Los aficionados que acudan a
“Crimen y Telón” con la sola referencia de la cartelería, quizás aventuren que
los ronlaleros han desertado de su
raíz áurea para refugiarse en otros paisajes y paisanajes. Nada más lejano de la realidad; aunque la piel de
la criatura habite paisajes distópicos
(vía Ray Bradbury) y homenajee la estética bogartiana, el noir más canónico y el ciberfantastico; el corazón sigue
palpitando en clave de comedia universal. No hay más que ver ese personaje de
“Teatro”, con reminiscencias de la “Comedia dell´arte” que homenajea la
historia del teatro en sus párrafos majestuosos
“Crimen y Telón”, pleno de referencias e influencias que peinan las
distopias de Orwell, las páginas negras de Dashiell Hammett, el teatro
francés o la helénica tragedia con acierto y vitalidad ronlalera. Nos
encontramos ante el espectáculo más compacto de la compañía dirigida por Yayo
Cáceres, en una dirección que busca alejarse de las anteriores construcciones
en sketches, para construir una
estructura dramática con texto de Álvaro
Tato, que mantiene al espectador alerta; sin perjuicio de la risa; con el
adecuado nivel de acidez camuflado entre el jolgorio habitual. Hasta llegar al bello ejercicio de metateatro en el epílogo. Lúcida metáfora acerca del escenario de la vida, inesperada y certera.
El detective Noir deambula entre
callejones donde los textos prohibidos aún pueden encontrarse de contrabando,
donde Edipo aún respira y es posible encontrarse con Lady Macbeth, con Comedio
y Tragedio y toda la fauna teatrera. Un territorio donde se puede homenajear al técnico de
luces y al de sonido, mientras se
ciscan en la habitual llamada al móvil que olvido desactivar las llamadas.
Ciertamente es difícil seguir el
ritmo torrencial, la oratoria florida, la exuberancia del verbo, el dominio del timing, la
infinidad de referencias literarias, los respetuosos homenajes; al ritmo de ametralladora de los ronlaleros; habitados de la notable iluminación expresionista de
Miguel Ángel Camacho. Pero la genialidad de la compañía hace de la intensidad
un arte, transforma en levedad la densidad soporífera en que podría desembocar
ese torrente de referencias culturales. Ron La Lá conduce al espectador de la
mano a su propio universo. Sin permisos, Sin acreditaciones. Nada más fácil que
creer en ese futuro donde las artes están prohibidas. Pero que no es para nada
un universo alternativo, es cercano y real, ya que el texto; pleno de
referencias coyunturales; se encarga de repasar la actualidad, la urbanidad del
espectador o la tragedia medioambiental. Los actores peinan y homenajean los
diversos géneros (poesía, teatro en verso), con el desparpajo conceptual que
les caracteriza, con sus habituales guiños, con el talento de que vienen
haciendo gala, desde que redescubrieran el lugar donde el Quijote se ocultaba, en su ópera prima. No hay más que ver esa ruptura de la cuarta pared desde el
inicio, cuando se dan cuenta que la platea esta ocupada por ¡espectadores!, que
son los principales sospechosos del asesinato de Teatro. El cromatismo también
juega su papel en el montaje. El Teniente Blanco,
parece recién salido de una distopía de los hermanos/as Wachowski, mientras que
Teatro (Daniel Rovalher), pleno de
gestualidad arlequinesca, se viste de rojo y naranja, en contraste con la ascética gabardina y el
sombrero a lo Sam Spade que se gasta el detective Noir (Juan Cañas). Todo bajo la experta batuta de Tatiana de Sarabia.
Uno de los momentos más
relevantes del montaje es ese repaso enciclopédico, afectuoso y nostálgico por
el entramado físico del teatro y sus profesiones más relegadas. Sin olvidar
esas continuas, y actuales, invectivas contra la mentalidad futbolera o el
planteamiento de un mundo donde hubiera una librería por cada 10 habitantes.
¿Distopía en estado puro? No, lacerante utopía.
La marca de la casa no podía
faltar. Si ya en Cervantina
conseguían que el público corease su divertido estribillo, aquí se decantan por
una vertiente carpetovetónica, con referencias a las aficiones sociales más extendidas
¡Teatro, español, español, español!
En “Crimen y Telón", han cristalizado todas las obsesiones, estilemas e
inquietudes de estos alquimistas de la palabra. Un montaje donde el verbo es el
origen de todo su universo, donde el difícil equilibrio entre lo culto y lo
popular que siempre han propugnado halla su vórtice. Los ronlaleros nos
sumergen en una dionisíaca celebración de la palabra, del arte y la cultura. La
máscara del bufón no es más que una excusa, el chascarrillo, una coartada para
conducirnos a un lugar “que entre sueño y realidad, todo es falso y es verdad”.
Con certeza tras su paso por esta plaza se llevaran como regalo un gran número
de seguidores del universo ronlaliano. Se agradecen las morcillas referentes a los desaparecidos Teatros Menacho y Pacense.
Nos encontramos ante un montaje
“Pata Negra”, pero además con denominación de origen.
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