es difícil
encontrar en este subgénero patrio fórmulas que aúnen la equidad, el contexto
social y la investigación fidedigna, estando teñidas y lastradas por la ponzoña
ideológica. El director apoya sus tesis sobre una de las mejores novelas sobre
la guerra civil, adaptándola a su propia poética visual, que pasa por el tamiz
de la insania y lo perturbador como marca de la casa. En sus manos la trama se
tiñe de tenebrismo y existencialismo. Deviene metáfora universal. En la mirada
de Villaronga, la contienda fratricida deviene ecuménica parábola, donde los
personajes/marionetas se mueven entre los hilos de una férrea tela de araña,
tejida por ese colosal personaje que es La Carlana (inmensa y recuperada Nuria
Prims). En esta gloria incierta la amoralidad, la animalidad, el instinto de supervivencia,
están por encima de las guerras y conflictos bélicos. La Carlana se yergue;
señera; sobre el resto de personajes, con una motivación que está por encima de
épocas y conflictos bélicos. Frente a la transformación negativa que
experimentan los otros comparsas, para ella la guerra ha sido un día a día
desde su infancia, y nada es nuevo bajo su durísimo sol. En esta crudelísima
cosmogonía de Agustí Villaronga, el frente de Aragón deviene simbólico sótano
de bajas pasiones.
Pasiones humanas.Tanto el guion, como la inmensa novela, esquivan
con maestría el posicionamiento ideológico, esa gran lacra del cine
guerracivilista, para centrarse en una poseía sensorial nacida de la supervivencia
y el odio. Para utilizar como fatídico maelstrom, ese resquemor en pequeña
escala que lleva a las sociedades a guerras en gran escala.
El autor tiñe la pantalla
de tonos ocres (Josep M.ª Cibi). Su apuesta visual esgrime la imagen como arma
para extraer lo más miserable del bípedo animal. En esta partida de ajedrez
nada es lo que parece y los peones siempre llevan las de perder. La Trini
(excelente Carla Bruni) es una ácrata idealista que se ha bautizado. Solerás (Oriol
Plá) dibuja un personaje nihilista, recién escapado de las páginas de Dostoievski,
descreído de filosofía bohemia y romántica, que se adapta a las circunstancias.
Lluís (Marcel Borrás), envenenado de pasión y oscuro deseo se ve obligado a
cometer actos de villanía por un bien mayor. Sin dejar de mencionar las (breves)
pero eficientes aportaciones de Luisa Gavasa, Juan Diego, la enorme Terele Pávez,
un sorprendente Fernando Esteso y David Bages
.
Aquí el “casus belli” está teñido de grisura, el desencanto es el
mariscal de campo. Las pasiones ideológicas son aplastadas por las humanas, y
las batallas interiores superan con creces las que se libran en un lejano
territorio del que la aldea permanece al margen. Como una suerte de Macondo
mítico o una encantada Comala donde el tiempo se hubiera detenido. O mucho más
cercano, esa España profunda y siniestra donde germinan todos los conflictos,
anclada en el odio, donde nuestros demonios más intensos continúan dando
coletazos. El guion desarrolla una tragedia helénica en los aledaños de Belchite,
habitada de antihéroes, y nos regala secuencias cercanas al gothic horror, que
habría firmado sin pestañear Mario Bava (La Carlana de riguroso luto en las murallas
del castillo). Sin ignorar el ramalazo buñuelesco de la cofradía de momias.
Personajes arquetípicos
habitan un universo que podría ser trasunto de la antigua Hélade, donde una Electra
invertida (da muerte al padre), pasea sus hábitos enlutados, recién escapada de
un film de Terence Fisher. La aldea turolense es trasunto de otras tantas
ciudades donde los conflictos bélicos extraen lo peor del ser humano. El
universo Villaronga nos habla del instinto más básico y oscuro: la supervivencia.
El certero guion de Coral Cruz adapta la novela-río epistolar y la condensa sin
perder un ápice de acidez, pero centrándose en la parte emocional. De este modo
desaparece el prólogo de la guerra, para dejar patente que las batallas
interiores son mucho más siniestras y cruentas. En esa cosmogonía de espejos invertidos,
a las creaturas de Villaronga; con las carnes abiertas; les queda escaso lugar
para la honradez, la complacencia o el idealismo. Frente a esa batalla se
rinden todas las banderías y genuflexionan todos los credos. EL mallorquín
vuelve a llevarnos a las regiones más oscuras del ser humano de la mano de un
potente artificio visual, con el conflicto civil como excusa, para facturarnos
directamente al corazón de las tinieblas. El monstruo acecha cuando se trata de
sobrevivir, ganar el pan y salvar a tus hijos. Aunque el único bocado sea un “pa
negre”.
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