Se
toma su tiempo la obra de Concha Rodríguez. A fuego lento, casi como un adagio en la introducción, para ir in
crescendo (si los términos musicales se me permiten), transcurrir en “andante gracioso” (si se me permite el
juego de palabras), continuar en “allegro”,
para culminar en un fortíssimo que sorprenderá a los espectadores. La vocación de
ruptura de la cuarta pared está presente desde el inicio de la obra, con la
presencia de un segurata (José Mª Galavís)
que supervisa, entre butacas, a una imaginaria empresa de la que forman parte;
involuntariamente; todos los espectadores. Incluso la misma Concha Rodríguez, ejerce
de teleoperadora desde una de las butacas de patio. Una empresa piramidal
decide un homenaje “mediante el azar” a uno de sus empleados. Utilizando el
patio de butacas como escenario secundario (los espectadores aparecen en una
pantalla siendo observados desde las cámaras). Allí se desarrollaran partes de
la obra, como la jocosa hora de la gimnasia de empresa, o el acercamiento del
segurata a un espectador “voluntario,” al que implicará a golpe de cigarrillo
en sus tramas ocultas, extrayendo con destreza juego actoral y vis de comedia
al forzado espontáneo. El escenario cumple una función aséptica y práctica al
mismo tiempo, dividiendo los distintos espacios humanos. El despacho del
jefe-demiurgo, a través del cual se vislumbra su silueta observándolo todo.
El
despacho de la secretaria, donde transcurren la mayoría de los procesos
evolutivos de los personajes, así como los acercamientos humanos y el ya citado
patio de butacas. Acertado y sorprendente diseño atemporal del almendralejense
Marcelo Pacheco (La Catedral del mar,
Amar es para siempre). Los trabajadores de la empresa visten una suerte de
uniformidad aséptica y homogénea, incluso el traje del director es una variedad
del diseño “a rayas” de Pepe Reyes (La
Mala Educación, Hable con ella), que despersonaliza y deshumaniza la
microsociedad de la empresa. El texto de Concha Rodríguez navega por diversos
niveles, pero contiene cargas de profundidad sobre la falta de empatía (y de
oportunidades) de nuestra sociedad, la herencia que recibirán las siguientes
generaciones o el mal uso del poder. La clave de comedia aligera; ciertamente;
el equipaje. Pero no por ello disminuye la gravedad de lo real. Todo esto queda
reflejado en el instante en que sobre la pantalla van apareciendo secuencias de
los efectos que la política empresarial tiene sobre la naturaleza y el entorno.
Un adecuado uso del multimedia parece ser una de las corrientes de la escena
actual, integrando y aprovechando las posibilidades de dichos medios. La
actriz-directora ha elegido a las mujeres como protagonistas. Ellas siguen
siendo las más débiles en el mundo empresarial, y sus distintos roles dentro
del organigrama.
La secretaria es una suerte de cancerbero, impide que cualquier
otro trabajador se acerque el Jefe o rompa la estructura de la empresa. Las
frases del segurata dejan patente la ausencia de privacidad en todos los
niveles (El Gran Hermano te contempla) y el control desde arriba. Ausencia que
se transmite al patio de butacas, donde los espectadores pueden observarse en
la pantalla. Las vivencias de Concha Rodríguez y el resto del elenco son de
rabiosa actualidad, los diálogos certeros y cáusticos. El grito,
reivindicativo. Sereno pero potente. Certero, pero con una filosofía vital
donde el humor forma parte indispensable del armazón para enfrentarse a los
poderes establecidos. El texto de la dramaturga es poderoso en lo cotidiano, reivindicativo
en la comedia y empático en lo trágico (que también lo hay). El papel de la
excelente iluminación (Fran Cordero) y la animación audiovisual (Carlos Lucas y
Nuria Prieto), contribuyen a dotar de textura, vitalidad y agilidad a las escenas. Frente a
esa tendencia al humor burdo o las gráciles concesiones (innecesarias) a lo
coyuntural, que se muestran en otros montajes, el humor contiene altas dosis de
inteligencia (y mala leche) que agradece el espectador. Incluso lo coyuntural
se inserta con inteligencia, y en su justa medida, como en ese texto sobre los
espumosos de Almendalejo.
La estructura (casi de comedia de enredo), juega con
la incertidumbre y el misterio que desemboca en la confesión final de Enrique. Todos
los personajes están dibujados con pericia y esmero, incluso aquellos de breve
intervención. Esperanza (Concha Rodríguez) mueve con habilidad
(y amplia experiencia) los resortes de una mujer ingobernable, de espíritu libérrimo
y reivindicativo, con una naturalidad escénica y una vis cómica que nace del
hábito y la usanza. Ana Franco (Agustina) se mueve con capacidad en su
personaje, solventando el peligro de encorsetamiento o el prototipo, dotando de
matices y humanidad al personaje “negativo”, conocedor de las corruptelas y tejemanejes, garante del buen funcionamiento de la máquina.
Laura García desarrolla un difícil rol. Es el jefe de la empresa y
debe desdoblarse, travestirse para triunfar en el mundo empresarial, mientras
desarrolla su plan. Ocultarse, al tiempo que conduce con humor el argumento
hacia su sorpresivo desenlace. La acción transcurre fluida y ágilmente, siendo
el humor la argamasa que condiciona la medida, el ritmo, los desenlaces. Todo
ello con gran inteligencia y sin olvidar el propósito reivindicativo del texto.
Las voces se proyectaban con limpieza y desahogo hasta las últimas butacas, lo
cual es de agradecer. Enseñar divirtiendo (Habens
fun doctrina) o reivindicar divirtiendo. ¿Qué más puede pedirse? La Estampa
Teatro lo consigue, manteniendo el listón. Una propuesta extremeña de
alto nivel, una propuesta humana de amplio calado, un testimonio social de
imprescindible aplauso, bajo la certera dirección de Sergio Gayol.
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