jueves, 8 de septiembre de 2016

The Assassin. La sublimación del Wuxia

                                                                                                                

Después de un largo tiempo de sequía narrativa (ocho años desde “El Vuelo del Globo Rojo), el director taiwanés Hou Hsiao-Hsien regala una creación que transcurre en una tierra de nadie visual, donde la forma fagocita el fondo, donde se trasciende el discurso asumido en beneficio de una recreación visual apabullante y de una cadencia extremadamente zen. Tras un introito en deslumbrante blanco y negro, con la intención de diferenciar/distanciar el origen del drama, “The Assassin” se sumerge en un mundo de veladuras, cortinas, leves coreografías de un cromatismo subyugante para desarrollar una narración visual en grandes planos y narrativa “interruptus”, para desectructurar los engranajes de este género marcial. Incluso las escenas de lucha dejan (voluntariamente) una cierta sensación de morosidad visual. Pero todo forma parte del juego de alejamiento que efectúa el director de los modos y maneras que consideraríamos dentro de la “normalidad”, para sumergirnos en su cosmos, donde la mirada es la llave. El realizador ha buceado en el pasado de su país, reinventando el género con el que debió disfrutar siendo  un niño, transformando la coreografía en poesía visual, la densidad dramática en metáfora con elipsis y "fuera de campo", los lugares comunes del arte marcial en personal ballet cósmico. Esta guerrera letal, interpretada emocionalmente por Shu Qi, se mantiene alejada de la comprensión del espectador (como casi todo en este film), utiliza la impenetrabilidad como morbosa atracción. 

A años luz del concepto setentero de cine cantonés o honcongkiano, donde habitaban tipos con pantalón “patadeelefante” y extraños gritos onomatopéyicos, envueltos en coreografías vergonzantes en su mayor parte. Eran los años en que “el pequeño dragón” popularizó el cine de mamporros, dejando una estela de actores-apósitos que le sucedieron en el trono del patadón: el mítico Chuck Norris,  campeones como Joe Lewis, que en "El Felino" comparte cartelera con Christopher Lee, o autóctonos como Bolo Yeung, de longeva filmografía. China poseía su propia tradición literaria y la filmografía recreó periodos históricos tradicionales para reflejar su propio concepto del arte marcial, bastante lejano de las producciones occidentales (vengador justiciero, técnicas certeras mezcladas con armas de fuego, paramilitares y un sentido del humor limítrofe del que carecían las creaciones orientales). No sería hasta años después cuando la aparición de nuevos martial-man, permitiría que las coreografías se convirtieran en exhibiciones imposibles e improbables en el mundo real de la mano de bailarines/luchadores como Jean Claude Van Damme, donde la cámara se recrea, repitiendo desde distintos ángulos la misma técnica, para uso y disfrute del espectador, ante la elasticidad de los mentados. En el otro lado del mundo, las producciones históricas mostraban usos y costumbres, normas morales y un largo rosario de tradiciones de las que carecían los guiones americanos, exportadores fundamentales del subgénero. Trenzas, escuelas de artes marciales  enfrentadas, filosofía Shaolin, o diálogos con el puño amenazante como toda técnica interpretativa ensalzaron a actores como Gordon Liu en creaciones como “Las Cámaras de Shaolin” o leyendas como “Érase una vez en China” (1991) que lanzó a Jet Li al estrellato. 

El género Wuxia, revitalizado en los últimos años, tiene una antigüedad de siglos. Su misma traducción “caballería y magia chinas”, acota el mundo a que va a enfrentarse el espectador, lleno de conceptos tan arraigados en el entorno social y cultural de la antigua China, que son difíciles de digerir en otras latitudes. El concepto de héroe (xía) en  la ficción es un ácrata luchando por la justicia, maestro en artes marciales que ama su reputación y su espada por encima de todo. El Wuxia surge tras la revolución comunista, refugiado en Taiwán y Hong Kong, alejándose del concepto mundano de “cine de artes marciales”, utiliza el espacio histórico, el melodrama, la tradición  y se centra en la lucha con espadas, pero con características propias que le alejan del género de “samuráis”. Alcanza su cenit y depuración formal con obras donde prima la estética y el cromatismo, como “La Casa de las Dagas Voladoras”, la celebrada “Tigre y Dragón”, la notable “Hero” con Jet Li, o la preciosista “La Maldición de la Flor Dorada”. El caballero andante protagonista del Wuxia clásico (procedentes de tradición oral o baladas) tiene escasa relación con el samurai japonés,  los únicos que podían llevar  espada, estando quizás más cercano  al ronin,  el caballero sin amo que vaga. Les diferencia sobre todo ese concepto “fantastique”; tan caro a la cultura china; que imprime poderes sobrenaturales o permite que los oficiantes realicen pequeños vuelos rasantes, incluso en las  producciones más canónicas o leviten sobre las azoteas durante el combate. Este particular puede haber surgido cuando los personajes y temáticas del Wuxia se introducen en la Ópera de Pekín en el siglo XIX, allí se añadirían acrobacias impensables. Otra diferencia es que el mundo a la esgrima no es un fuero exclusivo masculino. La sedimentación de los estilemas del Wuxia llega cuando Mao dicta nuevas normas cinematográficas, por lo que los creadores marchan a Taiwán y Hong- kong, sentando las bases estructurales del género: cables, magos luchadores, trampolines, ruidosos efectos de lucha, etc. En la cultura china, la mujer puede ser tan buena espadachina como cualquier hombre. Otra tendencia con King Hu como abanderado, intentó hibridar la delicadeza del teatro clásico con la energía. El resultado fue una fotografía de hermosos paisajes, cuyas coreografías eran gráciles y un concepto del honor y los valores humanos (A Touch of Zen. 1971), que conformaron el nuevo Wuxia. En 1994, irrumpe Wong Kar Wai con un título señero y melancólico, relatado en flashbacks, la poética “Ashes of Time”.  La literatura fílmica sobre los ronin legó una obra apreciable titulada “Los 47 Ronin” (1941) dirigida por Kenji Mizoguchi. El remake, protagonizado por Keanu Reeves, posee más de buenas intenciones que de resultado óptimo. Impecable desde el punto  de vista formal, adolece de falta de definición. Se queda en tierra de nadie y le sobran los añadidos de fantástico, por muy bien realizados que estén, que desvirtúan la leyenda original. Algo parecido sucede con el innecesario remake de Sepupku (Hara Kiri), donde la aportación respecto al original, por más que las interpretaciones sean apreciables y se intente conseguir el espíritu de la génesis, no aportan nada nuevo. El cine coreano también ha destilado en los últimos años notables aportaciones al género, algunas sin ser estrictamente Wuxia, mantienen unos niveles de calidad que enriquecen la temática de la espada. “Musa, el Guerrero” es una profunda reflexión sobre el deber, aunque cueste la propia integridad. Escenas marciales bien coreografiadas, homenajes a “La Diligencia” o “Fort Apache”, con escenas de combate realistas e interpretaciones de calidad para un Wuxia “crepuscular” con el aliciente de la presencia de Zhang Ziyi y una buena banda sonora de Shiro Sagisu. En “Guerreros del Cielo y la Tierra” (He Ping. 2003) un  wenstern wuxia, a tempo lento, donde un grupo de guerreros se enfrentan a la tragedia inevitable intentando conservar su honor. El dilatado metraje de “Guerra de Flechas” es aprovechado por el director para proporcionar un film lleno de ritmo, con utilización óptima del paisaje y una pésima banda sonora que no merece la calidad de la cinta. El Wuxia adquiere tintes de espectacularidad en la adaptación que John Woo realizó de la novela histórica “El Romance de los Tres Reinos”. El resultado fue “La Batalla del Acantilado Rojo”, una superproducción, la más cara de Asia, que fue masacrada desde sus cuatro horas originales para su exhibición en las salas. La sala de montaje nos ofreció un producto final que, si bien mantiene unos cauces de calidad, espectacularidad y entretenimiento apreciables, se convierte en errática por momentos ante los desmanes del tijeratazo palomitero, en una versión oriental de “Troya” pasada por el tamiz de Kurosawa y repleta de referencias sobre la cultura china. En otra órbita planea “Los Señores de la Guerra”. Nada de preciosismos, a pesar de la bella fotografía. Crítica social y personajes bien plasmados, destacando el hierático Jet Li y  Takeshi Kaneshiro. Un drama sin concesiones, sin piedad, donde no hay honor y prima el  interés económico de estos “señores de la guerra”.

La filmografía de Hou Hsiao.Hisien se ha centrado en dramas minimalistas sobre el impacto del entorno histórico en los personajes. En la independiente “Tierra de Desdicha” (1989), la arribada de los nacionalistas chinos crea conflictos a una familia, consiguiendo éxito de crítica y público. Posteriormente realizaría “Café Lumíere” (2003), utilizando tomas largas y con una cámara casi catatónica, donde tradición y modernidad, tensiones entre padres e hijos, sirven como homenaje al director Yasujiro Ozu. Una serie de postales de la capital japonesa, documentando una época y consiguiendo armonizar lo urbano, lo cotidiano con la espiritualidad y la tradición. En “El Maestro de Marionetas”, dirigida en 1993, se nos muestra la vida de un marionetista durante la ocupación japonesa, con envoltorio de falso documental, no apta para palomiteros ni consumidores de bebidas energéticas. Eternidad en los planos , cuidada interpretación y narración a tempo de Canto Gregoriano, Otra de sus obras “Flores de Shangay” (los burdeles refinados eran denominados poéticamente “casas de flores”), desarrollada en sus habituales planos largos y (aparente) morosidad argumental. En este ejercicio de claustrofobia y planos secuencia, de un cromatismo pastel y cálido, nos va narrando las relaciones entre las prostitutas (flores) y cortesanos a finales del XIX, a tempo de adagio, en una pieza de cámara que radiografía la vida cotidiana de estas mujeres. 

Un experimento visual con la cámara desplazándose lentamente, con el hermetismo como vocación, con rupturas de la cuarta pared, con objetos que interrumpen la visión de un universo ambiguo, de violencia sorda. La actriz japonesa Michico Hada planea, como el resto del elenco, en una coreografía lenta y (¿Cómo no?) el dominio del plano largo. En "Millenium Mambo", una muestra de su poliédrica mirada sobre el cine,  la noche de Taipei, con la turbulencia de las salas de fiesta, teñida de luces de neón para un estudio entomológico de la juventud, con su habitual búsqueda de nuevas formas expresivas. El autor se reinventa como un cronista de la  sociedad actual, del amor y los conflictos  de una generación. 


Subyace una lingüística nada oculta, homenajeadota de los años 60. No en vano, el director es un ferviente admirador de autores como Pasolini, Bresson o Godard. Sin olvidar las referencias latentes del Neorralismo italiano. El límite de la experiencia narrativa se encuentra en la falta de líneas de diálogo para los actores, que debían improvisar sobre el contexto de cada escena. Si les pareció innovador y valiente este modo de filmar para el Ken Loach de  “Tierra y Libertad” , en la escena improvisada del reparto comunitario de tierras, imaginen una película entera. Un ejercicio de audacia anclado en la nieve de la ciudad nevada de Yubari. De ahí a la crudeza de “Adiós, Sur, Adios”, paleta que dibuja a delincuentes fracasados, sin juicio moral, que muestra la cotidianidad del descalabro. Comidas, diálogos sencillos, más comidas,  su obsesiva utilización de los objetos respecto al personaje, y una nada velada crítica a los avances tecnológicos que ha importado  occidente y oscurecen las tradiciones. Filtros de color, marcos de puertas, espejos, experimentación con música y sonidos. Pequeños detalles que componen una de las películas más interesantes del autor, no apta para adrenalínicos.


"El asesinato como una de las bellas artes (en palabras de Thomas de Quincey), Se puede hablar del bressoniano, de esta antihéroina  (Shu Qi) casi espiritual en la línea de “Lancelot du Lac”, de su excesiva depuración, de la preeminencia de la imagen sobre el contexto, donde lo visual es un vehículo, un pretexto. Con esa sintaxis propia, e independiente del resto de las artes, que Bresson postulaba para el cine. Aunque en Bresson pesaba más su forma de visualizar el mundo. Con una fotografía irreprochable (Mark Lee Ping Bin) y una estética deliciosa a base de sedas, cortinajes, sobriedad y ascetismo estilístico. Como referencias del mismo autor “The Assassin” oferta narración morosa, personajes con pausado perfil psicológico y relevancia de los sonidos diegéticos. El paisaje pasa a ser un personaje más, un modo de expresar las escasas (en apariencia) emociones que los protagonistas apenas dejan emerger. La contención es la marca de la casa. No nos engañemos, el “pathos” en que bucea el film, la íntima emoción que debe despertar, no se encuentra en los parámetros que acostumbramos en occidente. 
Realizada a base de  largos cuadros  “tableaux vivants” donde lo externo es un reflejo de lo interno, donde lo pictórico es espejo de lo humano, y el tejido cromático es una paleta para una tragedia de raíces clásicas y universales, donde el alejamiento de la épica da la pincelada maestra. "The Assassin" podría ser el argumento de una ópera clásica, no en vano sus raíces se hayan también en el “Chuanqui”, el género literario de relato corto que se desarrolló durante la dinastía Tang y pasó a la ópera durante la dinastía Ming. Las escenas de lucha son escuetas, inesperadas en el modo de filmación. De hecho ni siquiera están ensayadas, como es habitual en el director. El primer asesinato se produce en un instante, sin recreaciones,   sin acrobacias, sin florituras. No obstante hay algún momento durante estos enfrentamientos en que el regidor está apunto de sucumbir a los estilemas del género, y los personajes parecen a punto de realizar un pequeño vuelo. Vaya esto en el saldo negativo. De un intenso blanco y negro en formato (4:3); donde se narran los orígenes; hay una transición a un cromatismo saturado y espléndido en formato (1:8:1), con carencia de primeros planos como lenguaje  visual. La interpretación de Shu Qi es austera, absorbente, contemplativa y plena. Esta actriz ha conseguido afianzarse en el cine de prestigio desde su “Sex and Zen II”, pese a la conservadora cultura china. En el epílogo, la paz interior para esta evadida de la “orden de los asesinos”, se encuentra en el regreso a la naturaleza, la austeridad, En la fusión con lo ancestral y la sencillez primigenia. No es mala opción.

 











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