Es una satisfacción cuando producciones con ADN extremeño dejan alto el listón en un escenario que les pertenece por derecho propio, luchando contra manufacturas más potentes en lo económico o contra el indudable reclamo de profesionales más acreditados en lo mediático. Obra nacida de la pluma del escritor Agustín Muñoz Sanz; neófito en dramaturgias; el resultado es un noble y respetuoso texto (para el espectador y para el historiador) sobre la última semana de vida de este atípico emperador, casi un humanista. El trazo literario originario, ha sido recreado (a modo de palimpsesto) por tres profundos conocedores del espacio escénico, para adecuar la prosa al dinámico y peculiar mundo de las tablas, dónde figuras, densidades y reflexiones, no son válidas en el tiempo-espacio que señorea el patio de butacas.
El notable resultado de la
colaboración de Miguel Murillo, Eugenio Amaya y José F. Delgado, deviene en una
versión acondicionada para las características teatrales, palpitante y
dinámica. Un resultado final menos retórico y más “digerible” para la platea..
que pule esa tendencia del literato a recrear subjetividades, adensar al texto
o recrearse en retóricas válidas para la literatura leída, no para la declamada. Contribuye
a ello la precisa composición del coro/ballet, dirigido por María Lamas, que se
mueve optimizando la amplitud del incomparable marco. Coreografías vitalistas y
engarzadas con precisión en el armazón dramático, obteniendo un resultado donde
el componente plástico se mixtura con el verbo cálido de unos actores que
emiten con limpieza, proyectan la voz según los cánones y se remansan con
fluidez en el espacio escénico. La yuxtaposiciones del cuerpo de baile y el
texto, se convierten en transiciones que acercan a las situaciones históricas y
vivencias (peste, guerra, muerte). La creación de Marco Aurelio por parte del madrileño
Vicente Cuesta es cercana y empática. Carece del peligroso histrionismo a que
invitan los sátrapas dramatizados, apoyado en la calidad humana y reflexiva del
personaje. Aumenta la dificultad, representar la enfermedad pulmonar del
emperador, pero sin excederse.
La notable partitura de Mariano Lozano-Plata se
hibrida con los instantes convulsos, con las emociones y frustraciones, como un
personaje más en medio de una solvente utilización del espacio escénico (Diego
Ramos) y subyugante iluminación (Fran Cordero) que extrae de las piedras
milenarias todos los recursos posibles, apoyados por el experto pincel de Pepa
Casado en la caracterización. Fábula o simbolismo universal sobre la fatalidad.
Meditación sobre el hado funesto; no exenta de actualidad; ya que las pasiones,
los afectos, el fanatismo o la ambición; son heridas atemporales para el
hombre. Destacar la espectral presencia de Maria Luisa Borruel, exudando
tablas, cuyo diálogo con el hijo al que preparó para emperador, es uno de los
más intensos instantes dramáticos. La tragedia de este emperador “fabricado”
por Domicia Lucila, teñida de filosofía, es acrecentada por el mundano Cómodo.
Excelente
interpretación de Vicente Moirón como un espejo invertido (y cojeando) representa
la perversión del mundo que anhela Marco Aurelio. La historia de este emperador
“filósofo” nunca había sido llevada a escena. Jugaba pues; a favor; la novedad
de la empresa. En contra, la inexistencia de referentes para su cotejo. Eugenio
Amaya ha destilado el referente escrito para obtener una contundente (y
emocionante) semblanza de un icono histórico, inédito en la escena, para esta
coproducción del Festival de Mérida y los extremeños de Teatrapo. El acertado
elenco ha vertido sobre la arena los dilemas vitales de un hombre adelantado a
su época. Una historia humana y universal, que da protagonismo al verbo, a la
luz y a los cuerpos danzantes como metáfora de un mundo que agoniza, frente al
negativo fotográfico que ofrece Cómodo de todos los anhelos de su padre. La
palabra se apodera de gradas y columnas en compases certeros, con precisión de
metrónomo. La desnudez del escenario acompaña la emocionante despedida de Marco
Aurelio que; como todos; acomete el último viaje, despojado de vanidades mundanas. Libre ya
de monólogos y pensamientos. Caminando hacia la verdad absoluta. El público
respondió con respetuosos aplausos. Salud para espectáculos como éste. Un noble
epílogo para el Festival.
Fotografías de la página de Aran Dramática. Vicente Sánchez Cuesta. |
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