Village of the Damned se ha
convertido con los años en un clásico de culto, adquiriendo ese bouquet de los
buenos caldos, reposados y revalorizado entre los aficionados a la scifi, con
el transcurso de los años. El Pueblo de los Malditos es la obra cumbre del cineasta Wolf
Rilla, un berlinés que trabajo principalmente en lengua inglesa. Su padre abandonó la
alemania nazi, metáfora a la cual no es ajena la película, y se mudaron a
Londres, donde Wolf desarrollaría su carrera en la BBC , el cine y como autor de
numerosos libros sobre el séptimo arte. El resto de sus películas como
Licenciatura de Corazones (éxito en taquilla) o El Cairo (versión anémica de La Jungla del Asfalto) no son
accesibles, salvo en ediciones británicas, y son escasamente conocidas. La
premisa argumental es una de las mas atrayentes de la ciencia ficción de
aquellos años tan fértiles para el género. Un extraño suceso mantiene en un
extraño letargo, durante un tiempo, a todos los habitantes de una apacible
villa inglesa. Al cabo del tiempo todas las mujeres se encuentran encintas, con
el consiguiente desamparo para todos los habitantes.
Adolescentes virginales,
esposas cuyos maridos llevaban meses en alta mar o (como en el caso del
protagonista) hombres de edad considerable. Tras el consiguiente escándalo de
las mentes bien pensantes, los maridos ahogan su vergüenza en la barra del bar.
Los niños, de nacimiento asexual, crecen a una velocidad increíble, son
albinos, poseen unos extraños ojos y una inteligencia fuera de lo común. Los
habitantes irán descubriendo que las mentes de los niños zonglotinos piensan
como una colmena, que desconocen los sentimientos y su único instinto es el de
supervivencia a toda costa. Basada en la novela de John Wyndham “The Midwich
Cucooks”, que puede vanagloriarse de ser autor de otra obra de culto
transportada al cine: El Día de los Trífidos (1963), vegetal invasión llegada
desde las estrellas. Este film demuestra que con escaso presupuesto y enorme
talento se puede construir una ficción atrayente, equilibrada, de ritmo
pausado, sin estridencias, con austeridad de efectos, pero inquietante y
efectiva.
Estimulante propuesta que deviene soterrada crítica a los
totalitarismos y la xenofobia. Los niños tan sólo responden cuando se ven
realmente amenazados. En una escena en que son insultados por otros chicos del
pueblo, ni siquiera se molestan en responderles, ya que los consideran una
especie inferior. Comparte con otra película esa inquietante infiltración en lo
cotidiano de la extrañeza y la ajeneidad: La Invasión de los Ladrones
de Cuerpos, de Don Siegel. Aunque en aquella la parábola llevaba un mensaje
sobre el marcarthismo y su peligrosa “caza de brujas” que tan buenos
profesionales se llevo por delante. Cuando lo habitantes del pueblo descubren
que la intrusión genética, ha sucedido en el mismo día en otros lugares del
planeta, perciben la realidad de este Apocalipsis que habita en sus propios
hijos. El mayor acierto del guión (o la novela genésica) y lo que le da un
valor superior a otras propuestas fantásticas de la época, es la vaguedad de la
propuesta y el dejar al espectador in albis sobre el origen misterioso de los
“enfants terribles”. Se insinua que su procedencia puede ser extraterrestre,
pero nunca queda claro. Insinuar antes que mostrar como filosofaba el gran Jacques
Tourner, el maestro de la sugerencia en el cine de terror.
El andamiaje
dramático se apoya sobre dos pilares del celuloide más british: el eficiente y
sobrio George Sanders y la sensual y elegante Barbara Shelley. Sanders;
característico capaz de rellenar cualquier hueco con su presencia impasible y
estilo gentleman; fue un pura raza de la escena inglesa, hasta su suicidio en
Castelldefels en 1972. Actor de maneras elegantes y refinamiento británico,
supo imprimir entidad a personajes inolvidables en producciones como la mítica
Rebeca, la inolvidable El Fantasma y la Señora Muir , o El Retrato de Dorian Gray, a las
que regaló su acento pausado y un aire snob, marca de la casa. Aunque el
cinéfilo lo recordará por su papel del frío crítico Addison DeWitt en la obra;
a mayor gloria de Bette Davis;” Eva al Desnudo”, donde su acento de clase alta
es un deleite para las V.O.
La londinense Barbara Shelley forma parte de aquel
ramillete de bellezas que se llamó las Hammers Girls, y protagonizaron una de
las épocas más fructíferas del fantástico, con leves (y menos leves)
insinuaciones eróticas. Vampiras en negligés, mujeres prehistóricas, con
escasas pieles cubriendo sus carnes, guerreras salvajes, desfilaron por los
decorados de la productora más fértil de la pérfida Albión. Su estatura la
llevó a trabajar como modelo, y desde ahí saltó a la palestra cinematográfica
para imprimir su sello de elegancia (a la par que turbiedad) en producciones
como la aquí reseñada, o la obra de culto “¿Qué sucedió entonces”,
perteneciente a la saga Quatermass, una de las mejores aportaciones al
imaginativo género. También participó en otros films temáticos de Hammer, como La Sangre del Vampiro o
Drácula. Príncipe de las Tinieblas a los que imprimió su natural elegancia y su
estilo, siendo una de las figuras más respetadas en las revisitaciones
nostálgicas de los “connaiseurs” del género. Huyendo claramente de la space
opera, tan al uso en la época o de los depredadores con tentáculos de scifi
clásica, la trama introduce la inquietud en la cotidianeidad. Lo malsano se
encuentra en la casa de al lado y en la tuya propia. Están aquí, pero no sabes
que son. Esta era la parte más difícil del pulso narrativo, mantener la tensión
frente a un niño que hace la maleta con normalidad para irse a vivir a la
escuela con sus compañeros-colmena, y al tiempo sembrar de inquietud y tensión
el instante. Wolf Rilla sale airoso con soltura, mostrando sin estridencias como la anormalidad se
apodera de lo cotidiano para los habitantes de la villa, y la aceptación de
ésta, silente, implacable. Sin fisuras. Esta invasión; presuntamente
alienígena; en un pueblecito de la campiña inglesa. es quizás la más atípica
del santoral del cine fantástico. Un tractor pasa apaciblemente por la calzada,
un grupo de ovejas atraviesa los lindes bucólicos de la finca, un pastor les
sigue tranquilo, sereno, puede respirarse la paz. Y al fondo, un grupo de
niños, de cabellos imposibles, se acercan, uniformados, con movimientos
carentes de emoción. Es la irrupción del horror en lo cotidiano. Una de las
armas más eficaces para sembrar inquietud, ya que es espectador se identifica
antes con esta emoción, que con una aparatosa invasión de platillos volantes. La
banda sonora es eficiente, funcional, transmite la intensidad de las
situaciones sin chirriar, sin necesidad de gran aparato formal.
Desde los
elegantes travellings del inicio, este film se sigue con atención, el guión
avanza como un mecanismo de relojería, sin flecos baldíos que dificulten y
aneguen la dramaturgia. Sin innecesarios adornos o golpes de efecto. Todo es
muy británico, elegante, conciso, incluso flemático. Presentar en este contexto
una especie nueva, que trata de sobrevivir y se defiende ante las agresiones
sin sentimientos, careciendo de los conceptos humanos de venganza, piedad o
empatía. Sin dejar de ser niños (esto es lo inquietante) defienden su
conservación sin emociones. No tratan de hacer daño, pero destruyen si es
preciso Son implacables, pero no se regodean en sus acciones y pasan a otra
cosa una vez solucionado aquello que les inquieta. Los intentos de Gordon
Zellaby (George Sanders) por hacerles comprender que pueden convivir sin
dañarse, golpean en saco roto cuando los infantes se enteran de que los
gobiernos han destruido las otras colonias de niños. Para entonces ya han
alcanzado todo su potencial. Pueden leer la mente humana, por lo cual cuando
solicitan a Gordon que les busque familias de acogida en otros lugares, éste sabe
que será imposible engañarlos, pero no puede dejar que se vayan. Destacar el
elenco de actores infantiles encabezado por Martin Stephens, de mirada fría e
inquietante, que destacó en otro turbador film, pleno de desasosiego: The
Innocents (1961), obra maestra de Jack Clayton basada en “Otra Vuelta de
Tuerca” de Henry James. Añaden sabor costumbrista y solvencia dos secundarios de
lujo: Michael Gwynn, como hermano de Antea (Barbara Shelley) y el eficiente
Laurence Naismith como el doctor que hace seguimiento a los engendros desde
antes de su nacimiento.
El minimalismo narrativo no oculta la gravedad de la
propuesta. ¿Son perversos o dañinos estos “malditos”, ¿Son tan sólo son un
grupo de supervivientes, que se sienten amenazados por un entorno hostil? Tan solo
hay que ver la moneda desde la otra cara y sentir el miedo a la destrucción,
que con razón, pueden sentir ellos. De esta cinta se realizó una presunta
secuela “Los Hijos de los Malditos” y un remake; claramente inferior; a pesar
de estar firmado por John Carpenter (1995), que fue la ultima película
protagonizada por Christopher Reeve, antes de su accidente. La versión de
Carpenter, con sus típicos travellings, se desvía hacía la teoría conspiratoria
y los experimentos gubernamentales, huyendo del inquietante origen desconocido
de los infantes, que narró su antecesora. Con vestimenta de Tvmovie, y una niña
protagonista que no alcanza el nivel de su precedente fílmico, no se encuentra
entre las obras más acertadas de su autor, semejando sospechosamente un producto
alimenticio. La fotografia, espléndida
de Geoffrey Faithfull, consigue dibujar una paleta de irrealidad
dentro de lo cotidiano. El final operístico, impactante, es
la única solución para los humanos, pero deja un cierto aroma de convivencia
fracasada a causa de los intolerantes y los que huyen de lo que es “distinto”.
La cinta se ha convertido en un pequeño clásico de culto para los amantes de
las teorías conspiratorias, que deducen de las imágenes todo tipo de mensajes
sobre la guerra fría, diferencias generacionales, etc. Teorías aparte, “The
Midwich Cucos” es una fábula de 75 minutos de concisión. Una pesadilla narrada
con solvencia y talento que la ha convertido en indispensable (y revisitable)
para los degustadores de delicatessem (y cuclillos) a la plancha.
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