Un misterioso demiurgo, que tan
solo conocemos por referencias, convoca a tres personajes a un supuesto
velatorio. Un escenario espartano, cuya desnudez contribuye a generar
inquietud, nos muestra ocho candelabros y unas sillas. Sobre tan parca paleta
se dibuja un drama de proporciones épicas, ya que en él se encuentran todas las
inquietudes humanas, sus miedos más primitivos y la profunda ignorancia sobre
nosotros mismos. Nos encontramos ante una obra donde el lenguaje modela y
conforma el despojado juego escénico, donde el verbo se erige como amo y señor
para guiar al espectador a un espacio-tiempo no definidos, pero reconocible y
compartido. Los personajes/comparsas han sido desheredados por el
creador/omnisciente que les ha dejado huérfanos de si mismos al eliminar sus
nombres y cambiarlos por números.
La sombra de Samuel Beckett sobrevuela los
diálogos, el creador y la criatura, la orfandad de la existencia humana o el
irremisible devenir de la clepsidra, aparecen como motivos recurrentes en las pláticas
de estos seres perdidos y desamparados. Al espectador adocenado o al consumidor
de productos; vía actoreo televisivo; que abarrota los teatros con estos burdos
reclamos, esta obra le dejará descolocado y en estado de shock. No solo por la
atención que necesita su elaborado discurso y su profundo calado filosófico,
también por el intenso lenguaje poético y la complejidad de sus diálogos.
Francis Lucas, (después de visitar estas tablas como un excelente Ciutti en el Tenorio de Amarillo Producciones) Ana García (enorme Menestra en Los Pelópidas) y Jesús Manchón (Viriato),
defienden unos personajes atemporales, no exentos de negra humorada, de hondo
diálogo y sarcasmos varios.
La ductilidad de los actores, mantiene el difícil
equilibrio entre el difícil texto de Marino González Montero y los
requerimientos de una puesta en escena brechtianamente desnuda, que bebe del
expresionismo, del concepto benjaminiano del Podio y de la tragedia griega. Una
voz en off, que se solapa durante la lectura de las cartas; cuyos textos son de
una insondable poética; remite al teatro helénico que gravita hasta el epílogo,
donde los personajes (como en la
retórica) descubren datos esenciales sobre si mismos. Aunque estos datos estén
repletos de lagunas y la peripecia que obliga a su reacción, desemboque en esa
brechtiana ruptura de la cuarta pared. Ruptura que implica e inquiere al
espectador con la misma interpelación con que comenzó la obra, en un eterno
devenir. Muerte por Ausencia es una
obra compleja, no apta para todos los paladares, con vocación de remover
conciencias. Apoyada sobre un amor al texto como génesis y también como arma
para la búsqueda de nosotros mismo. Estos “personajes en busca de autor” son
defendidos con eficacia por los tres actores, que dotan de aristas y complejidad
a seres que simbolizan diversas actitudes del hombre frente a la misma
existencia, el paso del tiempo y las preguntas trascendentales que nunca
podremos contestar. Obra de profunda y meditada dramaturgia, no apta para todos
los públicos (lo cual no deja de ser una virtud). Te cambio muerte por ausencia. O muerte por Conocimiento, si ello
fuera posible.
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