Hacia mucho tiempo que no gozaba de modo tan intenso en el teatro. Y lo digo en el sentido dionisiaco del término, en la percepción instintiva y orgiástica. En la pasión como percepción. Y es que Vive Molière es una gozosa, jubilosa y gloriosa celebración dionisíaca del hecho teatral. Condensar la creación del genio parisino en un montaje se nos aparece ardua tarea. No es así cuando el espectador disfruta del montaje de Ay Teatro, que transcurre fluido como un manantial sereno, mientras nos regala cuadros divertidísimos sobre la vida y ambiciones del dramaturgo.
La sombra de Ron Lalá se cierne sobre el texto. Estamos; sin duda; ante un aporte ronlalero en toda su extensión y concepción del hecho teatral. No en vano, la abrazadera cruzada de estas cuerdas, esta manejada por Yayo Cáceres y Álvaro Tato, notables integrantes del grupo. Ahí están los interludios musicales; tan al uso en la compañía; el humor irónico y las aportaciones dramáticas que se intercalan entre textos clásicos, factores que se han convertido en marca de la casa.
La diosa Fama, entra en los lances de innamorati y se prenda de un bisoño Molière, escuchando los chismes de sus tres lacayos (Chisme, Dato y Mito). Lo que viene a continuación es una catarata de textos bien hilvanados, de situaciones recreadas con soberbio sentido del humor (e inteligencia) y un disparatado sendero entre lo sublime, lo jocoso y lo melancólico que nos ofrece; renovados; los textos del insigne autor.
Álvaro Tato y Yayo Cáceres |
Rastrear las diversas influencias de las que bebe el montaje es trabajo arduo. Desde el desenfado conceptual de la Comedia dell`Arte, el recurso mímico, lo acrobático, la música de salón, los recursos gestuales de los lazzi o; incluso; el slapstick, el vodevil. y la comedia francesa clásica.
Los arquetípicos personajes adquieren vida propia en la piel y la voz de los actores, mientras se entrelazan los áureos textos del francés con los señeros versos de Álvaro Tato como si fueran una sola unidad. Sin fisuras. Aquí hay raigambre y agilidad textual. Unas aportaciones que se agradecen y celebran por su certera hibridación con los textos gabachos, por su calidad literaria (y por su jocoso e perspicaz contenido).
Las aportaciones musicales forman parte latente del hecho dramático. El timbre de soprano barroca de Marta Estal Vera (¡señor que vibrato!), forma parte del desarrollo escénico tanto en las jocosas canciones, como en ese personaje que quiere tener mayor parte sobre el escenario. Canciones de una enorme calidad, que despliegan humor y talento.
Retazos palpitantes de Tartufo, El avaro, Don Juan, El burgués gentilhombre, La escuela de los maridos, El misántropo, se desgranan, sin que en ningún momento decaiga el ritmo, utilizando cada rincón del escenario y ensamblados con precisión de orfebre, mientras un derroche de alejandrinos, quintillas o endecasílabos (entre otras lindezas) introducen al espectador en la disparatada y lúdica trama.
La dramaturgia metateatral nos presenta un personaje anexo, la iluminadora particular de la diosa Fama, llamada Madame Lumière (Amalia Portes), cuyo trabajo se hace a vista del patio de butacas.
La dirección de Yayo Cáceres mantiene en todo momento el sentido del timing y una agilidad escénica de enorme fluidez en el manejo de los diversos atrezzos y cambios, alrededor de ese tobogán donde habita la diosa, de los enormes marcos, sin dejar respiro al espectador. Toda esta arquitectura no sería la misma sin el toque de Tatiana de Sarabia en el eficaz vestuario, que transmuta el escenario en una fiesta visual.
El espectador con conocimientos previos de los textos molierescos será el que disfrute sin fisuras de los juegos, engaños, ironías y criados ladinos (tan gratos a los textos del autor). La paleta de engaños, triquiñuelas y picarescas varias es desplegada con acierto, sin respiro en este tápiz animado, henchido de frescura, donde ninguna réplica tiene desperdicio…
La luminotecnia, efectiva, milimétrica (Miguel A. Camacho), consigue una inmersión visual en cada uno de los cuadros o sketches que se hilvanan sobre las tablas a ritmo de ametralladora.
El trabajo actoral se desarrolla en estado de gracia. Es una gozada escuchar actores que dominan la declamación. Si ello va acompañado de un timbre (que dotó natura) ágil, mensurado y amplio juego de la expresión corporal, entonces el goce asciende por el tobogán de la diosa Fama. Laura Ferrer compone una diosa deliciosa (si se me permite el pareado) con una sabiduría escénica fresca y emotiva, que enriquece al casquivano y voluble personaje.
Todos dicen el verso con clásica (pero no encorsetada) actitud. Da gusto encontrar actores que declamen el verso, que sepan jugar con la artificiosidad natural de la métrica, dotándola de naturalidad y apariencia de cotidianeidad, pero sin despeñarse por el abismo del academicismo. Mario Portillo, que encarna entre otros al dramaturgo, posee una poderosa presencia escénica y gran versatilidad en sus distintos roles (un taimado Don Juan malasangre, un repelente avaro, etc).
Kevin de la rosa consigue (bajo la égida de Yayo Cáceres) una extensa paleta de actitudes y recursos, controlados en la justa medida para no caer en la pantomima, con una vis cómica notable. Soberbio su personaje de médico en El Enfermo Imaginario y disfrutable su histriónico Harpagón. Juan de Vera desarrolla una amplia gama de roles, donde demuestra su capacidad de mudanza y mímesis en su Sganarelle o Celimena.
Vive Molière es teatro en estado puro. Teatro escrito con letras áureas (y gamberrismo ronlalero) Y una de las mejores ofertas que se pueden encontrar actualmente sobre las tablas. Sin duda.
En el epílogo, el misterio de una de las fake new del escenario ¿Realmente murió Molière sobre el escenario, vestido de amarillo? Pero esa, es otra historia.
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